Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
PP-PSOE: nosotros o el caos
Pese a su condición europea, la próxima cita electoral del 25 de mayo tendrá clara trascendencia nacional. Son las primeras elecciones en las que la ciudadanía española tiene la oportunidad de valorar, con su voto, la gestión del actual Gobierno conservador. Y, tras haber contemplado las políticas desarrolladas para atajar la crisis por los dos principales partidos, compondrán, también, un test al bipartidismo.
Con la vista puesta en este último aspecto, numerosos columnistas se han apresurado a advertirnos de que, según los pronósticos más fiables, el bipartidismo está lejos de sufrir un serio revés. Si para construir nuestra valoración tomamos como referencia la posible desaparición de socialdemócratas y conservadores, o su descenso respectivo por debajo del 10%, parece claro que la presunta crisis del bipartidismo no es para tanto. Pero si introducimos valores de referencia más mesurados, comprobaremos que quizá está a punto de sufrir un varapalo severo.
En los últimos comicios al Parlamento europeo de 2009, populares y socialistas sumaron prácticamente el 81% de los votos (42,12% el PP; 38,78% el PSOE). Las últimas encuestas les atribuyen en torno al 64%, es decir, un descenso de más de 15 puntos, bajada nada despreciable. Teniendo en cuenta que la participación no llegará al 50%, uno y otro partido contarán, cada uno, con el apoyo explícito de aproximadamente el 15% del cuerpo electoral. Como mucho, tres de cada diez españoles con derecho a voto se decantarán por la opción bipartidista el próximo 25 de mayo, proporción demasiado escuálida como para certificar la buena salud de nuestro turnismo.
La cosa se agrava si abandonamos como patrón analítico de los procesos electorales el proporcionado por los principios del rational choice. Las contiendas electorales no se producen en un vacío donde discurren individuos orientados solo por su racionalidad. Adhesiones emocionales de variada procedencia suelen guiar la decisión de los electores. Las formaciones en liza no parten de una situación de igualdad. Las hay que tienen a su servicio medios informativos, periodistas, donaciones empresariales y hasta la propia administración pública. Su presencia en instituciones locales, provinciales y autonómicas durante años les ha permitido tejer redes clientelares, comprar voluntades y forjar cadenas de favores que se activan en los momentos electorales. Los dos principales partidos cuentan además con un régimen electoral trasnochado que, segando buena parte de la representatividad de cada elección y dificultando toda tendencia favorable a las agrupaciones minoritarias, los ha blindado frente a los desgastes que deberían haber sufrido por la corrupción, el engaño y el favorecimiento de intereses oligárquicos. Y aunque en los comicios europeos el régimen electoral sea estrictamente proporcional, los efectos del sistema habitual distan de haber desaparecido.
Con estos factores en juego, puede afirmarse que el esfuerzo que debe invertir una formación minoritaria para conseguir un voto es considerablemente mayor que el que cuesta a los dos partidos centristas. Y si aun así, con periódicos rindiendo vasallaje, corporaciones privadas prestando sustento, debates a dúo, tertulianos comprados, financiación ilimitada, inercias mayoritarias y clientelas, PP y PSOE no llegan a contar con el respaldo, cada uno, de más de un sexto del cuerpo electoral, ¿a qué niveles estarían sin todos estos medios extraordinarios a su disposición, con la sola fuerza de su discurso y credibilidad?
Son varias las vías que el régimen bipartidista está ensayando para lograr sobrevivir a su propia crisis. Con el pretexto populista del ahorro, en algunas comunidades se quiere cercenar las asambleas para que los escaños se repartan solo entre socialdemócratas y conservadores. En algunos países, con la excusa de favorecer la gobernabilidad, se aprueban premios que otorgan mayorías holgadas a quien haya obtenido menos de un tercio de los votos. Y en todos los lugares contemplamos una campaña de demonización del adversario, rápidamente desprestigiado como populista, y de propagación del miedo al desgobierno y el caos a los que supuestamente nos veríamos abocados sin la tutela de los dos grandes partidos.
