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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Nuestra dignidad no cabe en estos derechos humanos

Los derechos humanos se han convertido en una de las principales banderas de lucha por la dignidad humana. Homenajeados y ultrajados, no hay ningún Estado que no esté retóricamente comprometido con su defensa, pero tampoco lo hay que en la práctica no los vulnere de una manera u otra. Y es que, a lo largo de los 66 años de su proclamación, los derechos humanos han sido invocados para justificar guerras, torturas, exterminios y otras formas de opresión y violencia. En este sentido, han servido (y sirven) de coartada para legitimar situaciones de indignidad (Guantánamo, Gaza, Lampedusa, etc.) y garantizar los privilegios de las élites gobernantes.

¿Será que, en palabras de Boutros-Ghali, los derechos humanos constituyen el “lenguaje común de la humanidad”? ¿O tal vez son un imperativo ético que se ha revelado incapaz de transformar las condiciones de vida que hacen del humano, según Marx, “un ser humillado, esclavizado, abandonado y despreciado”? En varios trabajos, el profesor Joaquín Herrera Flores ha señalado que tras el aparente consenso del que gozan los derechos humanos, se esconde un campo de luchas y antagonismos “que abren y consolidan espacios de lucha por la dignidad humana”. Lejos de ser valores abstractos o normas jurídicas sin contenido, los derechos humanos describen narrativas de resistencia y dinámicas de lucha por la dignidad humana: son procesos históricos heterogéneos que congregan experiencias de empoderamiento social y político para transformar realidades opresoras. Desde esta óptica, se inscriben en un marco de posibilidades que impugnan el poder constituido y afirman el poder constituyente desde abajo.

Para que formen parte de un proyecto colectivo comprometido con los oprimidos, es necesario aprender los derechos humanos con el Sur, como propone Boaventura Santos. “Aprender con el Sur” implica reconocer el sufrimiento de las víctimas causado por el colonialismo, el capitalismo y el sexismo, entre otros sistemas de dominación, así como promover el intercambio recíproco de saberes y experiencias. Esta exigencia apunta a la construcción de una nueva cultura de los derechos humanos pautada por cuatro ejes fundamentales:

Descolonizar los derechos humanos, que significa denunciarlos como expresión de un determinado particularismo occidental que al amparo de principios universalistas sitúa al varón blanco, propietario, cristiano y heterosexual por encima del resto de la humanidad. Es tomar partido por las luchas emancipadoras de mujeres, negros, personas con discapacidad, minorías étnicas y sexuales, indignados en calles y plazas, entre otros grupos subalternos cuyas demandas más elementales a menudo son descalificadas, cuando no automáticamente despreciadas. Es aprender que no existe una sola forma de dignidad humana, sino que se expresa de diferentes maneras según las distintas culturas, religiones y tradiciones de lucha. “Sí se puede”, “¡Ya basta!”, “Kefaya!”, “No nos representan”, karama, “Aturem el Parlament”, satyagraha, “Otro mundo es posible”, ubuntu, poder popular, Sumak kawsay, son consignas y palabras de orden que indican la dirección de algunas de las actuales luchas por la dignidad. Y es también aprender a traducir nuestra rebeldía de manera reconocible para otros lugares del mundo con los que articularse.

Despatriarcalizar los derechos humanos, que quiere decir construir racionalidades no sexistas que luchen contra la violación sistemática de los derechos de las mujeres en la esfera pública y privada, que contribuyan a erradicar las opresiones y discriminaciones machistas y aprendan de la pluralidad de luchas feministas contra los patriarcados: de las mujeres que han estado en la vanguardia contra la mercantilización y la injusticia (centrales en la Primavera árabe o en las campañas contra la privatización del agua en Sudáfrica), de las que desafían la explotación y cosificación del cuerpo humillado y vendido, de las que combaten las vejaciones y exclusiones del mercado en forma de recortes y empleos precarizados, de las que se organizan para tejer solidaridad, reclamar dignidad y construir colectividad.

Desmercantilizar los derechos humanos, que es dejar de considerarlos un lujo subordinado a los dictados del capitalismo, a la austeridad letal, a la extorsión de los mercados, bancos y agencias de calificación, a la deuda ilegítima, la especulación con alimentos, a las políticas de saqueo propias del neoliberalismo, a los imperialismos “humanitarios” que derraman “sangre por petróleo”, etc. Es impedir que la economía capitalista extienda su ámbito hasta arrasar los derechos conquistados. Significa, entre otras cosas, redefinir el papel del Estado para convertirlo en un vehículo que regule el poder casi sobrenatural de los mercados, promueva las economías solidarias, atienda a las reivindicaciones de las clases trabajadoras y populares en términos de justicia y no de caridad, impulse una generación de nuevos derechos (agua, biodiversidad, renta básica de emancipación, etc.) y cree nuevos regímenes de propiedad común orientados a desmercantilizar la salud, la educación, la vivienda y, en definitiva, a fomentar valores y relaciones no mercantiles.

Democratizar los derechos humanos, que es crear vínculos de (re)conocimiento entre las diferentes luchas y lenguajes de la dignidad para construir unos derechos humanos interculturales y solidarios. La dignidad no es un atributo dado. Se disputa en las relaciones sociales, políticas y económicas. Así, “cuando la debilidad de los oprimidos se hace fuerza” (Paulo Freire), estos se hallan en mejores condiciones de afirmar su dignidad rebelde y debilitar el poder de los opresores. Por ello, mientras el amor prohibido de David Kato, los sueños de paz de Rana Zaqout y el coraje de las tantas Malalas de este mundo no quepan en estos derechos humanos, nuestra dignidad plural tampoco puede caber en ellos.

Los derechos humanos se han convertido en una de las principales banderas de lucha por la dignidad humana. Homenajeados y ultrajados, no hay ningún Estado que no esté retóricamente comprometido con su defensa, pero tampoco lo hay que en la práctica no los vulnere de una manera u otra. Y es que, a lo largo de los 66 años de su proclamación, los derechos humanos han sido invocados para justificar guerras, torturas, exterminios y otras formas de opresión y violencia. En este sentido, han servido (y sirven) de coartada para legitimar situaciones de indignidad (Guantánamo, Gaza, Lampedusa, etc.) y garantizar los privilegios de las élites gobernantes.

¿Será que, en palabras de Boutros-Ghali, los derechos humanos constituyen el “lenguaje común de la humanidad”? ¿O tal vez son un imperativo ético que se ha revelado incapaz de transformar las condiciones de vida que hacen del humano, según Marx, “un ser humillado, esclavizado, abandonado y despreciado”? En varios trabajos, el profesor Joaquín Herrera Flores ha señalado que tras el aparente consenso del que gozan los derechos humanos, se esconde un campo de luchas y antagonismos “que abren y consolidan espacios de lucha por la dignidad humana”. Lejos de ser valores abstractos o normas jurídicas sin contenido, los derechos humanos describen narrativas de resistencia y dinámicas de lucha por la dignidad humana: son procesos históricos heterogéneos que congregan experiencias de empoderamiento social y político para transformar realidades opresoras. Desde esta óptica, se inscriben en un marco de posibilidades que impugnan el poder constituido y afirman el poder constituyente desde abajo.