Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La enseñanza política del 15M
La experiencia del 15M fue todo un revulsivo para quienes, nacidos durante la transición, o ya directamente en democracia, carecíamos de toda socialización política más allá de los canales provistos por partidos, sindicatos y asociaciones. Bastaba contemplar en los documentales de rigor el grado de movilización social que había conocido el país durante los años 70 para percatarse de que, salvo episodios aislados de huelga general, llevábamos más de treinta años durmiendo. La tan añorada “modernización” de España había provocado, como su reverso tenebroso, una preocupante despolitización de las capas medias y los sectores populares. Y eso era tanto como decir que al Estado social y democrático que se estaba construyendo, mientras se iban colocando sus pilares jurídicos, institucionales y financieros, se le iba a la vez sustrayendo su propio supuesto político-cultural, el de una ciudadanía activa y organizada celosa de sus derechos.
El 15M demostró que la propia articulación del Estado constitucional –esto es, del Estado organizado democráticamente en función de la defensa y promoción de los derechos individuales y sociales– había ido cultivando sus propias bases de legitimación. Ante el espectáculo de su perversión y desmantelamiento, fueron centenares de miles de personas las que respondieron masivamente en las plazas. El gran mérito, la inequívoca novedad, vino dada por el carácter espontáneo del movimiento, que discurrió desde el comienzo por cauces completamente independientes de los partidos, los sindicatos y otras asociaciones políticas. La ciudadanía se levantaba, sin necesidad de que los actores políticos tradicionales la despertasen, en defensa de lo que entendían el bien político más preciado: una democracia auténtica, no adulterada, que actuase en beneficio de las mayorías sociales.
De entre los que abarrotábamos aquellos días las plazas con menos de 40 años, es muy posible que ninguno hubiese vivido con anterioridad la experiencia de asambleas multitudinarias, de foros en los que se revisaba colectivamente el ‘estado de la nación’. El sentimiento intenso de pertenencia activa a una comunidad política con capacidad de autodeterminarse recorría las entrañas de cuantos nos sentábamos a escuchar y debatir. Si hacia dentro se estaba produciendo un proceso vertiginoso de educación política práctica, hacia fuera se estaban desplegando acontecimientos no menos valiosos.
Fueron muchos quienes por vez primera se enfrentaron a los desafíos, sinsabores y gratificaciones de la organización colectiva. Muchos tomaban la palabra por primera vez en público, y su voz quebrada por los nervios contrastaba con la solidez del juicio que emitían. Había que articular la acción entre sujetos que no se conocían entre sí, partiendo del principio de la mutua confianza que despertaba el reconocimiento de verse involucrados en una tarea común. El 15M catalizó las energías de movimientos sociales, de jóvenes y mayores ya politizados, pero logró a su vez abrazar a multitudes anónimas que hasta ese momento no habían vivido su dimensión política más que de forma individual o, en todo caso, privada.
La punta de lanza de todo el movimiento, la radicada en Sol, logró además encabezar un gesto de ejemplaridad que resumía el núcleo político del movimiento. A escala, quiso demostrar durante semanas que la comunidad política que reivindicaba no se circunscribía al mundo inexistente de las utopías, sino que constituía la propia realidad cotidiana de los allí reunidos, donde el lenguaje de participación, fraternidad, cooperación y autonomía se superpuso, hasta ponerlo territorialmente en suspenso, al habitual de la competencia, el dinero y la obediente resignación. Pudo entonces pecarse de ingenuidad, al descuidarse los medios y procedimientos necesarios para generalizar aquella singular experiencia de autonomía colectiva, pero la demostración inequívoca de que lo reclamado no era una entelequia, sino una praxis vivida plenamente, se hizo patente a la luz del día.
Aún hubo otra enseñanza política fundamental del 15M. Recuerdo que cada día que me acercaba a la plaza de las Setas, en Sevilla, la afluencia de manifestantes era mayor. Cada convocatoria, cada manifestación, lograba despertar más adhesiones. La progresión multiplicadora de las sucesivas sentadas anunciaba la posibilidad de un desbordamiento incapaz de ser controlado por las instituciones en vigor. Hubo un día, apenas pasada una semana de concentraciones diarias, en que los asistentes fueron los mismos que la jornada anterior. La ascensión se había detenido. Faltó algún detonante añadido, la llamada resuelta de los sindicatos a sus bases y cuadros, la entrega decidida de las bolsas de ciudadanía más severamente castigadas por la crisis, para que la intensidad de aquellas movilizaciones hubiese provocado cambios bruscos, inmediatos y visibles a nivel institucional.
No hay ordenación del poder que no aspire a revestirse de naturalidad. Tras casi tres décadas de vigencia estable de nuestro régimen político, convenientemente sustentado por una cultura compartida, muchos ya vivían la distribución del poder existente, y su articulación institucional, poco menos que como fenómenos naturales e inalterables, invariables por su adecuación a la fisonomía auténtica de España. La indignación multitudinaria del 15M puso en evidencia, de un solo manotazo, que tanto la trama institucional vigente como su ropaje cultural distaban de parecerse y de responder a las necesidades de la España real. Y demostró que la organización intensiva de los miembros más despiertos del país podía poner contra las cuerdas a la España oficial, demostrando la artificialidad y el carácter meramente convencional de sus bases organizativas y teóricas.
Aún continuamos a día de hoy viviendo de aquel rédito político fundamental, el que mostró que las cosas se pueden cambiar sustantivamente porque nada de lo relativo a la vida en sociedad está determinado por la fatalidad natural. Pero es justamente la ecuación virtuosa entre la presión popular y la posibilidad del cambio político lo que el 15M exhibió con mayor vigor en las plazas, y lo que hoy, con la vista puesta solo en la política representativa, más hemos perdido y más convendría recuperar.
La experiencia del 15M fue todo un revulsivo para quienes, nacidos durante la transición, o ya directamente en democracia, carecíamos de toda socialización política más allá de los canales provistos por partidos, sindicatos y asociaciones. Bastaba contemplar en los documentales de rigor el grado de movilización social que había conocido el país durante los años 70 para percatarse de que, salvo episodios aislados de huelga general, llevábamos más de treinta años durmiendo. La tan añorada “modernización” de España había provocado, como su reverso tenebroso, una preocupante despolitización de las capas medias y los sectores populares. Y eso era tanto como decir que al Estado social y democrático que se estaba construyendo, mientras se iban colocando sus pilares jurídicos, institucionales y financieros, se le iba a la vez sustrayendo su propio supuesto político-cultural, el de una ciudadanía activa y organizada celosa de sus derechos.
El 15M demostró que la propia articulación del Estado constitucional –esto es, del Estado organizado democráticamente en función de la defensa y promoción de los derechos individuales y sociales– había ido cultivando sus propias bases de legitimación. Ante el espectáculo de su perversión y desmantelamiento, fueron centenares de miles de personas las que respondieron masivamente en las plazas. El gran mérito, la inequívoca novedad, vino dada por el carácter espontáneo del movimiento, que discurrió desde el comienzo por cauces completamente independientes de los partidos, los sindicatos y otras asociaciones políticas. La ciudadanía se levantaba, sin necesidad de que los actores políticos tradicionales la despertasen, en defensa de lo que entendían el bien político más preciado: una democracia auténtica, no adulterada, que actuase en beneficio de las mayorías sociales.