Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Brexit y resacas imperiales
En 1973, el gobierno del conservador Edward Heath firmó la entrada del Reino Unido en la Comunidad Económica Europea (CEE). Dos años más tarde, el nuevo primer ministro laborista, Harold Wilson, convocó un referéndum sobre la permanencia de Gran Bretaña en la CEE. Wilson no tenía ningún interés en la salida británica del Mercado Común, pero había prometido que celebraría una consulta no vinculante y renegociaría los términos del acuerdo entre el Reino Unido y la CEE en el caso de ganar las elecciones, para así apaciguar a los euroescépticos de su propio partido. La líder de la oposición conservadora, Margaret Thatcher, se puso un llamativo jersey con las banderas de los entonces nueve países que integraban el Mercado Común e hizo campaña por la permanencia. “Todo el mundo tiene que participar y votar sí para que el debate se acabe de una vez por todas. Evidentemente estamos en Europa y estamos preparados para seguir adelante”, declaró Thatcher en una entrevista televisiva. Los partidarios de la permanencia del Reino Unido en la EEC ganaron con un holgado 67% de votos.
Cuatro décadas más tarde los británicos vuelven a votar sobre su futuro en Europa. David Cameron convocó el referéndum con la idea de aplacar al ala eurófoba de su partido y frenar el ascenso de los nacionalistas del UKIP. El Primer Ministro ha renegociado la posición del Reino Unido en la Unión Europea y ha defendido la permanencia de Gran Bretaña en ésta. El líder de la oposición, el laborista Jeremy Corbyn, apoya a Cameron en este aspecto. Sin embargo, esta vez, la victoria de los europeístas parece mucho más difícil. Hace poco más de un mes las encuestas daban 18 puntos de ventaja a los partidarios de que Gran Bretaña se quedara en la UE. En la última semana la mayoría de los sondeos han señalado a los defensores del Brexit como ganadores. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué un país que se beneficia económica y socialmente de su pertenencia a la UE está a punto de votar para salir de ella?
Algunas de las repuestas debemos buscarlas en el tipo de argumentos e ideas utilizados durante la campaña. Los partidarios del sí a la UE han insistido en los beneficios fundamentalmente económicos. La pérdida de mercados, de puestos de trabajo y de subsidios europeos han sido los argumentos más habituales. El sentido de pertenencia común a un proyecto europeo, la defensa de una legislación social y laboral conjunta y la salvaguardia de los derechos humanos apenas han estado presentes. Incluso los más fervorosos eurófilos, como es el caso del ex-Primer Ministro Gordon Brown, han dejado claro que el Reino Unido tiene que encontrar un equilibrio entre una “autonomía nacional”, que no se debe sacrificar, y una “cooperación continental”, que en ningún caso pase por la construcción de un superestado europeo.
La recuperación de la soberanía nacional ha sido uno de los argumentos principales de los partidarios del Brexit. Estos han apelado continuamente a la necesidad de retomar el control del país en materia de inmigración y han descrito a la Unión Europea como una máquina burocrática que utiliza el dinero británico para malgastarlo en el Continente: 350 millones de libras a la semana según sus cálculos. Es más, Bruselas se presenta constantemente como un ente profundamente antidemocrático que impone normas absurdas y roba a los británicos la capacidad de decidir sobre sus propias leyes. Lo que se promete con la secesión es una nueva Gran Bretaña independiente, soberana y libre de las imposiciones de la UE. Para la mayoría de sus partidarios, el Brexit es el primer paso en la creación de una renacida Gran Bretaña capaz de recuperar su liderazgo internacional.
En cierto modo, lo que la campaña ha venido a mostrar es que los británicos se ven en la tesitura de elegir entre una opción que parece más razonable económicamente y otra que apela a las emociones nacionales. Para los partidarios de la secesión, de nada han servido los informes, casi unánimes, de los economistas sobre las consecuencias desastrosas que una posible secesión tendría para las finanzas del país. De poco han servido, también, las advertencias de la mayoría de los políticos británicos, europeos e, incluso, de Barak Obama sobre los riesgos de un Reino Unido aislado y débil internacionalmente. Pero el sólido apoyo al Brexit no puede interpretarse como un proceso de enajenación colectiva en el que millones de británicos han decidido desoír a los expertos y tomar una decisión irracional y dañina sobre su futuro. En realidad, lo que plantean los Brexiters entronca bastante bien en una serie de narrativas nacionalistas que han dominado la esfera pública británica durante décadas.
