Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
'Demos', izquierda e independentismo
El procés se ha estrellado, pero ha generado una dinámica de largo recorrido que obliga a pensar en antes y después. Solo es posible orientarse en ella comprendiendo las lógicas diferenciadas que alimentan lo nacional/identitario y el eje izquierda/derecha. Los independentistas de izquierdas consideran que es posible fundir ambas en una sola a pesar de su incompatibilidad. Su concepción de la solidaridad, que sin duda existe, está y estará siempre subordinada a la lógica nacional del demos que pretenden construir: solidaridad quizás, pero solo con los “nuestros” y necesariamente frente a los “no nuestros”, en esencia la misma lógica que la de “America first”: Cataluña first, Galicia first, Euskadi first.
El procés ha demostrado que el voluntarismo institucional no va a permitir nunca alcanzar la independencia y Esquerra ha iniciado un repliegue táctico al que se suma Bildu y, antes o después, también el BNG. Aplicando medidas sociales, apostando por el cambio demográfico y cancelando temporalmente su alianza con las derechas secesionistas, estas fuerzas ensayan un acercamiento a las izquierdas del conjunto de España con el fin de ampliar la base social del independentismo intentando incorporar a sectores populares no nacionalistas castigados por la crisis para iniciar un nuevo procés, esta vez con más apoyo ciudadano y quizás extendido al conjunto de España. Será el momento en el que volverán a su antigua coalición con la derecha secesionista, pues el eje nacional siempre prevalece frente al social cuando el objetivo último es la independencia. Si lo consiguen, será el final de una agenda progresista en España durante varias generaciones.
Unidas Podemos no dispone de una estrategia comparable para el tema territorial. La mayoría de sus dirigentes siguen aferrados a la lectura de la autodeterminación entendiéndola como una cuestión democrática antes que como un problema de definición del demos con capacidad de “decidir”, en definitiva siguen aferrados al dogma supremo de los nacionalistas. Unidas Podemos intenta instrumentalizarlos tácticamente para que les apoyen en sus iniciativas progresistas, una estrategia relativamente normal propia de cualquier escaramuza parlamentaria. Pero la cosa es en realidad al revés, pues son los independentistas los que están instrumentalizando a Unidas Podemos que, al no disponer de una propuesta territorial e identitaria propia, se colocan en una posición de desventaja estructural en el protocolo de las concesiones mutuas.
Quizás sin saberlo, su apuesta intuitiva es la de Azaña en los primos años de la República: los catalanes y vascos tienen derecho a cosas identitarias “blandas” mientras que los “castellanos” se tienen que conformar con conquistar los mecanismos fríos y weberianos de gestión racional del Estado para así poder resistir frente a las cosas “blandas”, siempre abrumadoras, de la derecha españolista. Azaña fue traicionado por los nacionalistas porque ni vascos ni catalanes se conformaban con cosas blandas como él pensaba, sino que su objetivo era y es la construcción de un estado frío y weberiano propio: las “cosas blandas” siempre son la antesala de otras más frías y contundentes.
Las izquierdas españolas, entre las que se encuentran muchos votantes y dirigentes del PSOE procedentes de las zonas más ricas del país, siguen aferradas a este malentendido que les da argumentos para resistir frente a la derecha. Pero no es una estrategia realista pues la derecha se crece siempre con los enfrentamientos entre identidades excluyentes, con lo cual queda neutralizada la ventaja inicial que obtienen las izquierdas de esta clase de alianzas. Unidas Podemos cree que el problema se puede solucionar retóricamente repitiendo “nuestra patria” cada vez que se habla de justicia social y de Constitución. Pero esto es subestimar el peso político de las “cosas blandas”, ignorar que ni el demos español ni ningún otro puede subsistir sin ellas, sin un relato identitario consensuado y coherente que trascienda la retórica. Esta clase de relato no pasa en España por sustituir el nacionalismo lingüístico al norte del Ebro y del Miño por el nacionalismo lingüístico de tiempos pasados sino –entre otras cosas que incluyen la revisión del título octavo– por impulsar una política de pluralismo lingüístico en todo el territorio, un pluralismo que irá fraguando una nueva identidad compartida y esa lealtad imprescindible para construir un todo federal y simétrico inspirado en principios republicanos.
La derecha española ni es inocente ni es ajena a esta dinámica. Su patrimonialización sentimental del demos nacional y sus constantes intentos de expulsar de él a la izquierda como estrategia de defensa de su agenda socioeconómica arrojan a esta última a la orfandad identitaria y, desde ahí, a los brazos de los que diseñan desde hace décadas la destrucción del demos español, la inevitable balcanización de la Península Ibérica. Pero tampoco sirve el sectarismo frente a conservadores y liberales como hacen no pocos progresistas, incluidos los que reivindican hoy una Tercera República. Si, como tarde tras el procés, se hace más y más evidente que hay que inventar una nueva nación de nacionalidades, también liberales y conservadores tienen que participar en el proceso pues representan la mitad del país. Pero así como las izquierdas tienen que aprender a aceptarlos, también estos tienen que aceptar de una vez por todas que a la izquierda del centro-izquierda vive una parte también sustancial del país, y que las opiniones opuestas al neoliberalismo no significan pretender destruirlo. Conservadores y liberales solo tendrían que seguirle los pasos a Adolfo Suárez, que entendió en 1977 que sin la legalización del PCE no era viable una democracia parlamentaria de tipo occidental, y menos aún el demos constitucional que tocaba construir y que toca reconstruir ahora. Antes que insistir en la expulsión de las izquierdas estigmatizándolas de “radicales” –el radicalismo afecta hoy más bien a la ortodoxia neoliberal– la aportación de los conservadores a la refundación del demos común debía ser el arrinconamiento del golpismo ideológico de la ultraderecha, así como el rescate de las tradiciones del humanismo cristiano en beneficio del conjunto del país.
