Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Historia y populismo
Entre las urgencias que se comienzan a plantear las posiciones críticas figura la de disputar las representaciones sobre nuestra historia. En el caso de Cataluña, hace ya tiempo que reputados historiadores de sensibilidad progresista decidieron colocar sus conclusiones en el terreno de la sustancialidad nacional, la historia contrafáctica –‘sin Nueva Planta borbónica, Cataluña habría sido la Holanda del Sur’– y la reivindicación política. Algo similar está aconteciendo en otros pueblos de España, necesitados de genealogía patria para fundamentar su sustantividad ante un posible horizonte constituyente en clave confederal. Conscientes de que era un ámbito casi monopolizado por los discursos conservadores, liberales e institucionales, siempre prestos al uso partidario de la historia, estos historiadores nacionalistas de izquierda resolvieron que había que dar la batalla también ahí, a despecho de la historiografía de inspiración marxista, que concebía los relatos nacionalistas como invenciones interesadas de tradición colectiva.
Con ocasión de las celebraciones del 2 de mayo, hemos podido apreciar cómo la estrategia cultural del populismo democrático también reclama un apartado de historia nacional. Siendo su objetivo primordial el de la construcción semántica de nuevas y aglutinantes identidades políticas, y primando en sus concepciones el aspecto mitológico de las colectividades, la importancia de los relatos históricos no podía pasarle desapercibida.
La apuesta es clara: dotar de antecedentes a los movimientos e iniciativas populares que hoy abogan por el cambio; mirar nuestro pasado desde su perspectiva, encontrando en él supuestas gestas de las mayorías sociales, que lograron agruparse para combatir a las minorías oligárquicas, extractivas y traidoras y fundar en su lugar un nuevo país más inclusivo, honesto e igualitario. Desde esta plataforma, por tanto, el levantamiento popular del 2 de mayo, en lugar de reflejar una sociedad políticamente cohesionada, en plena modernidad, por el Altar y el Trono, mostraría esas energías populares capaces de derrocar a las minorías despóticas y crear las condiciones para la aprobación de nuestra “primera Constitución democrática”. Arrebatado el 2 de mayo al rancio nacionalismo español, su resignificación populista subrayaría su forma plebeya de construir patria frente a los poderosos y lo situaría como hito inaugural de nuestra tradición revolucionaria, justo la que convendría realzar como lo más genuino, valioso y vanguardista de nuestra singladura nacional.
A estas alturas no deben escandalizar los usos políticos de la historia, mucho menos si, como ahora se trata, se ponen al servicio de causas de emancipación y autonomía. La órbita en la que estos discursos se desenvuelven, coincidente con la esfera pública politizada, es además de radio diverso, y rigen en ella reglas bien distintas a las que gobiernan el tráfico más restringido y exigente de la comunicación académica. Por eso sonaría a puntilloso y superfluo prurito profesoral el recordar que poco tenía aún la Constitución de 1812 de democrática, debido al esclavismo, el sexismo y el elitismo que también proclamaba, o el señalar que abundaron los que se levantaron el 2 de mayo, no para construir patria alguna, sino para resistirse legítimamente ante intentos heterónomos de modernización en nombre de la patria monárquica, católica y jerárquica antes existente.
La cuestión es que ambos universos, el de la opinión pública ilustrada y el de la investigación académica, se encuentran permanentemente interconectados. Por eso, el que los representantes de las fuerzas progresistas señalen la conveniencia de proveer de fondo histórico a sus aspiraciones supone toda una interpelación al compromiso político de algunos historiadores, entre los que me encuentro. ¿Abarca la responsabilidad cívica del historiador progresista el deber de leer el pasado en función de las necesidades presentes de sus formaciones afines? Tal podría ser la pregunta.
Con las prevenciones oportunas, creo que el compromiso científico del historiador obliga a responderla con una negativa. Y la razón la da su vinculación con algo que aún hoy podríamos denominar como verdad.
Vayamos antes con las prevenciones. No hay historiografía que se precie de tal nombre que no parta del reconocimiento humilde de las mediaciones subjetivas en su producción literaria. El historiador aporta siempre un excedente de sentido a los materiales con los que trabaja, añadido que procede de sus circunstancias biográficas, su ecosistema socioeconómico, sus inclinaciones políticas, su complexión cultural o de las disyuntivas que atraviesan su presente. El historiador que oculta esta dimensión subjetiva de su obra, presentándola como reflejo idéntico de la verdad pasada, no solo es un impostor, sino que, por regla general, es el más sesgado de todos.
