Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La buena mala conciencia de la Constitución
El proceso constituyente español de 1976-1978 transcurrió condicionado por el peso de una dictadura institucionalizada que dejó alguna impronta en la Constitución resultante. Se tenía conciencia, aunque intentara disimularse, particularmente entre el sector no cómplice de la dictadura y partícipe en el proceso constituyente. Esto también dejó su huella en la Constitución, una huella no necesariamente negativa. La mala conciencia a veces produce alguna que otra buena consecuencia.
La herencia más evidente de la dictadura en la Constitución fue la monarquía, tanto por sí misma, por su naturaleza antidemocrática, como por lo que representaba. Una monarquía instaurada por el dictador servía de paraguas para una masiva impunidad no solo penal y política, sino también económica, de las empresas y otras corporaciones que habían hecho su agosto con la proscripción de libertades durante cuatro largas décadas. Para quienes habían luchado contra la dictadura o, al menos, no habían sido colaboracionistas y ahora, en 1978, aceptaban esa herencia, la mala conciencia estaba servida. Y motivos había más.
Late la mala conciencia en la Constitución misma. Contiene lapsus, descuidos, incongruencias, lastres, momentos fallidos o toda una serie de quiero-y-no-puedo que como mejor se explican es por el juego no del todo controlado de la mala conciencia. El capítulo más ilustrativo es el de la estructura compuesta del Estado. Comienza por una mención de la existencia de “nacionalidades” que se agota en sí misma, sin siquiera identificárseles ni extraerse efectos. Sigue con una definición completamente fallida, sin plasmación consecuente, de una instancia parlamentaria, el Senado, como “cámara de representación territorial”. Prosigue con un título sobre “organización territorial del Estado” que contempla un mapa virtual de Comunidades Autónomas, virtual porque lo deja prácticamente en blanco, apenas perfilado. Concluye con un reconocimiento de “derechos históricos” de “territorios forales” que no se relaciona con las nacionalidades ni se concreta tampoco a efecto alguno. Remite casi todo a Estatutos de Autonomía sin participarles su propio valor constitucional.
La incógnita es la regla. La dialéctica entre las malas artes de quienes procedían de la dictadura y la mala conciencia de quienes aceptaban el trágala es la explicación. ¿Cómo oso decir que de tamaño embrollo pudiera resultar alguna buena consecuencia? Así es. Con todo ello, la Constitución quedaba abierta. Como faltaron condiciones para sustituir un Estado dictatorial por un Estado democrático que comenzase por componer democráticamente la pluralidad constitutiva de España, ahí que quedaban posibilidades insinuadas y disponibles, fallidas de momento, pero activables para un futuro. A estas alturas, tal y como ha transcurrido el desarrollo de las autonomías territoriales, puede decirse que un horizonte inicial de esperanzas fundadas ha derivado hacia un panorama patente de posibilidades malogradas.
La palabra de orden entonces, no solo por esa causa desde luego, es la de reforma de la Constitución. Este imperativo también podía ilustrarse con otras frustraciones no menos patentes, como en las materias de promoción y garantía de derechos sociales frente a penurias presupuestarias inducidas, de libertad de enseñanza ante privilegios eclesiásticos; de derechos a la religión y al honor coartando otros derechos, de organización y funcionamiento de la justicia con su extrema centralización, control remoto político e ínfima participación ciudadana,… por no referirme de nuevo a la monarquía como índice de impunidad de dictadura e insuficiencia de democracia.
En materia de reforma constitucional también acecha la mala conciencia. Y con alguna buena consecuencia. La Constitución no solo contempla su propia reforma, como es lo habitual, sino también su “revisión total”, su sustitución completa, algo insólito que solo se explica por la mala conciencia constituyente. La Constitución se sentía tan insegura que no excluye su propia sustitución. Esta es su previsión: “Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución (…), se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación”. Conviene reparar en detalles.
Sobre el más importante la Constitución pasa de puntillas. Entre dos legislaturas necesarias para revisar completamente la Constitución, la intervención más importante de la ciudadanía no es la final del referéndum sobre un texto ya cerrado, sino la que se sitúa en medio, la de elección de las Cortes que han de resultar constituyentes. Ahí es donde puede producirse el debate constitucional por parte de la ciudadanía, un debate que se le hurtó en 1978. Tratándose de la “revisión total” de la Constitución, no habría de consistir en un primer plebiscito sobre un nuevo texto, sino en una convocatoria ante diversos proyectos constituyentes formulados tras la decisión parlamentaria de abrir tal proceso para sustituir la Constitución en su totalidad. El referéndum final para lo que sirve entonces es para la verificación del cumplimiento por las Cortes del mandato constituyente de la ciudadanía, lo decisivo.
