Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El caso Zapata
El campeón del mundo de boxeo Muhammad Ali fue un fervoroso seguidor de la nación del Islam, lo que le llevó, en los años de su juventud, a alinearse con posiciones que hoy entendemos aberrantes, tales como la prohibición de los matrimonios interraciales, la reclusión doméstica de las mujeres o la segregación racial del espacio público. Ali también protagonizó episodios llenos de crueldad, como cuando torturó en el ring a Ernest Terrel, un boxeador que se atrevió a llamarle por su antiguo nombre, Cassius Clay, y a quien golpeó sin dejarlo caer al suelo durante quince asaltos; o como cuando abusó de su inteligencia para caricaturizar ante el mundo como un gorila a su eterno contrincante Joe Frazier.
Sin duda, este mismo carácter excesivo e irreverente fue el que también hizo de él alguien capaz de irritar como nadie a la conciencia norteamericana, con gestos tan épicos como el de tirar su medalla olímpica al río por despreciar el país al que representaba; decir sentirse un Viet Cong en plena guerra del Vietnam o renunciar a su título y a su gloria por sus convicciones, para volver luego al ring, más viejo y más lento, y ganar de nuevo a todos, desafiando no sólo a la lógica sino sobre todo al poder.
En 1996 Muhammad Alí fue el último relevista en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos celebradas en Atlanta, la capital de Georgia, uno de los estados donde la esclavitud y la segregación racial más habían perdurado. Semanas más tarde, Juan Antonio Samaranch, le restablecía la medalla tirada al río ante el aplauso interminable del público que asistía a la final de baloncesto. El día después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, un Alí ya gravemente diezmado por la enfermedad dirigió un mensaje al pueblo americano explicando que el Islam era una religión de paz. Cuando Obama juró su presidencia, allí estaba el viejo boxeador como uno de los últimos protagonistas vivos de la lucha por los derechos civiles, como un símbolo ya, en definitiva, de todo el pueblo americano, sin duda en deuda con él.
Desde luego, un pueblo como el norteamericano que nace con el pecado original de la esclavitud, y cuyo ethos fundacional estuvo formado por buena parte de los excluidos de la moralidad europea, ha sabido siempre que la comunidad política ha de permitir a sus ciudadanos redimirse de sus errores o excesos pasados, pero tampoco han sido infrecuentes los ejemplos más cercanos. Pensemos, por ejemplo, en los excesos verbales en la prensa fascista de aquel joven que pasados los años se convirtió en emblema de la socialdemocracia europea: François Mitterrand; o en aquel otro conservador español, escéptico en su juventud con la democracia constitucional y reconvertido más tarde en presidente de todos los españoles y sumo pontífice del culto a la Constitución; por no hablar de guerrilleros y terroristas varios que luego han encabezado movimientos políticos democráticos con un amplio respaldo popular.
La cuestión que uno se plantea estos días es por qué Guillermo Zapata, un activista político que en 2011 utilizó una incipiente red social para intentar hacer humor con cuestiones tan dolorosas como las víctimas del terrorismo etarra o la Shoah, y quien ha manifestado públicamente su arrepentimiento, carece de legitimidad moral para desempeñar el cargo de concejal de cultura del Ayuntamiento de Madrid para el que ha sido designado cuatro años más tarde de los hechos descritos. Para darnos respuesta a esta pregunta conviene antes aclarar previamente dos cuestiones.
La primera de ellas -y también la más obvia- es que hacer bromas sobre la Shoah o las víctimas de ETA puede convertirte en alguien despreciable para muchos ciudadanos, pero en ningún caso te transforma inmediatamente en un etarra o en un nazi. Desde luego, Zapata no lo es, y tenemos parámetros comparativos no muy lejanos para llegar a esa conclusión. Animus iocandi en las dianas terroristas había poco.
En segundo lugar, por mucho que se empeñen algunos, como el profesor Antonio Elorza, los chistes sobre la Shoah o Irene Villa no constituyen un exponente del denominado “discurso del odio”, más allá de que sean susceptibles –que lo son– de provocar un profundo dolor a quienes son objeto de los mismos. El discurso del odio presupone una forma de expresión deliberadamente amenazante y denigrante para los miembros de una comunidad vulnerable, pensada, en último término, para promover el odio contra ellos. Para que nos entendamos, un ejemplo de discurso del odio sería pasear con uniformes nazis y esvásticas por delante de una sinagoga. Creo que entre eso y el desafortunado uso del humor que se juzga en esta ocasión cualquiera puede ver la diferencia.
