Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
A un siglo de la huelga de La Canadiense los derechos laborales parecen ser todavía un sueño
Este mes ha hecho 100 años de la huelga de La Canadiense. Un siglo ya de aquel hito en la lucha obrera que fue conseguir una jornada laboral de 8 horas. Un indudable logro viniendo de esas jornadas de 12 o 14 horas, aunque lejos todavía de esas cuatro horas diarias que se trabaja de media en esas sociedades a las que denominamos primitivas y a las que, en términos del antropólogo Pierre Clastres, quizás debiéramos denominar “sociedades sin estado” –un dato que puede parecer anecdótico, pero que muestra muy bien todo lo que nuestro concepto de trabajo y su relación con la vida tienen de socialmente construido.
Cien años desde la victoria de los trabajadores de La Canadiense y ciento treinta y dos desde el asesinato de los mártires de Chicago, otro hito en la lucha de los trabajadores por sus derechos, pero que, en este caso, se saldó con 8 asesinatos amparados por un proceso penal amañado. Muchos años, mucha sangre derramada y, aun así, en buena parte de los trabajos de este país, cuando uno menciona las 8 horas máximas de jornada la respuesta mayoritaria es una mueca entre amarga y burlona. Hasta la jornada semanal de 40 horas es vista como una excentricidad escrita en “Dios sabe qué extraño y recóndito reglamento”. Si no creen este extremo, pregunten a su camarero más cercano qué día de la semana cumplió las 40 horas de trabajo y cuántos días más le quedan por trabajar.
En el último siglo ha habido importantísimos cambios en nuestras sociedades, ha habido avances tecnológicos increíbles, acontecimientos que por méritos propios quedarán señalados en la historia. Pero, cuando miramos a eso a lo que llamamos presente, nos encontramos con que lo que el postfordismo nos ha traído es la vuelta, si es que alguna vez se fue, a la explotación más cruda. Según el INE, cada semana los trabajadores de este país hacen 2.962.000 horas extra que no se pagan, lo cual equivale a 74.000 trabajadores que las empresas no contratan porque sacan adelante ese trabajo haciendo que sus empleados trabajen gratis. Quitando el desconocido porcentaje de horas realizadas por trabajadores por nadie sabe qué motivos altruistas, estamos hablando de cientos de miles de horas de trabajo forzoso cada semana. Trabajo obligado bajo la amenaza directa o velada del despido, obligado mediante el engaño de que esas horas le traerán algún día beneficios al trabajador. Trabajo involuntario realizado bajo la amenaza de una pena o en base a falsas promesas, es decir, trabajo forzoso. Ante situaciones como la que acabamos de describir, merece la pena echar la vista atrás para ver qué ha ocurrido con esos Derechos que tantísimo costo conseguir.
Aunque pueda haber debate en la terminología, existe cierto consenso académico a la hora de considerar que en los años setenta del siglo pasado una serie de transformaciones en la infraestructura económica supusieron el fin del modo de producción fordista –en el que el base de la economía era el trabajo industrial–, y marcaron el nacimiento de lo que se ha llamado sociedad post-industrial. En esta “nueva sociedad” el capitalismo se reestructura a escala global, el trabajo se divide internacionalmente y toman especial relevancia las industrias basadas en el conocimiento intensivo. De esto modo, se tornan hegemónicas las grandes corporaciones tecnológicas, capaces de generar astronómicos beneficios a sus accionistas recurriendo a un número nimio de trabajadores en sus países de origen. No obstante, estas transformaciones no se pueden desligar de las políticas estatales que las posibilitaron y que reconfiguraron sus mercados según el deseo de los nuevos intereses económicos.
A estos cambios en la infraestructura económica les acompañaron una serie de políticas que, siguiendo a Loïc Wacquant, podemos denominar: “proyecto político neoliberal”, un cuerpo teórico y político “del y para” el capitalismo post-fordista. En el ámbito que nos ocupa, el neoliberalismo se concreta en una serie de políticas que usan al Estado para crear regulaciones económicas que garanticen la apertura de mercados desregulados en los que la empresa pueda hacer y deshacer a su antojo. A la vez, el Estado se retira de determinadas áreas para dejar paso a la iniciativa privada, volcándose en la expansión y glorificación de su ala penal –que se convierte en el principal ámbito de su responsabilidad y, por tanto, principal justificación de su existencia.
Retirándose de la provisión de bienestar, abriendo el camino a las privatizaciones y creando nuevas regulaciones más favorables al mundo de la empresa, los Estados fueron materializando un proyecto político neoliberal en el que la posición de los trabajadores se caracteriza por la precariedad, la inseguridad y la inestabilidad. En este contexto, los derechos laborales se han convertido en el objetivo de una ofensiva constante. Entre el rechazo de quienes sueñan con un capital económico sin restricciones y la indiferencia de quienes confunden progreso e explotación al afirmar que es imposible oponerse al futuro, los derechos laborales han quedado como una barrera de defensa para muchos, pero defendida por muy pocos.
No obstante, cabe hoy recordar que, como recoge el preámbulo de la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo, los derechos laborales son un fundamento indispensable para la paz. Tras décadas de trabajadores luchando por sus derechos y con la I Guerra Mundial recién acabada, los estados europeos reconocían así que su paz solo sería real si cedían a las demandas de la clase obrera. Aunque todavía no se encontraban constitucionalizados, en aquellos albores del siglo XX, los Derechos laborales fueron ya reconocidos como Derechos Humanos. Y no quedaron así reconocidos por capricho, sino porque sin una existencia y trabajo dignos, el resto de Derechos fundamentales quedan reducidos a poco más que meras proclamas con escasa efectividad. Como explica de forma muy gráfica el magistrado Carlos Hugo Preciado Domenech: “poca libertad, igualdad, intimidad u honor podría disfrutar quién carece de pan y techo”.
Este mes ha hecho 100 años de la huelga de La Canadiense. Un siglo ya de aquel hito en la lucha obrera que fue conseguir una jornada laboral de 8 horas. Un indudable logro viniendo de esas jornadas de 12 o 14 horas, aunque lejos todavía de esas cuatro horas diarias que se trabaja de media en esas sociedades a las que denominamos primitivas y a las que, en términos del antropólogo Pierre Clastres, quizás debiéramos denominar “sociedades sin estado” –un dato que puede parecer anecdótico, pero que muestra muy bien todo lo que nuestro concepto de trabajo y su relación con la vida tienen de socialmente construido.
Cien años desde la victoria de los trabajadores de La Canadiense y ciento treinta y dos desde el asesinato de los mártires de Chicago, otro hito en la lucha de los trabajadores por sus derechos, pero que, en este caso, se saldó con 8 asesinatos amparados por un proceso penal amañado. Muchos años, mucha sangre derramada y, aun así, en buena parte de los trabajos de este país, cuando uno menciona las 8 horas máximas de jornada la respuesta mayoritaria es una mueca entre amarga y burlona. Hasta la jornada semanal de 40 horas es vista como una excentricidad escrita en “Dios sabe qué extraño y recóndito reglamento”. Si no creen este extremo, pregunten a su camarero más cercano qué día de la semana cumplió las 40 horas de trabajo y cuántos días más le quedan por trabajar.