Otro detalle es que las mayorías requeridas para las decisiones parlamentarias en este proceso de revisión total de la Constitución son ciertamente elevadas, de dos tercios de cada cámara. En principio no está mal. Unas decisiones de esta transcendencia conviene que sean tomadas por mayorías cualificadas. El problema, sin embargo, no reside en la conveniencia, sino en la exigencia, pues esto facilita operaciones de bloqueo por parte de minorías mayoritarias. El requerimiento de mayorías cualificadas menos altas, como la simplemente absoluta o de la mitad de la cámara, favorece en cambio la negociación y acuerdo con minorías mayoritarias que ya no podrían bloquear. Hay además otro problema, no menos importante a mi entender. Me refiero a la dudosa legitimidad de la Constitución en la exigencia de mayorías tan alzadas para su revisión.
La Ley de Reforma Política de principios de 1977 que permitió la convocatoria de Cortes finalmente constituyentes sólo requería para “la reforma constitucional” la mayoría absoluta de cada cámara. ¿Está legitimado un parlamento que funcionó conforme a esta regla para exigir mayorías superiores respecto a la revisión de su obra constitucional? No lo parece. Y el problema tiene remedio. Hay capítulos de la Constitución, como el de la monarquía, intocables salvo por ese mismo procedimiento tan exigente de la revisión, pero el de la reforma no está en este caso. Puede reformarse mediante un procedimiento más simple (mayoría absoluta del Senado y de dos tercios del Congreso sin necesidad siquiera de referéndum si no lo solicita un décimo de cualquiera de las cámaras).
Parece feo que se haga reforma de la reforma para rebajar sus exigencias, pero se cuenta con el fundamento de la dudosa legitimidad de los requerimientos. Reducir las mayorías a la absoluta puede ser suficiente cuando la intervención de la ciudadanía se mantiene como lo decisivo. Sería otra buena consecuencia constitucional de la mala conciencia constituyente. Constitución tan insegura no lo deja todo atado.
No argumento todo ello porque abogue por una revisión total de la Constitución de una vez y por todas. No parece viable ni aconsejable. Y no es naturalmente decisión mía. Ni quito ni pongo rey. Solo apunto posibilidades. Son los partidos quienes pueden proponer la reforma de la reforma para procederse a la revisión y es, por supuesto, la ciudadanía quien decide tanto en primer como en último término, en las elecciones a Cortes constituyentes y en el referéndum. Y digo lo de los partidos no porque su exclusiva me parezca procedente, sino porque la Constitución excluye la iniciativa popular en materia de reforma o revisión constitucional, otro detalle que podría modificarse con la reforma de la reforma. De este modo la ciudadanía podría hacerse viva en directo desde un primerísimo momento.
Algunos partidos acuden a la próxima convocatoria de elecciones generales con propuestas de reforma constitucional. Estamos ante unos comicios que pueden tener una dosis de sondeo constituyente. Al efecto, bueno sería que se pusieran sobre el tapete no solo las cuestiones sustantivas que se entiendan requeridas de reforma, sino también las procedimentales por lo que afectan a la legitimidad de las exigencias constitucionales.
También resultaría bueno que no se presentasen las reformas como un paquete de retoques y asunto arreglado, esto es, y legitimidad redonda por fin lograda. Una Constitución tan trabada está clamando por una progresión de reformas camino de la revisión a fondo. El reto reconstituyente no va a consumarse con los próximos comicios. Continuará.
El proceso constituyente español de 1976-1978 transcurrió condicionado por el peso de una dictadura institucionalizada que dejó alguna impronta en la Constitución resultante. Se tenía conciencia, aunque intentara disimularse, particularmente entre el sector no cómplice de la dictadura y partícipe en el proceso constituyente. Esto también dejó su huella en la Constitución, una huella no necesariamente negativa. La mala conciencia a veces produce alguna que otra buena consecuencia.
La herencia más evidente de la dictadura en la Constitución fue la monarquía, tanto por sí misma, por su naturaleza antidemocrática, como por lo que representaba. Una monarquía instaurada por el dictador servía de paraguas para una masiva impunidad no solo penal y política, sino también económica, de las empresas y otras corporaciones que habían hecho su agosto con la proscripción de libertades durante cuatro largas décadas. Para quienes habían luchado contra la dictadura o, al menos, no habían sido colaboracionistas y ahora, en 1978, aceptaban esa herencia, la mala conciencia estaba servida. Y motivos había más.