Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Deriva nacionalista española y secuestro del derecho
Una de las consecuencias de la crisis catalana ha sido la hiperinflación jurídica de los discursos políticos y periodísticos. Estado de derecho, soberanía nacional, indisoluble unidad de la nación española… Es difícil encontrar manifestaciones sobre esta crisis que no usen o abusen de términos jurídicos. Los partidos mal llamados constitucionalistas, numerosas instituciones del Estado y especialmente los medios de comunicación apuestan por cargar sus discursos con referencias al derecho y a la Constitución.
Esto debería ser lo normal en una sociedad democrática. Diríase que, finalmente, el derecho como disciplina y como ordenamiento ocupa el lugar que se merece. Mucho me temo que lo que está sucediendo es en realidad una reducción del derecho al legalismo y de la Constitución a las interpretaciones más rígidas de algunos de sus artículos, sin tener en cuenta ni el contexto, ni la función del derecho en las sociedades democráticas. Se ondean artículos de la Constitución como si fuesen preceptos sagrados con una única interpretación posible. Basta con leer la prensa u observar imágenes de manifestaciones recientes para ver cómo se utiliza la Constitución como arma de un proyecto nacionalista español que, además, marca una línea entre un “nosotros” -los que se adhieren a esta interpretación rígida y reaccionaria del derecho- y un “ellos”, unos enemigos, en el que están, estamos, los demás. El derecho parece secuestrado por unos sacerdotes que rechazan una lectura abierta y dinámica del mismo. Se da un uso político del derecho -y en no pocas ocasiones, vulgar- que poco tiene que ver con lo que es un sistema jurídico democrático. Se presentan como indiscutibles y prácticamente como pertenecientes a la naturaleza de las cosas determinadas interpretaciones restrictivas de los derechos por parte de jueces y fiscales, como si estos fueran actores neutros y no personas, en muchos casos, con una visión del derecho contaminada por la política.
Esto da en parte la razón a los que dicen que el problema no es el PP sino el Estado. Es cierto que la deriva restrictiva de derechos y recentralizadora la están ejecutando el Gobierno y también instituciones como el Tribunal Constitucional, la fiscalía, el Tribunal de Cuentas e incluso la Corona. Pero no podemos obviar que el problema está sobre todo en una derecha nacionalista que, con el apoyo del PSOE y medios de comunicación, ha ido transformando la función que a estas instituciones les encargaba la Constitución impidiendo su evolución en sentido democrático.
Pongamos como ejemplo al Tribunal Constitucional. En los años ochenta y primeros noventa el alto tribunal jugó una función muy importante en la defensa de los derechos fundamentales y también de un modelo “federalizante”. Esto hoy puede sonar a fábula, pero bajo la presidencia de Tomás y Valiente, Cruz Villalón o Rubio Llorente aquel Tribunal Constitucional, tan diferente en muchos sentidos del que tenemos hoy, intentó desplegar una cultura jurídica moderna y abierta, que importaba lo mejor de la doctrina extranjera, entre otras, la del Tribunal Constitucional Federal alemán. Eso explica, por ejemplo, un episodio que hoy parece olvidado: el conflicto de los 90 entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. La llamada “guerra de las Cortes” generó tensiones entre ambos órganos por sentencias del Constitucional que, respondiendo a recursos de amparo, anulaban sentencias del Supremo. El conflicto llevó a episodios esperpénticos como la apelación por parte del Tribunal Supremo, en 1994, al poder moderador del rey contra un fallo del Constitucional o que la Sala de lo Civil del Supremo aceptase los argumentos del Constitucional “por imperativo legal” en una sentencia de de 2001.
Algunos constitucionalistas achacaron esas pullas a conflictos de competencias o al poco rodaje del Constitucional. Nadie buscó más allá las causas del proceder del Supremo. Las razones de ese conflicto estaban, creo, en la historia y en la política. Lo que hubo fue un conflicto de culturas jurídicas, un choque entre dos formas de entender el derecho. La nueva cultura constitucional que desarrollaba el Tribunal Constitucional no se construía sobre un campo vacío: el derecho y la cultura jurídica del franquismo incluía formas de entender y aplicar el derecho que no desaparecieron con la publicación de la Constitución en el BOE.
