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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Corrupción y nueva política

En 1917, un conocido republicano de Tortosa comparaba la forma de actuar de un ministro de la restauración borbónica española con uno de la república francesa. El primero, aseguraba, se muestra en público con toda la pompa posible, rodeado de personajes poderosos e influyentes. Habla con ellos en tono solemne y pronuncia discursos inflamados dirigidos a despertar la admiración de unos auditorios que lo aplauden aunque no lo entiendan. Para conocer las necesidades y angustias del pueblo suele preguntar a los millonarios, oligarcas y aristócratas que lo rodean. Si sale en un retrato de grupo, no hace falta que el fotógrafo lo marque con una cruz para saber quién es: su pose lo delata. El ministro republicano, en cambio, viste de forma modesta y no le gustan las cortes de aduladores. Huye de la retórica grandilocuente, viaja en los vagones de clase popular del tren, busca la compañía de los obreros, de los campesinos, de los pequeños industriales, intenta conocer sus necesidades e inquietudes y entender las causas de sus quejas.

Leída desde el presente, la descripción mantiene bastante vigencia. La V república francesa, ciertamente, es todo menos objetdo de emulación. Pero el régimen vinculado a la monarquía borbónica sigue siendo, más de un siglo después, fuente de privilegios y miserias similares a los que lo caracterizaron en el pasado. La mayoría de casos de corrupción que hoy salen a la luz, en efecto, afectan a la Corona, a las cúpulas de los principales partidos que le han dado apoyo –del PP al PSOE, pasando por CiU– y al poder financiero-constructor-inmobiliario que los ha propiciado. Algunos de estos comportamientos fraudulentos no se conocían. Muchos otros fueron acallados o tolerados por los gobiernos de turno, pero también por la prensa y por los jueces en la etapa de la exuberancia irracional del dinero y del enriquecimiento fácil. El estallido de la crisis ha contribuido a que afloren, y en un contexto de aplicación descarnada de políticas antisociales, los está convirtiendo en blanco de la indignación ciudadana.

Al igual que ocurrió durante la primera restauración borbónica, esta degradación institucional está generando una creciente demanda de refundación de la política, sobre todo a partir de la aparición de movimientos como el 15-M. Los propios protagonistas del régimen surgido de la transición son conscientes de este reclamo y llevan tiempo ensayando su cambio de piel a través de anuncios “regeneracionistas”. La imposición -sin referéndum- de una monarquía rejuvenecida y menos propensa al exhibicionismo, la repentina preocupación del PP por la transparencia o el intento del president Artur Mas de presentar el fraude del clan Pujol como una cuestión privada y familiar, ajena a la experiencia de los gobiernos de CiU y de sus aliados en Madrid, se inscriben dentro de esta estrategia.

Y no solo eso. En muchos casos, este regeneracionismo gatopardista, partidario de cambiar algo para que todo permanezca igual, suele presentarse como una apuesta por la eficiencia administrativa y por la desprofesionalización de la política. Cuando el PP de Castilla La Mancha planteó reducir a la mitad el número de diputados autonómicos y eliminar sus salarios aseguró que lo hacía para eliminar a los “vividores de la política” y a los que solo querían “apoltronarse en un escaño”. Su objetivo, sin embargo, era el de las oligarquías económicas de toda la vida: impedir la presencia institucional de fuerzas alternativas y hacer de la política un coto exclusivo de quienes ya cuentan con recursos y patrimonio suficientes (a sabiendas, por otro lado, de que quien quiere enriquecerse con la función pública no lo hace con los salarios). Lo mismo ocurre con otras iniciativas como la laminación de la autonomía local o la supuesta “elección directa de los alcaldes”. Se trata de medidas que suelen presentarse como cruzadas contra la ineficiencia y el despilfarro político. Su objetivo real, no obstante, es bien distinto: consolidar las propias cuotas de poder, favorecer a los grupos privados y evitar la irrupción electoral de competidores indeseados.