Desde luego la discusión de hasta qué punto las palabras pueden delinquir no puede ser abordada en este artículo, pero creo que no está de más recordar que las bromas de Zapata no sólo no eran constitutivas de delito a la luz del código penal vigente en el momento en el que fueron publicadas, sino que tampoco lo son a la luz del 510 del código penal actual, a no ser que uno desconozca las exigencias derivadas de la libertad de expresión garantizada en el artículo 20 de la Constitución a la hora de interpretar este tipo penal.
A Zapata, por lo tanto, no se le pide abandonar su cargo municipal por haber cometido un hecho ilícito, ni siquiera por haber utilizado un discurso extremo que incite al odio; su mácula irredimible es haber cometido una inmoralidad en un espacio público como es el de una red social. Sin duda, como escribía Vigalondo, Zapata está penando la ineptitud generacional a la hora comprender que una red social como twitter no es un espacio de interacción privada con dimensión pública, sino un espacio genuinamente público que niega el propio concepto de privacidad. Pero más allá de esto, el caso Zapata ha puesto de manifiesto los implacables instrumentos que poseen hoy los puritanismos de todo tipo, dispuestos a ajustar cuentas retrospectivas al amparo de los tsunamis inquisitivos que se gestan en las redes sociales y frente a los cuales, no sólo el afectado, sino también cualquier disidente, solo puede tomar la prudente decisión de callar.
No debemos olvidar, en este sentido, la propia responsabilidad que la izquierda de la que Zapata procede ha tenido en esto, y valdría la pena, en alguna ocasión, reflexionar sobre cómo algunos fervorosos defensores de la presunción de inocencia y la reinserción, desempeñan luego un implacable sadismo cibernético con el objetivo de dar la mayor visibilidad pública y permanencia en el tiempo a los errores ajenos. Del mismo modo, el caso Zapata nos ilustra también sobre una nueva y perturbadora confusión entre las responsabilidades que uno debe asumir como político por el ejercicio de sus funciones -o por unas meras declaraciones desafortunadas- y las limitaciones que un ciudadano ha de asumir por sus errores pasados de cara a participar plenamente en la vida política.
Pero sobre todo, el caso Zapata nos invita a plantearnos una cuestión más profunda. Cuando se discute jurídicamente sobre el derecho al olvido, se obvia en muchas ocasiones la conexión moral que éste tiene con un valor medular de la dignidad de la persona como es el libre desarrollo de la personalidad. Salvo que uno se haya criado en la placidez puritana de El Bosque de Night Shymalan, para sobrevivir a los accidentes de la libertad ha tenido alguna vez que olvidar y que reinventarse. Hoy las huellas digitales que toda persona deja hacen mucho más difícil este olvido y con ello, en muchos casos, más estrecha nuestra libertad. Por este motivo, si lo que Zapata quería era ser ejemplar y contribuir con su decisión a una sociedad más libre, lo que tenía que haber hecho era continuar en su cargo, después de haber pedido perdón con la sinceridad que lo hizo, y ganarse el olvido de sus errores con la ejemplaridad de su figura pública. Desde luego, no todos los energúmenos llegan a ser Muhammad Ali pero una sociedad libre no puede negar a nadie la posibilidad de redimirse. Fue Chesterton quien insistió en la importancia de esto último; no por casualidad él fue también el peor enemigo del puritanismo.
El campeón del mundo de boxeo Muhammad Ali fue un fervoroso seguidor de la nación del Islam, lo que le llevó, en los años de su juventud, a alinearse con posiciones que hoy entendemos aberrantes, tales como la prohibición de los matrimonios interraciales, la reclusión doméstica de las mujeres o la segregación racial del espacio público. Ali también protagonizó episodios llenos de crueldad, como cuando torturó en el ring a Ernest Terrel, un boxeador que se atrevió a llamarle por su antiguo nombre, Cassius Clay, y a quien golpeó sin dejarlo caer al suelo durante quince asaltos; o como cuando abusó de su inteligencia para caricaturizar ante el mundo como un gorila a su eterno contrincante Joe Frazier.
Sin duda, este mismo carácter excesivo e irreverente fue el que también hizo de él alguien capaz de irritar como nadie a la conciencia norteamericana, con gestos tan épicos como el de tirar su medalla olímpica al río por despreciar el país al que representaba; decir sentirse un Viet Cong en plena guerra del Vietnam o renunciar a su título y a su gloria por sus convicciones, para volver luego al ring, más viejo y más lento, y ganar de nuevo a todos, desafiando no sólo a la lógica sino sobre todo al poder.