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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Breve contracatálogo de derechos humanos

En una época de graves desigualdades económicas y sociales, de predominio de las estructuras oligárquicas del poder, de fanatismos que exaltan la violencia, los derechos humanos parecen haberse convertido en un eslogan vacío de contenido. En este contexto, dice César Baldi, se hacen urgentes nuevos ejercicios de imaginación jurídica. Ejercicios críticos con la retórica humanitaria que asocia los derechos humanos al imperialismo, a la guerra, a la supremacía blanca, etc., que despierten las conciencias adormecidas y que frente al pesimismo del “No hay alternativa” neoliberal afirmen la esperanza del “Sí se puede”. Ejercicios creativos de apertura a la infinita diversidad de lo humano, a la igualdad de género, al ecologismo, a la democracia radical y, en definitiva, a los retos que plantea el mundo en las primeras décadas del siglo XXI.

La imaginación puede funcionar como catalizador de energías liberadoras. No se trata de una facultad mental anclada en lo ilusorio. Es fuerza creadora, potencia magmática capaz de hacer saltar los cerrojos del pensamiento y vislumbrar indicios de otros mundos posibles. Dice de ella Castoriadis: “Es creación incesante y esencialmente indeterminada de figuras, formas, imágenes. Lo que llamamos ‘realidad’ y ‘racionalidad’ son obras suyas”.

¿Acaso hay creación humana consciente que no haya pasado antes por la imaginación? ¿Hasta qué punto la crisis de las formas de emancipación que padece Europa esconde una alarmante falta de imaginación social y política? ¿No será que en momentos de crisis, como dijo Einstein, “la imaginación es más importante que el conocimiento, porque el conocimiento es limitado, mientras la imaginación engloba el mundo entero, estimulando el progreso”?

Los derechos también son un asunto de la imaginación. Hay que reinventar los derechos humanos para que abracen lo imaginado, lo soñado. La imaginación nos brinda la posibilidad de alumbrar creaciones jurídicas capaces de expandir simbólicamente el horizonte de los derechos humanos, llevándolo más allá de sus límites para reivindicar derechos marginados o ausentes del discurso oficial. Son derechos a contracorriente porque, frente a una realidad que se presenta como inevitable, impulsan la transgresión de regularidades establecidas a través de la crítica, la rebeldía, la esperanza y el sentido de posibilidad. Entre ellos pueden mencionarse los siguientes:

El derecho a soñar. Dice Ernst Bloch que el ser humano es un hábil tejedor de “sueños diurnos” que anticipan un futuro mejor. Los sueños diurnos cumplen una función exploratoria e inconformista. Reclamar el derecho a soñar del que habla Eduardo Galeano es imprescindible en un sistema que pretende convertirnos en zombis hipnotizados. El capitalismo nos priva de nuestro tiempo, explota nuestro cuerpo y compra nuestra energía a cambio de un salario. Pero no le basta. Quiere la falta interesada de sueños. Por ello fuerza a los individuos a utilizar la imaginación como medio de evasión y les inculca que para sobrevivir deben usarla en beneficio propio, haciendo que se vuelvan cada vez más individualistas y competitivos. Lo dijo Shakespeare hace varios siglos y conviene no olvidarlo: “Estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños”. No podemos permitir que nuestros sueños (de pan, de justicia, de solidaridad, etc.) se conviertan en un catálogo de frustraciones y miedos funcionales al capitalismo. En una cabeza llena de miedos, los sueños se tornan pesadillas. Como dice la canción de Els Catarres: “La fuerza de los sueños es el arma de los rebeldes”.

El derecho a la existencia. En su célebre discurso “Sobre las subsistencias” (1792), Robespierre defiende el “derecho a la existencia” como el primero de los “derechos imprescriptibles”. Republicanos como él creían que quienes no tenían garantizado este derecho por carecer de propiedad no eran libres en la sociedad civil, pues se encontraban en una posición de dependencia que los convertía en propiedad de otro. El derecho a la existencia apunta a la necesidad de garantizar públicamente una base material y social que permita a las personas ser dueñas de sí mismas, proporcionándoles recursos mínimos de subsistencia en forma de trabajo u otros derechos sociales. En esta dirección apunta la propuesta de una renta básica universal que, integrada en un programa más amplio de combate al capitalismo, posee una dimensión emancipadora.

