Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La casta universitaria, ayer y hoy
Entre los éxitos de la campaña de Podemos se encuentra la extensión de la categoría de la “casta”. A juicio de sus ideólogos -tesis que comparto-, una de las características del sistema político nacido de la Transición y constitucionalizado en 1978 fue la consolidación de una clase política que ha dirigido los destinos de la sociedad española desde entonces prestando más atención a sus intereses particulares y de clase que a las demandas ciudadanas.
Podrá discutirse la mayor o menor fortuna de este término (otras voces prefieren hablar de corte o régimen), pero difícilmente puede negarse que la casta (los cortesanos o fuerzas del régimen) se ha implantado en todos los espacios de la vida pública y de sus instituciones. Incluido, por supuesto, el universitario.
La llegada de la democracia permitió que se abrieran algunos canales de participación democrática en la universidad, pero no varió sus tradicionales estructuras de poder. Al igual que en la judicatura, la policía o la política, en la universidad no hubo una depuración significativa en los núcleos de poder, con lo que no se produjo el necesario cambio en las culturas o formas de actuación de las propias de la dictadura a las que deberían presidir un sistema democrático. Así, las relaciones profesionales y académicas siguieron rigiéndose por los tradicionales (léase feudales) canales de ordenación del poder universitario: las pomposamente llamadas “escuelas”. Entiéndase por tales aquellos grupos -dirigidos por uno o varios catedráticos y fuertemente jerarquizados- que controlaron y todavía controlan buena parte de la carrera académica de sus integrantes y, por ende, de la entrada, promoción o defenestración de quienes trabajan en la universidad. Por poner un símil conocido en la jerga universitaria, cada escuela maneja su entorno como si de un cortijo se tratara.
El tiempo no ha hecho sino consolidar esta estructura de dominación, que hace que la carrera profesional de un docente o investigador universitario dependa en gran medida de su mayor o menor fidelidad a una escuela; y, por otro, del poder que esta última llegue a tener en los núcleos de decisión del mundo académico, es decir, en los rectorados, consejerías autonómicas de educación y ministerios del ramo. Cuanto mejor colocada esté una escuela en estos espacios, es decir, cuanto más sintonice con el poder político de turno, más posibilidades tendrá de extenderse.
Los cambios acaecidos en los últimos años en la universidad española no han servido para revertir esta dinámica. Ni la reforma de los planes de estudios del llamado “plan Bolonia”, ni la introducción de la lógica empresarial, ni la institucionalización de un discurso sobre la búsqueda de una presunta “excelencia” de la que hasta ahora parecían carecer los campus españoles han implicado un cambio radical en el viejo statu quo universitario. Más bien al contrario. Han supuesto un reforzamiento del poder de quienes ya lo tenían.
Como muestra, un ejemplo. A resultas de la tan cacareada excelencia, los últimos Gobiernos (aquí, una vez más, sin que se atisben grandes diferencias entre los del PP y del PSOE) han ido progresivamente concediendo mayores competencias a la hora de certificar y acreditar la calidad de currículos de profesores, proyectos de investigación o planes de estudio a organismos pretendidamente independientes del poder político que adoptan la estructura de agencias. Éstas -como la ANECA, en el ámbito estatal- son las que acreditan, por ejemplo, si un profesor ayudante puede promocionar y acceder a una categoría contractual superior o a la categoría funcionarial de profesor titular; o si este tiene la “calidad” suficiente para concursar a una plaza de catedrático. Sin su placet esta promoción no es posible.
Pues bien, ¿cómo funcionan las agencias de acreditación de la calidad universitaria? A pesar de la imparcialidad, neutralidad e independencia de las que suelen presumir quienes las diseñan o dirigen, lo cierto es que estos rasgos suelen brillar por su ausencia en la práctica. No en vano están dirigidas por el poder ejecutivo (poca independencia pueden tener a partir de ahí), quien designa sus cargos directivos y distribuye no pocos de sus puestos decisivos entre sus “afines”. Son pues una plaza a conquistar por esas escuelas de las que hablaba anteriormente, cuyos jefes llaman a la puerta de sus colegas en el poder y pugnan por colocar el mayor número de peones en ellas.
Así se explica, por ejemplo, que en estos últimos años de gobierno del PP el Opus Dei esté acumulando todavía más poder en la universidad española: sus miembros ocupan puestos de enjundia en los lugares donde se toman las decisiones sobre quién accede o promociona en la carrera académica y quién se queda fuera; qué proyectos de investigación se financian y cuáles se rechazan; o qué planes de estudios de grado y postgrado se implantan y cuáles se desechan. En este último caso, normalmente, por no ajustarse a las “necesidades del mercado”; otro de los mantras que presiden la vida universitaria. En suma, el control sobre la actividad universitaria es cada vez más férreo y absoluto, ya que se trata del control sobre quién y qué enseñanzas se imparten o qué investigaciones se financian.
Ante este panorama no debería extrañarnos que la universidad sea un espacio ajeno a la actividad sindical, es decir, uno de los espacios laborales menos permeables al control sindical que existen en la actualidad. En este contexto tampoco ayuda la extensión acrítica (e incluso consentida desde voces que se dicen de izquierdas) de figuras como la del “profesor honorífico”, mediante la cual los rectores que la han implantado en sus universidades han alcanzado el sueño del más rancio capitalismo: que la gente realice una prestación laboral como es la de dar clase sin cobrar un euro.
Todo ello, además, en un marco general en el que la tendencia a acomodarse en los cargos universitarios es grave y preocupante. Aunque la vigente legislación universitaria establece un principio general de limitación de mandatos a dos, este principio se puede sortear fácilmente mediante la fórmula de ir saltando de cargo en cargo. De ahí que no sea infrecuente encontrar personas que llevan la friolera de veinte años ocupando un cargo universitario, uno tras otro, de manera ininterrumpida. La perpetuación en el poder es, por cierto, otra de las características que definen la categoría de la casta.
Pero no debemos resignarnos a este esquema. Entre la “universidad cortijo” y la “universidad empresa” -ambas especies de un mismo género- existe otro modelo. Es ese modelo el que debemos aspirar a construir entre todas las personas que componemos la comunidad universitaria: alumnado, personal de administración y servicios y profesorado. La universidad no debe quedar al margen del espíritu democratizador, inclusivo y constituyente del 15-M que preside hoy las demandas ciudadanas. Quienes creemos y defendemos una universidad pública, transmisora de conocimientos, escuela de ciudadanía y crítica con el poder debemos ponernos a ello con urgencia.
Este curso que ahora iniciamos es decisivo: al ciclo electoral que comenzará en mayo y terminará presumiblemente con las elecciones generales de otoño de 2015 se suman las elecciones a rector que se celebrarán en no pocas universidades en este mismo periodo. Y en estas últimas tenemos que evitar que ganen y manden los de siempre, los que vienen gobernando la universidad española con prácticas escasamente democráticas desde hace ya demasiado tiempo.
Entre los éxitos de la campaña de Podemos se encuentra la extensión de la categoría de la “casta”. A juicio de sus ideólogos -tesis que comparto-, una de las características del sistema político nacido de la Transición y constitucionalizado en 1978 fue la consolidación de una clase política que ha dirigido los destinos de la sociedad española desde entonces prestando más atención a sus intereses particulares y de clase que a las demandas ciudadanas.
Podrá discutirse la mayor o menor fortuna de este término (otras voces prefieren hablar de corte o régimen), pero difícilmente puede negarse que la casta (los cortesanos o fuerzas del régimen) se ha implantado en todos los espacios de la vida pública y de sus instituciones. Incluido, por supuesto, el universitario.