Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Felipe González: del socialismo aparente al capitalismo real
Hay pocas cosas más penosas que ver a alguien que en su juventud cantaba la Internacional con el puño en alto y defendía las razones de los explotados, apuntalar en sus años postreros a los mismos explotadores que otrora defendía.
La tristeza que produce su militancia desaforada a favor de los amos opulentos es superior a la repugnancia de comprobar cómo la edad de la razón convierte a un hombre en un pelele. ¿Habrá que creer, entonces, para que la desilusión no nos borre la esperanza, que aquel joven rebelde no era otra cosa que una calculada estrategia de la oligarquía para disolver las aspiraciones justicieras del socialismo español?
Si bien es cierto que la realidad del paso del tiempo es cruel y se lleva por delante a la mayoría de los sueños juveniles, y que la sensatez del bienestar económico aplaca los ímpetus aventureros del más pintado, la madurez felipista supera todas las teorías de la decadencia. Felipe González no solo es un señor mayor que acepta con complacencia las injusticias que antes le indignaban, sino que se pone en primera línea de combate para defender sin escrúpulos aquellas mismas injusticias que ahora le parecen justas; o peor aún, que le tienen sin cuidado mientras que solo está justificando su satisfecho presente. Vaya uno a saber.
Lo cierto es que en las cuestiones más flagrantes, donde los derechos humanos esenciales son aplastados por el poder dominante, aparece su figura pragmática de Sancho Panza vengador, por si alguien se atreve a levantar la voz del reclamo. Nunca, ni cuando se disfrazaba de joven rebelde, fue tan beligerante como ahora enrolado en la causa de los que mandan. Es una especie de Robin Hood itinerante que, en vez de quitar a los ricos lo que estos roban a los pobres, amenaza a los desposeídos con su palabra enrabietada y ampliamente difundida, por si se les ocurre protestar.
Y allá va, recorriendo el globo terráqueo donde los intereses de los dueños del circo se ven amenazados, como un Supermán del neoliberalismo. Es mucho más bochornoso que indignante verlo utilizar las mismas pullas políticas que históricamente se arrojan contra la izquierda y los izquierdistas. Esas que asustan a la gente de bien, como llamarles soviéticos, comunistas y -lo que es mucho peor- bolivarianos, sabedor de que esas palabras valen más que mil argumentos.
Ahora, el Rambo de la realidad liberal ha vuelto a España para en la campaña electoral ponerse al servicio del partido que hace mucho -hasta que él asumió como secretario general, para ser más precisos- era socialista. Y armado hasta los dientes con los pensamientos de la derecha más cavernícola, infantiles pero sin duda eficaces, arremete a siniestra y siniestra contra todo lo que tenga gusto a rojo.
Puede que Felipe González provoque indignación en mucha gente que lo vio nacer en la izquierda y lo ve ahora convertido en una de las espadas políticas más despiadadas del capitalismo feroz, junto a otro soldado de las teorías profundamente reaccionarias: Mario Vargas Llosa. Ambos difundiendo por el mundo, a todo volumen, que vivimos en la mejor de las realidades posibles. Y que tratar de cambiarla es como luchar contra la ley de gravedad, como suele decir el premio Nobel sin una pizca de vergüenza.
Pero a mí, más que rabia, Felipe González me produce lástima, algo así como una lánguida sensación de derrota humana. Menos mal que todavía hay gente joven, de todas las edades, que nos ayudan a seguir siendo utópicos. Pienso en Alberto Garzón, en Vicenç Navarro, en lo que nos dejó José Luis Sampedro, en Teresa Rodríguez, en Ángeles Maestro y en todos los que siguen creyendo, a pesar de todo, a pesar de Felipe González y de otros profetas del odio, a pesar de jóvenes-viejos como Pedro Sánchez o Albert Rivera -último invento de la derecha económica siempre lúcida-, que una nueva sociedad, no la vieja maquillada, es deseable y posible, que una nueva democracia, real y directa, es imprescindible para construir una vida justa e igualitaria.
Hay pocas cosas más penosas que ver a alguien que en su juventud cantaba la Internacional con el puño en alto y defendía las razones de los explotados, apuntalar en sus años postreros a los mismos explotadores que otrora defendía.
La tristeza que produce su militancia desaforada a favor de los amos opulentos es superior a la repugnancia de comprobar cómo la edad de la razón convierte a un hombre en un pelele. ¿Habrá que creer, entonces, para que la desilusión no nos borre la esperanza, que aquel joven rebelde no era otra cosa que una calculada estrategia de la oligarquía para disolver las aspiraciones justicieras del socialismo español?