Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Sobre las múltiples formas de opresión de la enseñanza del inglés
Existen buenas razones para no tomar en cuenta los resultados de las evaluaciones (diagnósticas o no) que la LOMCE ha implantado en primaria y en secundaria. La más importante de ellas es no querer legitimarlas. Este tipo de evaluaciones no debería existir, porque allí donde la educación es buena, estas pruebas no logran reflejarlo, al estar demasiado orientadas hacia la memorización de datos (criterio que va en contra de la visión educativa de las pruebas PISA); y porque allí donde la educación es mala, estas pruebas van a empeorarla al hacer que todo gire alrededor de unos exámenes que dificultarán aún más el aprendizaje significativo. Desde cualquier punto de vista, la LOMCE es una trampa porque sugiere al profesorado que los alumnos mejorarán sus resultados si empeora su enseñanza; y viceversa, porque a mi entender el profesorado debería concentrarse justamente en alternativas que la LOMCE no contempla (la innovación pedagógica) y no tanto en sus evaluaciones. El problema, como se advertirá al final de este párrafo, es que estos resultados sí tienen consecuencias. Dijo hace poco el nuevo Ministro de Educación que «un sistema educativo que no se evalúa, se devalúa», una expresión tan pretenciosa como hueca para la que los periodistas-comparsa de turno no tuvieron un solo comentario. Lo cierto es que ocurre exactamente al revés: la evaluación de la LOMCE tiene como única meta devaluar el sistema público de educación para poder desbaratarlo con más facilidad.
Si, a pesar de todo, vamos a tener estas evaluaciones en cuenta es porque en el tema que nos ocupa, la enseñanza del inglés, éstas reflejan una tendencia que ya había sido identificada a través de otros indicios, y también porque fue precisamente el análisis de los resultados obtenidos en la Comunidad Valenciana lo que llevó a Pau Rodríguez (de la valiosa publicación El Diari de l’educació) a afirmar que «el inglés se erige en la asignatura más desigual», afirmación con la que estoy completamente de acuerdo. Las notas de las pruebas de la LOMCE demuestran que la diferencia socio-económica no se refleja en ninguna asignatura tanto como lo hace en la de inglés, donde los estudiantes de barrios de un nivel socio-económico bajo obtienen, consistentemente, peores resultados. Pero el autor apunta otra cosa: ¿A través de qué dispositivo concreto se traduce la diferencia socio-económica en mejores o peores notas? Respuesta: a través de actividades extra-escolares en inglés. Es decir, las familias que pueden permitírselo matriculan a sus hijos e hijas en academias privadas y/o pagan cursos de verano en países angloparlantes, dos prácticas cada vez más automatizas entre algunos estratos de nuestra sociedad.
Sólo hay dos formas de evitar esto: la una, prohibiendo que las familias complementen la educación de sus hijos por medios privados; la otra, logrando que este complemento no tenga impacto educativo alguno (pues entonces las familias dejarían de buscarlo). Evidentemente, me decanto por la segunda opción. El problema es que las evaluaciones de la LOMCE demuestran que estas familias bien saben lo que hacen, puesto que el complemento de los viajes y academias privadas es muy determinante para el aprendizaje del inglés (como lo es, también, el conocimiento que de esta lengua tengan los padres). Lo cual nos dice algo acerca del nivel actual de la enseñanza del inglés en la educación pública: que es bajo en comparación al del resto de las asignaturas. Pues seguro que muchos estudiantes reciben también ayuda extra-escolar en matemáticas o ciencias, mas este complemento no parece tener un impacto tan acusado en sus respectivas notas. Así pues, la distribución entre el aprendizaje que se logra en el contexto escolar y el que se logra fuera de él (en casa, viajes o academias) es más desfavorable al primer contexto en el caso del inglés que en el caso de las demás asignaturas.
He aquí, pues, la primera forma de opresión que el inglés ejerce sobre los miembros de la comunidad educativa, en este caso sobre los estudiantes. Al penalizar educativamente a los más desfavorecidos, refuerza la desigualdad socio-económica.
Sólo hay dos maneras de evitar esto: la una, retirando del currículum la enseñanza del inglés, por ir en contra de la movilidad social; la otra, mejorando el nivel de la enseñanza del inglés en la escuela pública. Evidentemente, me decanto por la segunda. El problema es que, a mi entender, será difícil que esto ocurra sin resolver también las otras formas de opresión que la enseñanza del inglés impone sobre la comunidad educativa, esta vez a través de la relación pedagógica entre el alumnado, el currículum y el profesorado.
De entre ellas, la primera es de naturaleza cognitivo-cultural y afecta directamente a los estudiantes. Tiene que ver con que (por mucho que digan los ideólogos de la globalización y el neo-liberalismo) el inglés sigue siendo una lengua extranjera en España. De ahí se deriva buena parte de su dificultad académica. Si la condición de posibilidad del aprendizaje significativo reside en partir de lo conocido para introducir lo nuevo, parece obvio que no se debería introducir una lengua extranjera a través de elementos extranjeros. En vez de enseñar inglés exclusivamente a través del inglés, y hablando sobre la realidad inglesa, y usando solamente libros de texto extranjeros, sería más conveniente trazar relaciones entre las lenguas, culturas y realidades propias del alumnado y las del inglés. La enseñanza de este idioma debería concentrarse en expandir poco a poco las identidades de los niños hasta que éstos acaben incluyendo el inglés como parte de sus vidas. Para que esto suceda, la vida y las experiencias locales de los alumnos son las que han de reforzarse en la clase de inglés, y no a la inversa — no las formas de vida extranjeras. De lo contrario corremos el riesgo de que sólo los niños que van al Reino Unido en vacaciones sientan el inglés como algo propio.
