Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Una brecha en el patriarcado: Louise Michel
Acaban de cumplirse 111 años de la muerte de Louise Michel. La ocasión nos brinda la oportunidad de reivindicar no sólo la figura de esta maestra, escritora y luchadora anarquista, sino también una praxis subversiva para el patriarcado. Ello permite, en la estela de Walter Benjamin, una lectura “a contrapelo” de la historia que rescata el papel de las mujeres en la construcción de poder popular.
Pese a que no se consideraban feministas en sentido militante, las pioneras del feminismo anarquista contribuyeron a la lucha contra el machismo y el patriarcado, sobre todo si se tiene en cuenta que el feminismo, como dice Bell Hooks, es un “movimiento para acabar con la explotación sexista y la opresión”.
El patriarcado es un régimen criminal que desprecia la vida de las mujeres, sobre todo de aquellas que claman libertad e igualdad. Desmontarlo exige abrir brechas capaces de subvertir las instituciones, creencias y prácticas que, en palabras de Marcela Lagarde, perpetúan los “cautiverios” de las mujeres. Las brechas son una zona de combate que puede provocar rupturas o interrupciones del orden establecido. Representan resquicios u oportunidades para el avance feminista.
Louise Michel abrió una brecha en el patriarcado burgués y católico del siglo XIX mediante una conciencia feminista articulada en torno a cinco premisas fundamentales:
Primera: las mujeres pertenecen a un colectivo subordinado y como tal sufren injusticias. Como escribió en sus Memorias (1886): “Lo primero que debe cambiar es la relación entre sexos. Hombres y mujeres deberíamos estar caminando de la mano. En lugar de ello, hay antagonismo, y este durará el tiempo que la mitad más fuerte controle o piense que controla a la mitad más débil”.
Segunda: la condición de subordinación femenina no es natural, sino socialmente determinada. Dice al respecto: “Admito que el varón también sufre en esta sociedad maldita, pero ninguna tristeza puede compararse con la de la mujer. En la calle ella es la mercancía. En los conventos, en donde se oculta como en una tumba, la ignorancia la ata, y las reglas ascienden en su máquina como engranajes y pulverizan su corazón y su cerebro. En el mundo se dobla bajo la mortificación. En su casa, sus cargas la aplastan. Y los hombres quieren mantenerla así. No quieren que ella usurpe su función o sus títulos”.
Tercera: las mujeres deben organizarse entre ellas para remediar esta situación. Para ello reivindica el poder de las mujeres como fuerza instituyente capaz de desbordar el sistema patriarcal y crear nuevas formas de relación social: “Nosotras simplemente debemos tomar nuestro lugar sin pedir permiso por ello”. Y en un tono más amenazante: “Tened cuidado del día en que las mujeres se cansen de todo lo que les rodea y se levanten contra el viejo mundo. Ese día comenzará un mundo nuevo”.
Cuarta: la necesidad de una visión alternativa de la sociedad y de la vida, donde el ser humano tuviera plena autonomía. Indicios de esta nueva sociedad pueden vislumbrarse en su crítica a la moral familiar y sexual tradicional. Louise Michel condenaba el matrimonio por tratarse de un negocio más, que con el patrocinio de la Iglesia y el Estado fomentaba la mercantilización del sexo y la apropiación del cuerpo de las mujeres. Ni los varones ni el Estado ni la Iglesia debían tener potestad para decidir sobre la sexualidad y el cuerpo de las mujeres. Anticipándose a feministas como Simone de Beauvoir, concibió el matrimonio como una especie de prostitución legalizada: “¿Acaso no hay mercados donde se venden, en la calle, en los puestos de las aceras, las hermosas hijas del pueblo, mientras que las hijas de los ricos son vendidas por su dote? A una la toma quien quiere; a la otra, se la dan a quien quieren. La prostitución es la misma”. No en vano rechazó casarse.
Como maestra defendió una escuela libre de segregación de género en las aulas y la importancia de introducir la educación sexual en un encorsetado currículum educativo que domesticaba a las niñas enseñándoles costura y catecismo. Porque “la tarea de los profesores es dar a la gente los medios intelectuales para rebelarse”.
Quinta: terminar con la opresión sexista requiere la participación activa de las mujeres en la lucha revolucionaria. Se trataba de combatir la sociedad machista y clasista a partir de la autoorganización desde abajo y la acción colectiva, mediante una democracia popular basada en la acción directa, pues el voto femenino por el que luchaban las sufragistas burguesas no representaba una amenaza para la estabilidad del sistema capitalista y patriarcal. En este sentido, el feminismo anarquista nos dejó una reflexión memorable: las mujeres nunca se liberarían por la fuerza de los votos, sino por su propia fuerza. El compromiso era con la “revolución social”, no con la política parlamentaria, con el gobierno de la gente común y no con la representación política profesionalizada.
Esta conciencia rebelde la llevó a encabezar manifestaciones contra el paro y el hambre, a fundar periódicos, a ser encarcelada, deportada a Nueva Caledonia y a combatir, con un Remington en la mano y el uniforme de la Guardia Nacional enfundado, en las barricadas de la Comuna de París en 1871. Durante la Comuna, descrita como el “periodo revolucionario del que saldría el mundo nuevo”, formó parte del movimiento de las “petroleras” (mujeres acusadas de incendiar París con latas de petróleo para frenar el avance enemigo), fundó el Comité de Vigilancia femenino de Montmartre, creó, junto con otras revolucionarias, la Unión de Mujeres por la Defensa de París (una organización feminista de masas que ya planteaba el principio de a igual trabajo, igual salario) y trabajó como enfermera de ambulancia. Dice Sheila Rowbotham que su experiencia allí sirvió para que las parisinas asumieran posturas feministas en tensión con el machismo imperante también entre los comuneros.
Lo cierto es que no estamos ante un umbral democrático revolucionario como el del París de 1871, sino ante el predominio de sistemas electorales restringidos incapaces de satisfacer plenamente las exigencias y expectativas de las mujeres. En su largo camino hacia la emancipación, los feminismos tienen por delante el reto de ahondar las brechas abiertas en la democracia machista y elitista institucionalizada. Pero también el de abrir nuevas brechas en articulación con otros movimientos para ganar más espacios en la sociedad. Para ello, de acuerdo con Andrea Beltramo, tendrán que proseguir su lucha sin tregua para organizar la rabia, politizar la alegría, renovar las confianzas, aumentar la combatividad reivindicativa, no ceder, tomar las calles, diluir la línea entre lo legal y lo ilegal, resquebrajar viejos consensos, construir nuevos acuerdos, inventar nuevas utopías, crear otras maneras de vivir el amor y de habitar nuestros cuerpos, arrebatándolos al control de las corporaciones financieras, las iglesias, la medicina, la tecnología, la ciencia, la moral, la publicidad, etc. Sólo así estaremos en condiciones de luchar contra el presente en dirección hacia ese nuevo mundo imaginado por Louise Michel.
Acaban de cumplirse 111 años de la muerte de Louise Michel. La ocasión nos brinda la oportunidad de reivindicar no sólo la figura de esta maestra, escritora y luchadora anarquista, sino también una praxis subversiva para el patriarcado. Ello permite, en la estela de Walter Benjamin, una lectura “a contrapelo” de la historia que rescata el papel de las mujeres en la construcción de poder popular.
Pese a que no se consideraban feministas en sentido militante, las pioneras del feminismo anarquista contribuyeron a la lucha contra el machismo y el patriarcado, sobre todo si se tiene en cuenta que el feminismo, como dice Bell Hooks, es un “movimiento para acabar con la explotación sexista y la opresión”.