Como ha ocurrido en otros momentos de la historia, muchos de los temas planteados por el regeneracionismo gatopardista guardan un cierto aire de familia con iniciativas imprescindibles para la existencia de una auténtica ruptura democrática con el actual régimen de poder. Eliminar los privilegios salariales de los representantes y la acumulación innecesarias de cargos, desburocratizar el funcionamiento de las administraciones públicas, son medidas esenciales para evitar la formación de castas profesionalizadas y para alumbrar una nueva forma de hacer política. Sin embargo, la corrupción rampante y la degradación de la vida institucional de las últimas décadas tiene que ver, sobre todo, con cuestiones que el actual régimen partitocrático no parece dispuesto a acometer: la limitación drástica de la financiación de los partidos y de sus fundaciones por parte de grandes empresas o bancos privados; la garantía de una financiación pública suficiente, transparente y no excluyente; la disminución de los gastos electorales; el bloqueo de las llamadas puertas giratorias; la fiscalización estricta del patrimonio de los cargos públicos; el impulso de una justicia diligente y eficaz en el tratamiento de las grandes tramas de corrupción o la eliminación de los hoy frecuentes indultos a políticos, empresarios y banqueros implicados en ellas.

Muchas voces académicas, sociales y políticas llevan tiempo abogando por estas y otras medidas (basta repasar la comparecencia de hace unos meses en el Congreso de Diputados de Miguel Ongil, de Cuentas Claras, o del profesor de Derecho constitucional Miguel Presno). Y no es casual que Guanyem Barcelona y otras propuestas afines que comienzan a gestarse en el resto del Estado las presenten como un elemento central para la articulación de un movimiento municipalista que propicie nuevas rupturas democráticas, constituyentes.

A diferencia del regeneracionismo conservador y del populismo de derechas, estas iniciativas no pretenden utilizar la consigna de la nueva política como un artilugio retórico para mantener los propios privilegios o como medidas aisladas que puedan adoptarse al margen de otros cambios más profundos. Por el contrario, el principio del que parten es que no hay refundación institucional sin democratización real de la política y que esta última, a su vez, no es posible sin una democratización profunda también de la economía.

Hoy sabemos que de poco serviría limitar mandatos y sueldos de los representantes si al mismo tiempo no se generan propuestas claras para combatir la actual concentración de poder económico, financiero y mediático y para alentar nuevas formas más cooperativas, solidarias y participativas de producir, de trabajar, de consumir y de vivir. Pero también sabemos que ninguna de estas medidas provendrá de instituciones y representantes inamovibles, que no rindan cuentas ante la ciudadanía y que puedan ser comprados por el poder del dinero. De ahí la importancia, como hace un siglo, de la ejemplaridad, de la existencia de mujeres y hombres capaces de trasladar a las instituciones una nueva cultura republicana, austera y honrada, que muestre que es posible hacer política de otro modo. Y de ahí la importancia, también, del establecimiento de controles jurídicos y ciudadanos que recuerden que incluso los más virtuosos, cuando acceden al poder, pueden ceder a la tentación del abuso si no son debidamente fiscalizados.

En 1917, un conocido republicano de Tortosa comparaba la forma de actuar de un ministro de la restauración borbónica española con uno de la república francesa. El primero, aseguraba, se muestra en público con toda la pompa posible, rodeado de personajes poderosos e influyentes. Habla con ellos en tono solemne y pronuncia discursos inflamados dirigidos a despertar la admiración de unos auditorios que lo aplauden aunque no lo entiendan. Para conocer las necesidades y angustias del pueblo suele preguntar a los millonarios, oligarcas y aristócratas que lo rodean. Si sale en un retrato de grupo, no hace falta que el fotógrafo lo marque con una cruz para saber quién es: su pose lo delata. El ministro republicano, en cambio, viste de forma modesta y no le gustan las cortes de aduladores. Huye de la retórica grandilocuente, viaja en los vagones de clase popular del tren, busca la compañía de los obreros, de los campesinos, de los pequeños industriales, intenta conocer sus necesidades e inquietudes y entender las causas de sus quejas.

Leída desde el presente, la descripción mantiene bastante vigencia. La V república francesa, ciertamente, es todo menos objetdo de emulación. Pero el régimen vinculado a la monarquía borbónica sigue siendo, más de un siglo después, fuente de privilegios y miserias similares a los que lo caracterizaron en el pasado. La mayoría de casos de corrupción que hoy salen a la luz, en efecto, afectan a la Corona, a las cúpulas de los principales partidos que le han dado apoyo –del PP al PSOE, pasando por CiU– y al poder financiero-constructor-inmobiliario que los ha propiciado. Algunos de estos comportamientos fraudulentos no se conocían. Muchos otros fueron acallados o tolerados por los gobiernos de turno, pero también por la prensa y por los jueces en la etapa de la exuberancia irracional del dinero y del enriquecimiento fácil. El estallido de la crisis ha contribuido a que afloren, y en un contexto de aplicación descarnada de políticas antisociales, los está convirtiendo en blanco de la indignación ciudadana.