Gran parte de la población británica sigue sufriendo lo que podíamos denominar una ‘resaca imperial’, esto es, una especie de aturdimiento identitario provocado por la desaparición de un gran imperio y la incapacidad para encontrar un papel en el mundo tras la pérdida de las colonias. Las narrativas nacionales que presentan al Reino Unido como excepcional en el ámbito europeo tienen al Imperio Británico y a las dos guerras mundiales como referentes históricos fundamentales. De un modo complementario, la muy extendida percepción de la UE como un ente antidemocrático, ineficiente y corrupto no deja de ser el envés de una narrativa patriótica que presenta a los británicos como los inventores de la democracia moderna, eficientes y honestos. Estos relatos de la excepcionalidad llevan décadas siendo reproducidos en escuelas, programas de televisión, periódicos y conversaciones de pub, con lo que han venido a determinar en gran medida los esquemas mentales con los que los británicos entienden su propia identidad y la de los extranjeros. Y es fácil ver cómo entre la idealización de un pasado imperial y la creación de un sentido de superioridad nacional no hay un gran trecho. Tampoco es complicado entender por qué las narrativas históricas de la excepcionalidad han supuesto un gran problema para el desarrollo de una identidad europea en el Reino Unido.
Las élites políticas británicas, por su parte, han dificultado mucho la construcción de esa identidad europea. Desde la llegada de Margaret Thatcher al poder en 1979 todos los primeros ministros británicos han ido a Bruselas con la intención de obtener un trato especial, contribuir poco económicamente y reducir presupuestos, más que con la idea de aportar a un proyecto común europeo. Como señalaba Martin Kettle en un reciente artículo, Gran Bretaña lleva más de tres décadas actuando como una “diva” y sus dirigentes han sido incapaces de pensar en los británicos como verdaderos europeos[4]. Europa son “ellos”, no “nosotros”, ha sido el mensaje de los políticos británicos durante años. Así las cosas, a nadie debiera extrañarle que el Reino Unido figure continuamente entre los países de la UE en los que los ciudadanos se sienten menos identificados como europeos.
Entre narrativas históricas nacionales y actuaciones políticas nacionalistas se ha ido minando el sentimiento de solidaridad europea e identidad común. La apuesta por la salida de la UE no es una actitud irracional sino una consecuencia lógica de la falta de vínculos emocionales con el proyecto europeo, sus instituciones y sus ciudadanos. En el marco de una Europa en crisis económica y de valores, la promesa de un renacer patrio es ilusionante para muchos británicos, como lo es para tantos otros europeos que están encontrando en la nación un refugio ante cambios que no pueden controlar. Si el día 23 gana el Brexit, nadie sabe realmente qué es lo que va a pasar. Nadie lo ha explicado. ¿Será el actual parlamento británico, compuesto por un 80% de diputados partidarios de quedarse en la UE, el que negocie los términos de la salida? Si pierden los secesionistas, será un buen momento para replantearse el papel del Reino Unido en la UE y con ello hasta qué punto es posible llevar a cabo el proyecto europeo sin una identidad común.
En 1973, el gobierno del conservador Edward Heath firmó la entrada del Reino Unido en la Comunidad Económica Europea (CEE). Dos años más tarde, el nuevo primer ministro laborista, Harold Wilson, convocó un referéndum sobre la permanencia de Gran Bretaña en la CEE. Wilson no tenía ningún interés en la salida británica del Mercado Común, pero había prometido que celebraría una consulta no vinculante y renegociaría los términos del acuerdo entre el Reino Unido y la CEE en el caso de ganar las elecciones, para así apaciguar a los euroescépticos de su propio partido. La líder de la oposición conservadora, Margaret Thatcher, se puso un llamativo jersey con las banderas de los entonces nueve países que integraban el Mercado Común e hizo campaña por la permanencia. “Todo el mundo tiene que participar y votar sí para que el debate se acabe de una vez por todas. Evidentemente estamos en Europa y estamos preparados para seguir adelante”, declaró Thatcher en una entrevista televisiva. Los partidarios de la permanencia del Reino Unido en la EEC ganaron con un holgado 67% de votos.
Cuatro décadas más tarde los británicos vuelven a votar sobre su futuro en Europa. David Cameron convocó el referéndum con la idea de aplacar al ala eurófoba de su partido y frenar el ascenso de los nacionalistas del UKIP. El Primer Ministro ha renegociado la posición del Reino Unido en la Unión Europea y ha defendido la permanencia de Gran Bretaña en ésta. El líder de la oposición, el laborista Jeremy Corbyn, apoya a Cameron en este aspecto. Sin embargo, esta vez, la victoria de los europeístas parece mucho más difícil. Hace poco más de un mes las encuestas daban 18 puntos de ventaja a los partidarios de que Gran Bretaña se quedara en la UE. En la última semana la mayoría de los sondeos han señalado a los defensores del Brexit como ganadores. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué un país que se beneficia económica y socialmente de su pertenencia a la UE está a punto de votar para salir de ella?