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Corrupción y justicia en España

La corrupción en España parece extremadamente difícil de erradicar. No basta la investigación policial y persecución penal caso por caso. Concurriendo agentes políticos de signo diverso, como el popular, el socialista o el nacionalista catalán, los casos no resultan ocasionales ni desconectados, sino replicantes y hasta sistémicos. Hay en el sistema elementos que alimentan la corrupción. Por mucho que se procese y condene a gente corrupta, la justicia resulta inoperante si lo que de verdad se persigue es extirpar la infección. Hace falta la vacuna enérgica de una política comprometida con la rendición íntegra de cuentas. Pero también se necesita otro tipo de justicia.

Hay precedentes de justicia activada frente a fenómenos de fuerte y resistente delincuencia colectiva, como el de las mafias clásicas, poniendo en juego principios y procedimientos un tanto distintos a los habituales. Lo ilustraré con un caso extremo y, por ello, más elocuente, el de la justicia de la última posguerra mundial frente a los crímenes nazis o frente al monstruoso crimen contra la humanidad que fue en sí el nazismo. No me voy por la tremenda como espero que enseguida se compruebe.

Ante las limitaciones que suponen las ideas y prácticas tradicionales de individualidad, tipicidad, legalidad e irretroactividad en la justicia penal para la persecución de delincuencia tan masiva, los tribunales militares que juzgaron crímenes nazis en la inmediata posguerra acudieron, con relativo éxito, a planteamientos que impidieran la impunidad, entre ellos el de considerar la existencia de un delito colectivo que permitiera condenas individuales sin necesidad de que se probara la comisión personal de crímenes o ni siquiera la complicidad activa.

El Tribunal Militar Internacional de Nuremberg anduvo todavía tímido tomando en consideración un delito de “conspiración” que sólo facilitaba la condena de dirigentes y que aún necesitaba la prueba de la participación personal en la conjura. Los tribunales militares estadounidenses (no los británicos ni los soviéticos ni los franceses) dieron un paso más al adoptar la categoría de “designio en común” que alcanzaba a todos los agentes nazis, de la cúpula a la base, y que permitía condenar sin pruebas de participación personal en crímenes concretos. Se procesó incluso a guardias de torres de vigilancia de campos de exterminio cuyo interior no habían pisado bajo el supuesto de la inverosimilitud de que desconociesen las atrocidades que dentro se cometían. Participaban del designio delictivo aunque no fueran parte en programación ni ejecución de crímenes.

Aplíquese la doctrina a unas cúpulas en España: a los dirigentes del partido gobernante entre los años ochenta y noventa, el socialista, que no sólo se manejaron y acomodaron entre episodios de gran corrupción, sino que también fomentaron las acciones de un terrorismo antiterrorista con la subsiguiente desviación de recursos públicos, o bien aplíquese a los dirigentes actuales del partido de gobierno, el popular, quienes conviven con los casos más graves de corrupción política entre los conocidos de la España posfranquista. Si no se prueba que los unos ordenaron asesinatos y secuestros o que los otros han organizado tramas de corrupción, baste para una condena la evidencia de que conocieron los delitos y no reaccionaron en modo alguno adecuado, ni siquiera retirándose dignamente.

“El Estado también se defiende en las cloacas” declaró un presidente del gobierno para justificar crímenes y otros estragos, de lo que nunca ha debido responder ante la justicia. ¿Otra justicia entonces? No se diga que atentaría contra los principios constitucionales en el orden penal. Ante grandes males de criminalidad organizada, remedios suficientes de justicia eficaz. El resto es coartada, impunidad y resignación a la corrupción. Tampoco se diga que constituiría una “causa general”, el manido argumento que se interpone contra la investigación a fondo de la corrupción. La “Causa General” fue una iniciativa franquista al servicio de la cobertura de persecución, no de la consecución de justicia. Es una comparación infame.

Guardándose todas las distancias, actívese el protocolo antinazi. Así, demostrada por investigación general la existencia de corrupción organizada, no sólo la participación, sino la mera relación de interés provechoso de cualquier modo, no necesariamente económico, habría de bastar para la condena individual, cuando menos, al ostracismo político, una inhabilitación vitalicia. ¿Qué esto ha de tipificarse mediante ley previa? Hágase. Y aprovéchese para habilitar al efecto jurados ciudadanos de acusación y veredicto. Podría ser una justicia más garantista que la actual. Y resultaría dotada de la virtud adicional de obligar a los partidos afectados a refundarse en serio.

Me he referido intencionadamente a la España posfranquista pese a los años transcurridos desde el fenecimiento de la dictadura. La recurrencia de la corrupción puede que tenga bastante que ver con la forma como se transitó entre régimen franquista y sistema constitucional. El franquismo fundó un nuevo Estado sobre cimientos de crímenes contra la humanidad y múltiples formas de pillaje. En cuanto a orígenes, no está tan fuera de lugar el término de comparación nazi.

