Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Cuando el Estado de Derecho es enemigo de la democracia
El Derecho es la principal garantía de justicia para los que no tienen poder ni riqueza, y especialmente para los desvalidos y los oprimidos. Goethe se equivocaba -y que perdone el gran señor de las letras alemanas y europeas- cuando oponía orden y justicia y optaba por el orden. Y se equivocaba porque uno sin el otro resultan inconcebibles. Orden y justicia se manifiestan y se concretan en leyes, constituciones, estatutos, leyes ordinarias, etc. Pero no del todo. Al menos en países como los europeos y americanos en los que ha arraigado la democracia. Un sistema que se basa en la consideración de que todos, hombres y mujeres que conviven en un país, son libres e iguales.
La democracia es un proceso histórico que ha avanzado mediante luchas sociales y revoluciones políticas. Momentos históricos que han contribuido a progresos decisivos de la democracia han sido las revoluciones inglesa, americana, francesa (principalmente), las revoluciones europeas de 1848, la conquista de derechos sociales promovida por el movimiento obrero y las políticas del “Welfare State” que se desarrollaron después de la Segunda Guerra Mundial. Los avances de la democracia, inspirados por los principios de igualdad y libertad, han sido siempre el resultado de conflictos políticos y del reconocimiento de nuevos derechos. La legitimidad, como exponía recientemente en un interesante artículo Jordi Mir, crea nuevas legalidades. Esta legitimidad existe cuando se dan algunas condiciones: un importante apoyo social, unos valores legitimadores que son propios de todos los momentos históricos citados y que están codificados en tratados internacionales y principios generales del Derecho que un sector de las instituciones políticas y jurídicas reconocen como nuevos derechos.
Ahora bien, la legitimidad solo existe políticamente si estos elementos generan una fuerza política que pueda imponer los cambios. La legalidad deja de ser legítima cuando la mayoría de la población la desconoce. El conflicto entre Estado de Derecho y Democracia está siempre latente. Hay momentos críticos, incluso, en los que sectores importantes de la ciudadanía no reconocen la validez de las leyes, o de algunas leyes, que recortan o reprimen lo que consideran sus derechos.
¿Por qué se da este conflicto? De entrada, porque las conquistas democráticas nunca son completas. A veces, porque se limitan a establecer derechos abstractos, y a veces, porque los poderes fácticos se encargan de frenar sus avances. Por otra parte, la evolución social, económica o cultural hace emerger nuevas necesidades y la demanda de nuevos derechos. Pero sobre todo hay que considerar que las constituciones, debido a su generalidad, se desarrollan mediante leyes, decretos, jurisprudencia y doctrina jurídica. A menudo, este desarrollo pervierte o prescinde de unas normas y en cambio prioriza otras que pueden vulnerar derechos básicos. Esta perversión obedece a causas diversas: por un lado, la fuerza de los intereses y de las ideologías de los poderes dominantes (económicos, mediáticos, etc.); por otro, los intereses corporativos de los representantes políticos que están instalados en las instituciones y que quieren reproducirse ad infinitum en el marco de un sistema que genera oligarquías y exclusiones.
La actual situación de conflicto entre Cataluña y el Estado español es un caso ejemplar de cómo la democracia puede tener en el Estado de Derecho su principal enemigo y cómo los intereses corporativos de las oligarquías políticas se convierten en los principales adversarios del avance democrático. La cuestión ahora no es si Catalunya puede ser independiente o no. Se trata de reconocer si el pueblo catalán tiene derecho a expresarse como sujeto político. El movimiento popular catalán pone en peligro el poder monopólico que hoy está concentrado en manos de una élite política y económica española y de la que participan también algunos clanes catalanes. Estas élites no han defendido ni la democracia ni la Constitución: las han pervertido. Con ello, han perdido su autoridad para exigirnos que respetemos sus sesgadas interpretaciones de la Constitución, de las leyes y de las sentencias del Tribunal Constitucional, que en lugar de promover desarrollos democráticos han puesto en marcha procesos “legales” represivos.
La resistencia catalana va en favor de la democracia en España. Ha evidenciado el carácter de un régimen político profundamente antidemocrático, que no sólo ha llevado a cabo políticas contrarias a los derechos sociales y a las libertades públicas, sino que también ha negado el derecho de los pueblos a expresarse creando una crisis de convivencia perfectamente evitable. Si la Constitución y las leyes actuales son los instrumentos que utiliza el Gobierno español, quiere decir que la democracia hoy se cotejará con este Estado de derecho pervertido que han hecho los dos partidos que se han alternado en el gobierno. Si la regeneración de la democracia y del Estado de derecho se abre camino, será gracias a la irrupción de movimientos sociales renovadores en las instituciones. Las elecciones municipales pueden ser la tumba de un régimen podrido.
El Derecho es la principal garantía de justicia para los que no tienen poder ni riqueza, y especialmente para los desvalidos y los oprimidos. Goethe se equivocaba -y que perdone el gran señor de las letras alemanas y europeas- cuando oponía orden y justicia y optaba por el orden. Y se equivocaba porque uno sin el otro resultan inconcebibles. Orden y justicia se manifiestan y se concretan en leyes, constituciones, estatutos, leyes ordinarias, etc. Pero no del todo. Al menos en países como los europeos y americanos en los que ha arraigado la democracia. Un sistema que se basa en la consideración de que todos, hombres y mujeres que conviven en un país, son libres e iguales.
La democracia es un proceso histórico que ha avanzado mediante luchas sociales y revoluciones políticas. Momentos históricos que han contribuido a progresos decisivos de la democracia han sido las revoluciones inglesa, americana, francesa (principalmente), las revoluciones europeas de 1848, la conquista de derechos sociales promovida por el movimiento obrero y las políticas del “Welfare State” que se desarrollaron después de la Segunda Guerra Mundial. Los avances de la democracia, inspirados por los principios de igualdad y libertad, han sido siempre el resultado de conflictos políticos y del reconocimiento de nuevos derechos. La legitimidad, como exponía recientemente en un interesante artículo Jordi Mir, crea nuevas legalidades. Esta legitimidad existe cuando se dan algunas condiciones: un importante apoyo social, unos valores legitimadores que son propios de todos los momentos históricos citados y que están codificados en tratados internacionales y principios generales del Derecho que un sector de las instituciones políticas y jurídicas reconocen como nuevos derechos.