En estas prevenciones y campañas propagandísticas no hay el menor interés por salvaguardar la democracia. Por el contrario, tanto las medidas propuestas como los temores esparcidos encierran un grave ataque al sentido más básico de lo democrático. Eliminar la representación parlamentaria de las minorías, como Matteo Renzi y Silvio Berlusconi han acordado en Italia contra lo establecido en la Constitución de 1948, resta legitimidad democrática a las cámaras representativas. Inmunizar artificialmente a los partidos mayoritarios frente a todo desgaste, en lugar de favorecer la gobernabilidad, propicia la desafección ciudadana y la corrupción de los gobernantes, que se sabrían impunes. Garantizar a toda costa la formación de mayorías amplias en el Parlamento es, además, una práctica de inconfundible aroma autoritario: recuérdese la Legge Acerbo promovida por el Gobierno de Mussolini, que con su premio de una mayoría de dos tercios de los escaños a la lista que obtuviese más del 25% de los votos terminó de rendir el Estado ante los pies del Partido Nacional Fascista.
Escaso respeto a la democracia y una despreciable desconfianza hacia la ciudadanía muestran quienes azuzan el miedo ante un posible descalabro del bipartidismo. De creer sus advertencias, España solo puede ser gobernada por un gran partido de centro, o por ambos coaligados, porque, en caso contrario, se desencadenaría inexorablemente una guerra civil o estaríamos condenados a una dictadura. Recurren para probarlo a la historia de la Europa de entreguerras, años en los que, según su relato, el sistema proporcional impidió la gobernabilidad, lo cual, a su vez, provocó la división social que desembocó en los totalitarismos. Sin embargo, las hondas escisiones no procedieron entonces de la institución parlamentaria: la fractura estaba ya instalada en la sociedad y los parlamentos no hicieron más que reflejarla, incapaces de articular proceso integrador alguno. Además, hasta hace bien poco, las sociedades europeas, y la española entre ellas, contaban con un grado de homogeneidad económica y cultural mucho mayor que en tiempos de entreguerras, que permitía encajar las diferencias políticas sin por ello abrirse un horizonte de conflictivo desgobierno.
Condenar a una población a la disyuntiva entre una opción política o la violencia es tratarla como si padeciese una eterna minoría de edad. Forma parte de la tradición constitucional y democrática atribuir a los pueblos la facultad inalienable de cambiar de sistema de gobierno, cuando el vigente no garantiza el bienestar y la felicidad de la mayoría. Ningún miedo cerval debería infundir la posibilidad de que el gobierno pasase a manos de formaciones diferentes al PP y al PSOE y entre cuyas señas de identidad figure el pulcro respeto a los derechos humanos. Estos cambios son saludables por sí mismos, pues suelen eliminar muchas de las adherencias clientelares que soportan las administraciones. Y si al final la gestión resulta desastrosa, siempre caben en democracia procedimientos y mecanismos, empezando por las propias elecciones, para expulsar a los partidos gobernantes.
Otra cosa bien diversa es que se defienda, sin manifestarlo de forma explícita, que en esta democracia solo cabe gobernar en una orientación determinada; que, pese a estar legitimado por la mayoría y por el propio marco constitucional, ningún partido podría desarrollar una agenda seria de socialización industrial, incompatibilidades entre la gran empresa y la política, redistribución de la riqueza, limitación implacable del capital especulativo, persecución del fraude y democratización radical de las instituciones porque los chantajes, boicots y agresiones de que sería víctima el país lo imposibilitarían. Si tal es el caso ante el que nos encontramos, vivimos, no en una democracia, sino en una ficción, en meros «regímenes de oligarquía liberal», como no se cansaba de decir Cornelius Castoriadis. Ahora bien, de ser así, quienes siembran el temor ante un posible derrumbe del bipartidismo no lo hacen para proteger la democracia; se limitan a formular una autoprofecía, conscientes como son de que, en caso de perder, ellos y los poderes sociales a los que materialmente representan, hundirían al país en el caos con los mismos medios de que hoy se sirven para mantenerse en el poder.
Pese a su condición europea, la próxima cita electoral del 25 de mayo tendrá clara trascendencia nacional. Son las primeras elecciones en las que la ciudadanía española tiene la oportunidad de valorar, con su voto, la gestión del actual Gobierno conservador. Y, tras haber contemplado las políticas desarrolladas para atajar la crisis por los dos principales partidos, compondrán, también, un test al bipartidismo.
Con la vista puesta en este último aspecto, numerosos columnistas se han apresurado a advertirnos de que, según los pronósticos más fiables, el bipartidismo está lejos de sufrir un serio revés. Si para construir nuestra valoración tomamos como referencia la posible desaparición de socialdemócratas y conservadores, o su descenso respectivo por debajo del 10%, parece claro que la presunta crisis del bipartidismo no es para tanto. Pero si introducimos valores de referencia más mesurados, comprobaremos que quizá está a punto de sufrir un varapalo severo.