Del franquismo no importan ahora tanto unos tiempos de despojo y parasitismo favorecidos, primero, por la guerra y, a continuación, por una economía intervenida entre la autarquía política y el estraperlo social. Importan hoy en mayor medida unos tiempos de aparente normalización sin solución de continuidad desde finales de los años cincuenta. Desde entonces se desarrollaron ordenamientos y políticas de legalidad y justiciabilidad cuyas limitaciones sirvieron para ocultar el mantenimiento de una economía parasitaria de la política, el caldo de cultivo de la corrupción opaca. La falta de libertades o, dicho mejor, la criminalización de su ejercicio contribuía a la opacidad y a la impunidad. En el franquismo, la corrupción era el régimen.

¿Cómo es que, llegada la transición, se consideró que sólo era necesaria en el ámbito institucional político, como si el franquismo no hubiera sido perverso por igual en el económico? Lo mismo que se emprendió la constitucionalización de la política, ¿cómo no se afrontó la desparasitación de la economía? Hay empresas importantes en España cuyo despegue procede del franquismo, incluso del trabajo esclavo de presos políticos en la primera posguerra, la máxima expresión del parasitismo económico. La mayoría prosperó en el campo abierto, sin necesidad ni siquiera de puertas giratorias, entre la política y la economía durante la dictadura. ¿Cómo se dio todo ello por normal en el momento de transición hacia un sistema constitucional? La respuesta toca al carácter de este tránsito, a la manera como se le controló para que no se pusiera en riesgo lo más sustancioso de la herencia franquista.

No hubo pacto de silencio como suele luego decirse. Se bastó la Constitución al limitar por el llamado derecho al honor, además de por la ley, libertades como la de pensamiento, la de información, la de comunicación, la de creación artística y la de investigación científica (art. 20.4). En defensa del honor franquista, la acción de la justicia cercenó con prontitud y dureza el periodismo y el documentalismo de investigación sobre los crímenes del franquismo. Al cabo de los años, ya en el siglo XXI, el Tribunal Constitucional forzó la Constitución para situar netamente por encima del derecho a tal honor las libertades de información, comunicación e investigación.

El remedio de la neutralización del derecho franquista al honor llegó tarde. El daño estaba hecho. Para los historiadores quedó la historia del franquismo y para la ciudadanía, la leyenda de la transición afianzada mientras tanto. De la historia de la corrupción posfranquista sabemos con todo la mínima. Lo conocido es la punta del iceberg. Salvo por lo que respecta al estraperlo, no hay estudios sobre la trayectoria de la economía en tiempos franquistas desde la perspectiva del parasitismo y la corrupción ni sobre su prosecución cual guadiana que corre subterráneo hasta hoy.

Hay caudal de corriente bajo la superficie. La transición entre régimen franquista y sistema constitucional lo encauzó a raudales mediante canales transversales entre los partidos principales. No hubo división entre una derecha representante del franquismo social y una izquierda encarnando el antifranquismo político. Hubo connivencia en la cumbre. Todos por supuesto no fueron ni son corruptos. La mayoría estuvo y está en la posición de los guardias de vigilancia en las torres del campo. No la culpabilidad, pero sí la impunidad es la misma que la de los corruptos y corruptas.

El campo es ahora el de una política secuestrada por la economía de fácil instalación en España como heredera al cabo del franquismo tardío. Habrá corrupción sistémica mientras no rescatemos a la política. Me pregunto si podremos.

La corrupción en España parece extremadamente difícil de erradicar. No basta la investigación policial y persecución penal caso por caso. Concurriendo agentes políticos de signo diverso, como el popular, el socialista o el nacionalista catalán, los casos no resultan ocasionales ni desconectados, sino replicantes y hasta sistémicos. Hay en el sistema elementos que alimentan la corrupción. Por mucho que se procese y condene a gente corrupta, la justicia resulta inoperante si lo que de verdad se persigue es extirpar la infección. Hace falta la vacuna enérgica de una política comprometida con la rendición íntegra de cuentas. Pero también se necesita otro tipo de justicia.

Hay precedentes de justicia activada frente a fenómenos de fuerte y resistente delincuencia colectiva, como el de las mafias clásicas, poniendo en juego principios y procedimientos un tanto distintos a los habituales. Lo ilustraré con un caso extremo y, por ello, más elocuente, el de la justicia de la última posguerra mundial frente a los crímenes nazis o frente al monstruoso crimen contra la humanidad que fue en sí el nazismo. No me voy por la tremenda como espero que enseguida se compruebe.