En este sentido, el historiador marcado por el compromiso político con los derechos, la democracia sustantiva, la igualdad económica o la lucha contra los privilegios y la opresión, dará un acento inconfundible a sus escritos, realzando el valor de las experiencias y narrativas que propiciaron estas líneas de evolución política, con las que, una vez ponderadas y filtradas, sería conveniente reconectar. Hasta ahí, creo, llega la disponibilidad del historiador crítico para con las reivindicaciones populistas.
Y no alcanza más allá porque la crítica historiográfica impone, a su vez, dos afanes irrenunciables: en primer lugar, la comprensión diacrónica de cada una de las fases históricas, caracterizadas por su propia gramática, intransferible a los periodos anteriores y sucesivos, lo que bloquea en buena medida el intento de fundar aspiraciones presentes en acontecimientos pasados. Y, en segundo lugar, la suspicacia permanente ante la instrumentalización del discurso historiográfico por parte del poder.
Reconocer la discontinuidad como rasgo estructural del proceso histórico frente a los relatos sustancialistas explica, por ejemplo, la dificultad insuperable sentida a la hora de fundamentar causas “revolucionarias” modernas e igualitarias en expresiones populares regresivas y restauradoras, como en medida no despreciable lo fue el 2 de mayo. Y la desconfianza frente al poder alimenta comprensibles reticencias porque esta disputa por el relato nacional prefigura, a escala aún antagónica, programas educativos de tono adoctrinador para el futuro en que las fuerzas progresistas alcancen poder institucional.
Puede además que rehusar la historiografía militante no sea un gesto científico políticamente huero. La historia crítica lleva años disputando nuestras representaciones colectivas, pero lo hace de modo bien diverso al sugerido por el populismo democrático, que viene a proponer la asunción de los relatos tradicionalmente hegemónicos para colorearlos de matices liberadores. Su opción es, más bien, la de la impugnación de una narrativa ideológica, funcional a las estructuras oligárquicas de poder. Por eso, frente a la reivindicación conservadora de una historia española sin complejos, con todos sus elementos de confesionalidad, tradicionalismo, militarismo, autoritarismo y vasallaje, prefiere subrayar todos estos lastres para marcar los desafíos emancipadores a encarar, como si verbalizarlos permitiese conjurarlos y reconociendo la heroicidad de los sectores que contestaron estos elementos de la identidad nacional prevalente.
Pero es que además, la historiografía crítica, de honda pulsión racionalista, no pretende sustituir unos mitos reaccionarios por otros supuestamente progresistas -o peor: aceptar los mitos oficiales para resignificarlos por la izquierda-, sino realizar una labor desmitificadora, ya de por sí liberadora; y tampoco aspira a suministrar relatos que den sustento histórico a colectivos políticos, sino a fundamentar el principio capital de toda revolución política, justamente el que transmite a los ciudadanos la convicción de que lo concerniente a su organización en sociedad, al gobierno de sus vidas y la fundación de sus instituciones, no es asunto de historia, sino, en última instancia, de voluntad y de razón, sin necesidad de atender a hipotecas basadas en la tradición o en la mitología nacional predominante.
Por eso la sociedad que pergeñan, en proyecto, sus relatos es una colectividad racionalmente administrada en función de los derechos y con base en el diálogo, y no una comunidad cohesionada por mitos compartidos.
Entre las urgencias que se comienzan a plantear las posiciones críticas figura la de disputar las representaciones sobre nuestra historia. En el caso de Cataluña, hace ya tiempo que reputados historiadores de sensibilidad progresista decidieron colocar sus conclusiones en el terreno de la sustancialidad nacional, la historia contrafáctica –‘sin Nueva Planta borbónica, Cataluña habría sido la Holanda del Sur’– y la reivindicación política. Algo similar está aconteciendo en otros pueblos de España, necesitados de genealogía patria para fundamentar su sustantividad ante un posible horizonte constituyente en clave confederal. Conscientes de que era un ámbito casi monopolizado por los discursos conservadores, liberales e institucionales, siempre prestos al uso partidario de la historia, estos historiadores nacionalistas de izquierda resolvieron que había que dar la batalla también ahí, a despecho de la historiografía de inspiración marxista, que concebía los relatos nacionalistas como invenciones interesadas de tradición colectiva.
Con ocasión de las celebraciones del 2 de mayo, hemos podido apreciar cómo la estrategia cultural del populismo democrático también reclama un apartado de historia nacional. Siendo su objetivo primordial el de la construcción semántica de nuevas y aglutinantes identidades políticas, y primando en sus concepciones el aspecto mitológico de las colectividades, la importancia de los relatos históricos no podía pasarle desapercibida.