La segunda forma de opresión es de tipo intelectual, también afecta al alumnado, y tiene que ver con el origen imperial de esta disciplina. Ya hace tiempo que Pennycook y Canagarajah advirtieron que los prejuicios coloniales están instalados en los principios mismos que regulan a nivel global la enseñanza del inglés, a través de una potentísima industria educativa. Esta industria ha dado un barniz teórico a prejuicios antaño dirigidos hacia el indígena estúpido y el colonizador autoritario, y con ello ha universalizado estos dos roles a cualquier alumno y profesor de inglés del mundo. De ello resulta la opresión intelectual de la que estoy hablando, que se manifiesta en que sea tan difícil que un alumno se sienta inteligente a la vez que aprende inglés. Si esto es así, va a ser complicado que genere una experiencia educativa positiva. Por el mero hecho de desconocer la lengua, estos libros de texto y parte del profesorado desproveen de inteligencia, creatividad y capital cultural a los alumnos.
Esto nos lleva a la tercera forma de opresión que la enseñanza del inglés impone sobre la comunidad educativa, y que esta vez padece directamente el profesorado. Se declina de diversas maneras. Tiene que ver con que el nivel de inglés (ese fetiche del acento nativo) siga valorándose por encima de cualquier conocimiento pedagógico demostrado, criterio según el cual siempre será preferible como profesor el hablante nativo, aunque carezca de titulación para impartir. Tiene que ver, también, con un currículum que se concentra en el aspecto formal de la lengua inglesa y no en ofrecer contextos ricos de significado en el que el componente cognitivo y afectivo sea el motor para que los alumnos vayan adquiriendo, poco a poco, la lengua. Tiene que ver, a su vez, con que se crea que horas y horas de inglés aburrido son más efectivas que una sola hora de inglés interesante. Tiene que ver, del mismo modo, con un currículum que justifica el aprendizaje de esta lengua solamente por criterios económicos y que renuncia por principio a que su profesorado pueda organizar dentro de clase experiencias de alto valor educativo, razón por la cual ni se le anima ni se le facilitan los recursos materiales y humanos necesarios para poder hacer frente a este desafío. Antes al contrario, se insiste en que se ciña estrictamente a las palabras del libro. Tiene que ver, en definitiva, con la imposición de todos estos dogmas y la creciente dificultad que siente el profesorado para emanciparse de ellos y emancipar, a su vez, a su alumnado.
Existen buenas razones para no tomar en cuenta los resultados de las evaluaciones (diagnósticas o no) que la LOMCE ha implantado en primaria y en secundaria. La más importante de ellas es no querer legitimarlas. Este tipo de evaluaciones no debería existir, porque allí donde la educación es buena, estas pruebas no logran reflejarlo, al estar demasiado orientadas hacia la memorización de datos (criterio que va en contra de la visión educativa de las pruebas PISA); y porque allí donde la educación es mala, estas pruebas van a empeorarla al hacer que todo gire alrededor de unos exámenes que dificultarán aún más el aprendizaje significativo. Desde cualquier punto de vista, la LOMCE es una trampa porque sugiere al profesorado que los alumnos mejorarán sus resultados si empeora su enseñanza; y viceversa, porque a mi entender el profesorado debería concentrarse justamente en alternativas que la LOMCE no contempla (la innovación pedagógica) y no tanto en sus evaluaciones. El problema, como se advertirá al final de este párrafo, es que estos resultados sí tienen consecuencias. Dijo hace poco el nuevo Ministro de Educación que «un sistema educativo que no se evalúa, se devalúa», una expresión tan pretenciosa como hueca para la que los periodistas-comparsa de turno no tuvieron un solo comentario. Lo cierto es que ocurre exactamente al revés: la evaluación de la LOMCE tiene como única meta devaluar el sistema público de educación para poder desbaratarlo con más facilidad.
Si, a pesar de todo, vamos a tener estas evaluaciones en cuenta es porque en el tema que nos ocupa, la enseñanza del inglés, éstas reflejan una tendencia que ya había sido identificada a través de otros indicios, y también porque fue precisamente el análisis de los resultados obtenidos en la Comunidad Valenciana lo que llevó a Pau Rodríguez (de la valiosa publicación El Diari de l’educació) a afirmar que «el inglés se erige en la asignatura más desigual», afirmación con la que estoy completamente de acuerdo. Las notas de las pruebas de la LOMCE demuestran que la diferencia socio-económica no se refleja en ninguna asignatura tanto como lo hace en la de inglés, donde los estudiantes de barrios de un nivel socio-económico bajo obtienen, consistentemente, peores resultados. Pero el autor apunta otra cosa: ¿A través de qué dispositivo concreto se traduce la diferencia socio-económica en mejores o peores notas? Respuesta: a través de actividades extra-escolares en inglés. Es decir, las familias que pueden permitírselo matriculan a sus hijos e hijas en academias privadas y/o pagan cursos de verano en países angloparlantes, dos prácticas cada vez más automatizas entre algunos estratos de nuestra sociedad.