También los liberales tienen que mover ficha redescubriendo su propia tradición humanista –por ejemplo a John Rawls y J. M. Keynes– antes que insistir en el ultraliberalismo antihumanista de Von Hayek o Milton Friedman que, por lo demás, no ofrece solución alguna a los problemas globales que se han agudizado tras las crisis de 2008 y del COVID. Como ha demostrado Thomas Picketty, no hay posibilidad de crear un demos democrático, un orden civilizado y un espacio de identidad compartida sin hablar de solidaridad no solo entre territorios, como conceden al menos formalmente los liberales españoles –no siempre los conservadores– sino también entre clases y grupos sociales. No hay otra forma de asegurar que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos en todo el territorio, y no va a ser posible arrinconar a los independentisas –confesos o no– sin una propuesta sincera de solidaridad tanto interterritorial como también social, pues estamos hablando del tercer fundamento –junto con la igualdad y la libertad– de cualquier demos construido sobre bases civilizadas.
El problema es la cultura del corto plazo, que contrasta con los largos recorridos estratégicos de los nacionalistas y que impide arrostrar el bloqueo secular que sufre la idea de España desde el siglo XIX. Tanto Unidas Podemos hoy como Felipe González o José María Aznar antes que ellos hicieron concesiones estratégicas a los nacionalistas a cambio de apoyos coyunturales. No habría sido grave, como tampoco lo es que Bildu apoye hoy los presupuestos, si detrás hubiera una estrategia realista de construcción de país sobre la que avanzar a medio y largo plazo. Pero esa estrategia no existía ni existe entre los partidos de ámbito estatal sean de izquierdas o de derechas, lo cual les condena a navegar en un pobre “aquí y ahora” mientras otros exploran escenarios para la balcanización pacífica del sudoeste de Europa.
El procés ha generado una dinámica que tiende a reforzar a los independentistas. Pero también puede provocar otra que, por fin, actúe en sentido contrario, pues ha dejado al descubierto el coste del mirar a otro lado o del aferrarse al pasado: la única salida es refundar un demos común y la experiencia de la lucha contra el COVID ha reforzado antes que debilitado el estado de opinión que apunta en este sentido. Tenemos que ponerle fin a la cultura confederalizante a la que ha llevado el desarrollo del actual Título Octavo, basada en la conquista de relaciones bilaterales entre el Gobierno central y los territorios mientras persiste la pelea entre todos ellos debajo de la mesa. En 1978 no se abordó el problema de la identidad común por diferentes razones, pero es imposible crear un espacio federal y solidario sin la construcción de una serie de “cosas blandas” que nos puedan unir a todos, y no solo a catalanes y vascos entre sí como equivocadamente sostuvo Azaña con toda su buena voluntad.
Hay que forjar un gran pacto para la creación de un demos federal, solidario y tendencialmente simétrico del que siempre quedará fuera ese 30% del país que siempre va a oponerse, pero que debería tener capacidad de incluir a todo el resto. Todos los actores interesados en participar tienen que aprender a salir fuera de su zona de confort ideológico en temas identitarios, de la deprimente ceguera, de la cultura del corto plazo. El nuevo demos no solo tendrá que reconocer la pluralidad ideológica sino también la lingüística y cultural del conjunto del territorio, entendida como algo más que la simple suma de sus trozos. Por mucho que hoy parezca utópico e imposible sin serlo en absoluto, es la única solución. Y además encierra una clave: la clave para impulsar el propio proyecto de integración europea, la clave para impulsar cualquier proyecto de construcción multilateral del mundo.
El procés se ha estrellado, pero ha generado una dinámica de largo recorrido que obliga a pensar en antes y después. Solo es posible orientarse en ella comprendiendo las lógicas diferenciadas que alimentan lo nacional/identitario y el eje izquierda/derecha. Los independentistas de izquierdas consideran que es posible fundir ambas en una sola a pesar de su incompatibilidad. Su concepción de la solidaridad, que sin duda existe, está y estará siempre subordinada a la lógica nacional del demos que pretenden construir: solidaridad quizás, pero solo con los “nuestros” y necesariamente frente a los “no nuestros”, en esencia la misma lógica que la de “America first”: Cataluña first, Galicia first, Euskadi first.
El procés ha demostrado que el voluntarismo institucional no va a permitir nunca alcanzar la independencia y Esquerra ha iniciado un repliegue táctico al que se suma Bildu y, antes o después, también el BNG. Aplicando medidas sociales, apostando por el cambio demográfico y cancelando temporalmente su alianza con las derechas secesionistas, estas fuerzas ensayan un acercamiento a las izquierdas del conjunto de España con el fin de ampliar la base social del independentismo intentando incorporar a sectores populares no nacionalistas castigados por la crisis para iniciar un nuevo procés, esta vez con más apoyo ciudadano y quizás extendido al conjunto de España. Será el momento en el que volverán a su antigua coalición con la derecha secesionista, pues el eje nacional siempre prevalece frente al social cuando el objetivo último es la independencia. Si lo consiguen, será el final de una agenda progresista en España durante varias generaciones.