Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Desahucios, represión y derecho a la ciudad
Hace unos días, el Consejo General del Poder Judicial vino a certificar uno de los rostros más duros del despojo masivo que ha generado la crisis. Según el órgano de gobierno de los jueces, entre julio y septiembre de este año se produjeron 13.341 desahucios, un 7,3% más que en el mismo período de 2013. De este total, que incluye todo tipo de inmuebles, un 43,4% se derivó de ejecuciones hipotecarias. Un 51,3%, en cambio, se produjo por impagos de alquiler.
Ninguno de estos fenómenos es un mal divino o el producto de inevitables leyes naturales. Obedecen a decisiones políticas concretas, orientadas de manera deliberada a favorecer a los grandes poderes financieros e inmobiliarios. El aumento exponencial de los desahucios por impago del alquiler, por ejemplo, resultaría inexplicable sin la aprobación, ahora hace un año, de una ley eufemísticamente denominada “de flexibilización y fomento del mercado del alquiler”. Aquella norma, que contaba con el antecedente de una legislación similar apoyada por el PSOE, se impulsó con la excusa de “dinamizar el mercado de alquiler”. No obstante, su objetivo era otro: debilitar la posición ya precaria de los inquilinos, criminalizar los impagos por razones de necesidad y facilitar los desahucios exprés. La ley no hacía ninguna mención a las familias que con motivo de la crisis carecían de toda posibilidad material de pagar el alquiler. En cambio, preparaba una cómoda pista de aterrizaje para los grandes inversores de capital, a los que se ofrecía importantes exenciones fiscales.
Este fenómeno coincidió con otros que facilitaron la privatización del parque de viviendas disponibles y la condena a la precariedad residencial de miles de familias. En poco tiempo, miles de viviendas particulares y públicas en manos de comunidades y ayuntamientos pasaron a manos de fondos buitre como Apollo, Goldman Sachs, TGP, Värde, Blackstone o Lazora. Obsesionados por la búsqueda de dinero rápido a cualquier precio, estos fondos no han mostrado compasión alguna por las condiciones económicas de los inquilinos. Así, han acabado condenando a la intemperie a miles de personas y familias que no podían hacer frente al pago del alquiler o de sus suministros básicos. Y cuando desde algunas comunidades autónomas se ha intentado adoptar medidas tímidas para compensar esta situación, el Gobierno del PP no ha tardado en ponerse de lado de las grandes empresas y en instar su suspensión ante el Tribunal Constitucional, como ha ocurrido con la ley de vivienda andaluza o con el decreto-ley catalán contra la pobreza energética.
Lo cierto, sin embargo, es que estas políticas no solo están suponiendo la desposesión planificada de familias enteras que no pueden satisfacer sus necesidades elementales. También están cambiando la fisonomía de nuestras ciudades, convirtiéndolas en espacios uniformizados, desiguales y excluyentes. Por cada desahucio de una unidad familiar modesta se genera una nueva vivienda vacía, expuesta a la especulación, o la llegada de inquilinos con una capacidad adquisitiva que acaba encareciendo las condiciones de vida de los propios barrios afectados. Este proceso, en realidad, va más allá de algunos casos extremos y desesperados. El Partido Popular, por ejemplo, ya ha dejado clara su voluntad de no prorrogar, más allá del próximo 31 de diciembre, los contratos de “renta antigua” de personas jurídicas contemplados en la actual Ley de Arrendamientos Urbanos. Esto quiere decir que miles de pequeñas empresas, locales y comercios consolidados se verán forzados a renegociar nuevos contratos con incrementos de renta inasumibles, cuando no al cierre o al traslado. Se calcula que esta realidad puede afectar a más de 200.000 pequeñas tiendas en toda España y a casi medio millón de trabajadoras y trabajadores. El fenómeno se agravará a partir de 2015, pero no es nuevo. Ciudades como Barcelona, Madrid, Sevilla o Valencia llevan tiempo asistiendo al cierre creciente de pequeños negocios tradicionales como librerías, colmados, tiendas de discos, jugueterías, chocolaterías, sastrerías o pastelerías. En muchos casos, estos establecimientos son propiedades de grandes familias o han sido adquiridos por fondos de inversión que se pueden permitir echar al arrendatario y estar un año sin volver a alquilarlo para no tener que indemnizarlos. Con ello, consiguen hacer negocio y apropiarse, como recordaba hace días el arquitecto Josep Maria Montaner, de lo construido por las vecinas y vecinos y por los propios comerciantes con su esfuerzo personal y colectivo.
