Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Deuda e(x)terna y superyó
En 1822 Bernardino Rivadavia, ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, autorizó la petición de un préstamo a la casa Baring Brothers de Inglaterra, nombre cuya traducción aproximada sería, por esas bromas de la historia, “Hermanos al descubierto”. Su valor fue de un millón de libras destinados a la construcción de un puerto, tres ciudades fronterizas y a dar agua corriente a la ciudad. Se inició así el ciclo de lo que se ha denominado la deuda externa. Nunca se construyó el puerto, ni las tuberías, ni las ciudades y cuando llegó el dinero (en total sólo 560.000 libras) se destinó a otros fines tales como la guerra contra Brasil. Dicho empréstito no fue una excepción argentina sino una política inglesa en toda Latinoamérica, que se endeudó entre 1822 y 1826 en 21 millones de libras, de las cuales sólo siete millones fueron desembolsados por Inglaterra.
La deuda adquirida se terminó de pagar en 1904 -80 años después- por una suma ocho veces mayor que la inicial. La estafa se consumó gracias a la complicidad de los gobernantes argentinos con los banqueros ingleses. El objetivo era la sumisión del país y la captura de las islas Malvinas, la cual tuvo lugar en 1833 con la flota naval argentina desmantelada por el pago del préstamo. En 1843, bajo el gobierno de Rosas, se propuso canjear la deuda por la entrega de las Malvinas, pero los ingleses no aceptaron. En 1874, el presidente Nicolás Avellaneda, para cortar el incremento de la deuda, decidió pagarla pese a la dura situación económica. Lo hizo diciendo que los dos millones de argentinos economizarían “hasta sobre su hambre y su sed, para responder, en una situación suprema, a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. Esta afirmación se tradujo en una política de ajustes con despidos de funcionarios públicos y rebajas de salarios y gastos públicos: cantilena familiar para la Europa actual. Dicha política se implementó hace 140 años y hoy continúa sin haberse cambiado ni una coma.
Por los 80 años que se demoró en pagar la deuda concluimos que su objetivo no era otro que la eternización de la misma. Dicha eternización tiene como efecto que se termine por pagar una cantidad escandalosamente mayor que la prestada, con el consecuente enriquecimiento de los acreedores y el empobrecimiento de los deudores. Se produce un fenómeno de dependencia entre ambas partes que nunca concluye, ya que la deuda es de tal dimensión que no se avizora su final. Una deuda que inicia una generación de ciudadanos y que se va trasladando a las generaciones posteriores, lo cual hace cierto el dicho freudiano de que los hijos se tienen que hacer responsables de los pecados del padre.
La permanencia de una deuda cada vez mayor difícilmente pagable condiciona las posibilidades de desarrollo autónomo de un país; se frena su crecimiento por la prioridad que se otorga a su cancelación -lo que eufemísticamente se denomina “honrar la deuda”- sin interrogarse sobre las condiciones en que se contrajo, ni a qué o a quiénes sirvió. El contraer una deuda, sea por la vía de pedir prestado o por la vía de nacionalizar la deuda privada mediante el denominado “rescate”, no sólo condiciona a un país sino también a los habitantes presentes y futuros. Todos son convertidos en deudores y culpables ante el gran capital, como lo plantea Maurizio Lazzarato en La fábrica del hombre endeudado. El objetivo es que esta situación de endeudamiento del Estado no termine nunca, transformando la deuda externa en la deuda eterna y a cada uno en un deudor. Esta posición de hombre endeudado -que queda señalada muy claramente cuando se calcula cuánto debe exactamente cada ciudadano y también cuando, aún sin saber bien porqué ni cómo, recae sobre cada uno la responsabilidad de su pago- produce efectos subjetivos que transforman la vida y el país que se habita.
La deuda conmueve al sujeto neoliberal: un emprendedor, un creyente de la nueva religión del sí mismo, un omnipotente capaz de sostener que basta con querer para conseguir lo que se desea. Este sujeto se piensa a sí mismo con una lógica empresarial donde cualquier rasgo de solidaridad es considerado superfluo: se trata de ganar un lugar en el mundo mediante la competencia más despiadada. Todo se concibe como una lucha exclusivamente particular, sin el otro. Máxima soledad para el máximo beneficio. El sujeto neoliberal quiere escapar a esta lógica de la deuda, pero no le es posible pues el mundo en el que vive se ordena por esta cárcel. En ella todos somos impulsados a hacernos cargo de la crisis económica que nos asola, crisis cuya explicación -por la vía del “haber vivido por encima de las posibilidades reales” y por la vía de la corrupción- esconde las políticas deliberadas de transferencia de dinero que organiza el Estado. Mediante la reducción salarial, la retirada de servicios sociales, las privatizaciones, los impuestos, los rescates, etc. se empobrece a la población y el dinero capturado es desviado hacia las grandes empresas y hacia los ricos.