El derecho a la pereza. No consiste en un elogio gratuito de la indolencia, sino en un envite contra lo que Paul Lafargue, en su manifiesto de 1883, califica de “extraña locura”: “Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole”. Lo que subyace es una dura crítica al capitalismo de la época (salarios ínfimos, jornadas extenuantes, explotación de mano de obra infantil, etc.) y la reivindicación del tiempo libre para la clase obrera. Más allá de esta posición, también se cuestionan los cimientos de la glorificada cultura del trabajo, que en palabras de Marx concibe al ser humano como una “simple máquina para producir riqueza ajena”, y en la cual la pereza se considera un vicio execrable: “Los deseos del perezoso le matan, porque sus manos rechazan el trabajo”, se afirma en Proverbios (21, 25).

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) reconoce el derecho al descanso y al tiempo libre (art. 24), por lo que las actuales luchas se encaminan hacia conquistas como la reducción de la jornada laboral, el adelanto progresivo de la edad de jubilación o el aumento del periodo de vacaciones. Pero en un contexto donde el capitalismo, el productivismo y los valores del mercado son hegemónicos, el derecho a la pereza no es una aspiración plenamente realizable. Sin embargo, contiene un potencial crítico que sacude una cultura que identifica pereza con improductividad y permite luchar por un mundo más allá del trabajo donde el ocio, como dice André Gorz, no es una calamidad, sino una noble conquista de la humanidad.

El derecho a la paz. La paz no es la mera ausencia de guerra ni un estado de paradisíaca armonía social. Es un proceso frágil e incierto, imperfecto, como explica Francisco Muñoz, que transforma violencias en formas de convivencia democrática.

Se avecinan tiempos duros en los que construir alternativas de paz frente a la lógica bélica y al régimen policial que se está implantando en Europa. Tras los atentados en París, el presidente Hollande declaró que el ataque fue un “acto de guerra” cometido por un ejército terrorista. Al igual que Bush en 2001, Hollande señaló su determinación de luchar contra el terrorismo utilizando una retórica belicista (“Nuestra lucha será implacable”, “Francia está en guerra”) que anticipa la respuesta que vendrá. Si los ataques son presentados ante la opinión pública como un acto de guerra, la respuesta militar pasa a ser la opción por defecto y el estado de emergencia deja de ser una violación de la Constitución para convertirse en refuerzo y complemento de la misma. Las consecuencias son de sobra conocidas: vidas arrasadas, “daños colaterales”, negocio armamentístico, neocolonialismo, islamofobia, medidas preventivas, militarización de la policía, restricción de derechos, etc. Parafraseando a Tácito, crearán un desierto y lo llamarán paz.

El derecho a la democracia. Democracia es la palabra más humillada, abusada y empobrecida de todas las palabras políticas. Palabra, por cierto, no consagrada en el artículo 21 de la DUDH, que remite al derecho de toda persona a “participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos”. Pero reconocer la participación popular como derecho humano no implica avanzar necesariamente hacia formas de democracia real que superen las prácticas de representación y participación toleradas por el capitalismo, que sean la expresión de un poder instituyente desde abajo y, sobre todo, el resultado de un aprendizaje continuado que, como señala Boaventura de Sousa, transforma relaciones de poder en relaciones de autoridad compartida.

Para generar un horizonte común de expectativas y posibilidades, hay que plantear como sueño colectivo estas y otras aspiraciones emancipadoras eludidas por la política institucionalizada. Gandhi escribió: “A diario se ven cosas con las que nunca se habría soñado, lo imposible se hace cada vez más posible”. Tal vez tenía razón y lo que hoy es un ejercicio de imaginación mañana sea una realidad en la teoría y la práctica de los derechos humanos.

En una época de graves desigualdades económicas y sociales, de predominio de las estructuras oligárquicas del poder, de fanatismos que exaltan la violencia, los derechos humanos parecen haberse convertido en un eslogan vacío de contenido. En este contexto, dice César Baldi, se hacen urgentes nuevos ejercicios de imaginación jurídica. Ejercicios críticos con la retórica humanitaria que asocia los derechos humanos al imperialismo, a la guerra, a la supremacía blanca, etc., que despierten las conciencias adormecidas y que frente al pesimismo del “No hay alternativa” neoliberal afirmen la esperanza del “Sí se puede”. Ejercicios creativos de apertura a la infinita diversidad de lo humano, a la igualdad de género, al ecologismo, a la democracia radical y, en definitiva, a los retos que plantea el mundo en las primeras décadas del siglo XXI.

La imaginación puede funcionar como catalizador de energías liberadoras. No se trata de una facultad mental anclada en lo ilusorio. Es fuerza creadora, potencia magmática capaz de hacer saltar los cerrojos del pensamiento y vislumbrar indicios de otros mundos posibles. Dice de ella Castoriadis: “Es creación incesante y esencialmente indeterminada de figuras, formas, imágenes. Lo que llamamos ‘realidad’ y ‘racionalidad’ son obras suyas”.