Durante la transición no hubo depuración de la justicia. Como afirmaba hace años Lorenzo Martín Retortillo, continuaron en sus puestos jueces que “gustaron las mieles de los cargos políticos y de libre designación”. Pero tampoco hubo una reforma del sistema de selección y formación de los jueces, basado en la memorización y en la tutela ejercida por jueces más experimentados sobre los candidatos y candidatas.
¿Estoy afirmando que la judicatura y sus componentes son franquistas? No. Pero creo que la falta de depuración y este modelo de selección y formación de jueces, además de fomentar el corporativismo, permiten que las generaciones de jóvenes jueces reproduzcan, por la tutela de sus formadores, formas de entender el derecho que vienen del pasado. Resulta curioso que el único Ministro que propuso una reforma de este sistema, Mariano Fernández Bermejo, fiscal por cierto con experiencia en la lucha antifranquista, recibiese el rechazo de todas las asociaciones de jueces. Quien sabe si no fue ese el origen de la campaña de acoso y derribo que acabó con su dimisión.
Ya no hay guerra de las Cortes. Ya apenas hay desacuerdos entre Constitucional y Supremo. El Tribunal Constitucional ha acabado sucumbiendo a la vieja cultura jurídica que representaba antes el Supremo. La producción del Tribunal Constitucional se resiente de ello y tiene muchas veces un nivel argumental que dista mucho del que tuvo en el pasado.
El origen de todo esta situación hay que buscarla en parte en la transición y en parte en los últimos años 90, cuando la derecha decide “ocupar” el Constitucional con Magistrados más leales que prestigiosos para convertirlo en una tercera cámara legislativa con el objetivo de frenar avances en el ámbito de los derechos o en la federalización del Estado; cuando decide utilizar la fiscalía para perseguir a disidentes y la Constitución como instrumento de su proyecto nacionalista. Es la derecha, con la complicidad del PSOE, la que lleva a cabo abiertamente esta transformación pero no podemos obviar que esta operación que degrada y politiza el Constitucional y otras instituciones.
La lectura sacralizadora de la norma suprema, tan celebrada por el nacionalismo español, imposibilita una lectura del derecho útil en nuestra sociedad plural y favorecedora del avance social. La vieja cultura jurídica que sacraliza la unidad de España y desprecia el contenido de derechos de la Constitución ha contaminado todas las instituciones. Eso es un éxito del Partido Popular y de sus aliados políticos y mediáticos. Pero hoy vemos ya como eso está rompiendo algo tan importante en el derecho como el consenso social que lo sostiene y que hace posible su existencia.
Una de las consecuencias de la crisis catalana ha sido la hiperinflación jurídica de los discursos políticos y periodísticos. Estado de derecho, soberanía nacional, indisoluble unidad de la nación española… Es difícil encontrar manifestaciones sobre esta crisis que no usen o abusen de términos jurídicos. Los partidos mal llamados constitucionalistas, numerosas instituciones del Estado y especialmente los medios de comunicación apuestan por cargar sus discursos con referencias al derecho y a la Constitución.
Esto debería ser lo normal en una sociedad democrática. Diríase que, finalmente, el derecho como disciplina y como ordenamiento ocupa el lugar que se merece. Mucho me temo que lo que está sucediendo es en realidad una reducción del derecho al legalismo y de la Constitución a las interpretaciones más rígidas de algunos de sus artículos, sin tener en cuenta ni el contexto, ni la función del derecho en las sociedades democráticas. Se ondean artículos de la Constitución como si fuesen preceptos sagrados con una única interpretación posible. Basta con leer la prensa u observar imágenes de manifestaciones recientes para ver cómo se utiliza la Constitución como arma de un proyecto nacionalista español que, además, marca una línea entre un “nosotros” -los que se adhieren a esta interpretación rígida y reaccionaria del derecho- y un “ellos”, unos enemigos, en el que están, estamos, los demás. El derecho parece secuestrado por unos sacerdotes que rechazan una lectura abierta y dinámica del mismo. Se da un uso político del derecho -y en no pocas ocasiones, vulgar- que poco tiene que ver con lo que es un sistema jurídico democrático. Se presentan como indiscutibles y prácticamente como pertenecientes a la naturaleza de las cosas determinadas interpretaciones restrictivas de los derechos por parte de jueces y fiscales, como si estos fueran actores neutros y no personas, en muchos casos, con una visión del derecho contaminada por la política.