¿Por qué los países, el pueblo, cada uno de los ciudadanos, aceptan esta posición de hombre endeudado sin rebelarse contra ella? ¿Por qué se siente que hay que pagar lo que se debe y honrar acuerdos que fueron tomados por los gobernantes aunque se perciban como una estafa? ¿Por qué la culpa si no se paga? En un artículo anterior trabajamos cómo la lógica social y política no escapa a la lógica subjetiva. En este caso se advierte con nitidez cómo la estructura del superyó está encarnada en la fabricación del hombre endeudado. Dicho superyó es una instancia psíquica freudiana que bajo la forma de una imposición somete a los sujetos a sus designios. Estos designios pueden ser pensados como un lugar de realización moral cuando en realidad son un aparato de exigencias sinfín que conducen al sufrimiento, pues somete al sujeto al absurdo de trabajar para acallarlos. Dicha instancia exige, por ejemplo, una buena conducta, pero tiene la paradoja de que cuanto mejor se porta el sujeto más lo conmina el superyó: es una demanda de buena conducta infinita que termina causando un gran padecimiento. El descubrimiento lacaniano es que este aparato superyoico se alimenta del sacrificio que hace el sujeto para satisfacerlo. Por lo tanto, cuanto más moral sea el hombre más le pedirá el superyó y más culpa sentirá el sujeto por no poder satisfacerlo. Es un circuito infernal, sin salida, si se sigue su lógica. En este recorrido circular se inscribe la relación acreedor-deudor: cuánto más paga el deudor más le falta por pagar y más culpa siente por no poder cumplir con lo que su moral le impone. El deudor se encuentra eternamente en falta con respecto al acreedor, lo que favorece efectos de sumisión a cualquier demanda.
Claro está que esto implica cerrar los ojos a la interrogación sobre las causas de esta posición. No se trata de cargar la responsabilidad exclusivamente sobre los que prestan, sino que -para una política emancipatoria- es necesario introducir una pregunta sobre la aceptación masiva de la deuda y de su pago por parte de los ciudadanos. Para analizar la política de la deuda es preciso que los que se oponen a esta estafa valoren cómo el capitalismo -tal como lo hace con los juegos del mercado y las mercancías- sabe sostenerse en la estructura subjetiva para llevar adelante su objetivo: el enriquecimiento. A la hora de cualquier cambio que se pretenda ejercer sobre el pago de la deuda es imprescindible estimar, como actor esencial, la ferocidad de la culpa y la moral.
La iniciativa del Parlamento griego de crear una comisión para auditar la deuda pública que los ahoga -claramente impagable- y verificar su carácter odioso o ilegal es el camino correcto. De esta manera se podrán contrarrestar las exigencias superyoicas que velan la responsabilidad de cada uno en aceptar la identificación con el hombre endeudado y que hacen el juego a la lógica de la deuda utilizada para someter a los pueblos. De igual modo, la constitución de la comisión parlamentaria que reivindica las reparaciones de guerra de Alemania modifica radicalmente la manera en que este país se piensa a sí mismo, es decir, muestra con qué significantes los griegos deciden representarse.
En 1822 Bernardino Rivadavia, ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, autorizó la petición de un préstamo a la casa Baring Brothers de Inglaterra, nombre cuya traducción aproximada sería, por esas bromas de la historia, “Hermanos al descubierto”. Su valor fue de un millón de libras destinados a la construcción de un puerto, tres ciudades fronterizas y a dar agua corriente a la ciudad. Se inició así el ciclo de lo que se ha denominado la deuda externa. Nunca se construyó el puerto, ni las tuberías, ni las ciudades y cuando llegó el dinero (en total sólo 560.000 libras) se destinó a otros fines tales como la guerra contra Brasil. Dicho empréstito no fue una excepción argentina sino una política inglesa en toda Latinoamérica, que se endeudó entre 1822 y 1826 en 21 millones de libras, de las cuales sólo siete millones fueron desembolsados por Inglaterra.
La deuda adquirida se terminó de pagar en 1904 -80 años después- por una suma ocho veces mayor que la inicial. La estafa se consumó gracias a la complicidad de los gobernantes argentinos con los banqueros ingleses. El objetivo era la sumisión del país y la captura de las islas Malvinas, la cual tuvo lugar en 1833 con la flota naval argentina desmantelada por el pago del préstamo. En 1843, bajo el gobierno de Rosas, se propuso canjear la deuda por la entrega de las Malvinas, pero los ingleses no aceptaron. En 1874, el presidente Nicolás Avellaneda, para cortar el incremento de la deuda, decidió pagarla pese a la dura situación económica. Lo hizo diciendo que los dos millones de argentinos economizarían “hasta sobre su hambre y su sed, para responder, en una situación suprema, a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. Esta afirmación se tradujo en una política de ajustes con despidos de funcionarios públicos y rebajas de salarios y gastos públicos: cantilena familiar para la Europa actual. Dicha política se implementó hace 140 años y hoy continúa sin haberse cambiado ni una coma.