Ninguna de estas medidas ha pasado desapercibida. El movimiento vecinal, organizaciones de derechos humanos, sindicales y ecologistas, movimientos sociales como la PAH y asociaciones de pequeños y medianos empresarios, llevan tiempo denunciando este proceso de despojo masivo y señalando a sus responsables públicos y privados, con nombre y apellido. Sin su lucha, el proceso de devastación de lo público y de bienes comunes como el agua o los espacios verdes habría sido mucho peor. También serían impensables muchos de los procesos ligados a tramas especulativas financiero-inmobiliarias, como los casos Gürtel, Palau o Bárcenas o el ingreso en prisión de algunos de los exponentes más conspicuos de estas operaciones, como el empresario de la construcción José Luis Nuñez.
Esa resistencia es hoy uno de los principales baluartes del derecho a la ciudad, esto es, del derecho colectivo a configurar el espacio urbano no como una mercancía sino como un espacio cooperativo, democrático e inclusivo. Para neutralizar, precisamente, esta resistencia, el Partido Popular lleva tiempo intentando injuriarla públicamente o criminalizarla. De ahí la llamada Ley Mordaza, aprobada esta semana en el Congreso y orientada a asfixiar, a través de multas exorbitantes, las ocupaciones de oficinas bancarias y de centros sanitarios, las concentraciones contra los desahucios o las protestas frente a las propias instituciones públicas.
El celo represivo reservado a las protestas y reclamos de los sectores más golpeados por la crisis contrasta de manera clamorosa con la tolerancia exhibida con los grandes casos de corrupción o con el generoso trato de favor otorgado a entidades financieras y empresas multinacionales. Por eso, se trata de iniciativas que, aunque están pensadas para generar miedo y parálisis, mueven cada vez más a la indignación y a la rebelión. En los últimos tiempos, este afán de justicia, de dignidad, se ha hecho sentir en cientos de calles y plazas. Ahora amenaza, también, con resonar en las urnas y con devolver a la gente al menos una parte de las casas, los barrios y las ciudades que les están robando.
Hace unos días, el Consejo General del Poder Judicial vino a certificar uno de los rostros más duros del despojo masivo que ha generado la crisis. Según el órgano de gobierno de los jueces, entre julio y septiembre de este año se produjeron 13.341 desahucios, un 7,3% más que en el mismo período de 2013. De este total, que incluye todo tipo de inmuebles, un 43,4% se derivó de ejecuciones hipotecarias. Un 51,3%, en cambio, se produjo por impagos de alquiler.
Ninguno de estos fenómenos es un mal divino o el producto de inevitables leyes naturales. Obedecen a decisiones políticas concretas, orientadas de manera deliberada a favorecer a los grandes poderes financieros e inmobiliarios. El aumento exponencial de los desahucios por impago del alquiler, por ejemplo, resultaría inexplicable sin la aprobación, ahora hace un año, de una ley eufemísticamente denominada “de flexibilización y fomento del mercado del alquiler”. Aquella norma, que contaba con el antecedente de una legislación similar apoyada por el PSOE, se impulsó con la excusa de “dinamizar el mercado de alquiler”. No obstante, su objetivo era otro: debilitar la posición ya precaria de los inquilinos, criminalizar los impagos por razones de necesidad y facilitar los desahucios exprés. La ley no hacía ninguna mención a las familias que con motivo de la crisis carecían de toda posibilidad material de pagar el alquiler. En cambio, preparaba una cómoda pista de aterrizaje para los grandes inversores de capital, a los que se ofrecía importantes exenciones fiscales.