Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La memoria y el poder
Mientras haya víctimas con el valor de exigir verdad y reivindicación, mientras se haga memoria, habrá posibilidad de justicia.
Quizá no serán los tribunales nacionales —en contravía de su razón de ser y en función de razones políticas— los que juzguen a los responsables, pero las víctimas y sobrevivientes podrán entonces acudir a otros estrados judiciales, fuera de sus fronteras, o a instancias judiciales internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), o a la Corte Penal Internacional (CPI).
Los responsables de actos atroces, en medio de su delirio de poder, a menudo olvidan esto. Y muchas veces, quienes han sido violentados, aturdidos por las circunstancias y tanta impunidad, comprensiblemente pierden la esperanza. Sin embargo, son varios ya los ejemplos que confirman que en este asunto nada está definido. Casos como el de Pinochet, Videla y centenares de militares en Argentina o Fujimori, entre otros en el mundo, reflejan que, aunque sea tarde, es la memoria viva a través de las víctimas y sobrevivientes, la que lleva a que, al final, valiéndose de herramientas legales, se haga justicia, dentro o fuera de las fronteras.
No en vano se persigue y pretende callar a las víctimas, a los sobrevivientes y a quienes buscan esclarecer los hechos. No en vano, con intimidaciones, persecución y noticias falsas, se engaña y altera la realidad de los hechos.
Quienes tienen el poder y abusan de él confían en que este será infinito y que la impunidad los cobijará siempre pero, como dice el jurista en derecho internacional Wolfgang Kaleck, “la historia y la justicia son un proceso abierto. No se sabe con antelación qué medios jurídicos serán exitosos y cuáles no”. Así que lo que hoy puede que no funcione, podrá hacerlo mañana o al revés. Es una constante lucha en las que tanto las constelaciones políticas como las jurídicas cambian y con ellas, las oportunidades de justicia y verdad. Por ello la memoria viva es tan importante.
La memoria puede jugar un rol liberador para las víctimas y la sociedad entera, o puede ser usada como arma para la sumisión de otros. Esto explica por qué en países como la España de hoy los defensores de la dictadura franquista insisten en mantener a su líder como un héroe en un mausoleo y evitar a toda costa que sus restos sean exhumados para llevarlos a un lugar menos pretencioso y más acorde a lo que merece. Ellos dicen no encontrar el sentido en revolver el pasado.
Pero en realidad lo que temen es que se desmonte el imaginario de Franco como “el todo poderoso” que protegió a su pueblo de los rojos, temen que se genere reflexión en torno a los hechos, que se cuestione si realmente se puede reducir todo a una guerra entre dos bandos antagónicos o si hay mucho más detrás, que se cuestione la historia enseñada en la escuela y mucho menos quieren que finalmente la opinión pública sepa directamente de la voz de los pocos sobrevivientes y/o familiares de los violentados, la responsabilidad que Francisco Franco y la represión del Estado español tiene en el sufrimiento e indiferencia a la que han sido sometidos.
El silencio sobre los hechos, la censura, indiferencia al dolor de quienes padecieron estos abusos y la mentira a la que se sometió a toda la sociedad, es la que permite que aún hoy, más de 40 años desde las primeras elecciones democráticas en el país, exista, entre otras cosas, una fundación en y con el nombre del dictador y que una enorme parte de la sociedad ignore su propio pasado.
En todo conflicto armado, la primera víctima es la verdad y la lucha por la memoria se da al final entre quienes han ostentado el poder y escriben la historia oficial y quienes han sido victimizados. La historia nos ha sido enseñada con los lentes del poderoso. Y lo primeros, es decir, los poderosos lucharán por seguir presentándose como protectores y héroes, imponiendo la mentira y el olvido para minar la conciencia de la mayoría, los segundos exigen ser escuchados y reivindicar sus derechos.
Otro ejemplo actual, que refleja muy bien la lucha por la memoria, es el de Colombia. Con un Estado de Derecho profundamente débil y un aparato de justicia inoperante, o al servicio de intereses políticos y económicos, en este país es precisamente la memoria lo que más asusta a quienes han ejercido el control sobre el resto. Tienen la confianza de tener a la justicia ordinaria a su servicio, en muchos casos, a través de soborno, clientelismo o prebendas.
Para las víctimas y defensores de los derechos humanos es difícil superar la fuerza y el poder que poseen quienes han ejercido el control. Pero, la Justicia Especial para la Paz (JEP) como resultado de los acuerdos de paz firmados en 2016, representa un nuevo escenario que parece asustar a algunos, mientras que, por el contrario, a otra gran mayoría de la población afectada por el conflicto le da esperanza.
La JEP ha generado la expectativa de que finalmente el país se acerque un poco a la verdad, se ponga de manifiesto cuáles han sido las causas y se haga pública la responsabilidad de todos aquellos, aparte de las guerrillas, que han dinamizado una guerra de más de 50 años. Justamente y por esta gran oportunidad de justicia y verdad, es que este tribunal es constantemente torpedeado y atacado, pues de llegar a impartir justicia de manera seria y honesta, será imposible entonces seguir negando o escondiendo el abuso de poder y delitos perpetrados por las fuerzas armadas de la mano de los paramilitares y con el apoyo de grandes políticos, entes estatales y empresas al pueblo colombiano.
La historia se puede manipular, la memoria no, porque ella está viva. Buscarán silenciarla, pero mientras haya personas que la mantengan viva no podrá ser alterada. De ahí, que no solo sea la disputa solo entre poder y el derecho sino también la lucha entre historia y memoria.
El actual gobierno colombiano, en el que el senador Uribe Vélez da las directrices reales de mando, promueve la creación de nuevas salas especiales para los casos de militares dentro de la JEP, así como la introducción de magistrados adicionales a los inicialmente acordados y elegidos para tal tarea. El sentido de estos cambios, desde el uribismo, es que estos nuevos magistrados, expertos en “Derecho Operacional” y exmiembros de la fuerza pública juzgue a sus pares acorde a sus intereses. La lectura y narrativa que salga de estas sentencias es ya previsible.
Muy diciente es también que pretenden sentar en la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica a otro sujeto muy allegado a la institución militar. ¿No sería más sensato y honesto contar con un profesional independiente sin vínculos con ninguno de los grupos armados? Está claro que una balanza tan inclinada, solo promueve la desconfianza evitando que muchos testimonios se den a conocer.
Lamentablemente ejemplos como estos encontramos muchos, desde Chile con la disputa en torno al museo de la memoria desde su apertura en 2010, o las infinitas trabas para esclarecer los crímenes de Colonia Dignidad, Guatemala donde el presidente de la República recientemente expulsó del país al presidente de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), Iván Velázquez, hasta Alemania, donde a pesar del proceso de Nuremberg y el inmenso trabajo de memoria histórica, la ausencia de una comisión de la verdad y depuración real lleva a que todavía 73 años después de la segunda guerra mundial políticos de extrema derecha, sentados en el Bundestag, pongan en tela de juicio el holocausto judío en manos del ejército alemán y lo presenten como una insignificante “cagadita de pájaro” (en palabras de Gauland, jefe del partido de extrema-derecha AFD), en comparación con las glorias conseguidas.
La lucha es por acabar con la memoria de las víctimas y así evitar cualquier acercamiento a verdad o justicia. Es evitar que entremos en diálogo con el pasado, y que desarrollemos un poco más de humanidad como seres sociales que somos, que nos responsabilicemos con nuestros congéneres y crezcamos como sociedades democráticas.
La lucha es larga y agotadora, pero es necesaria. La memoria es el primer paso para que tarde o temprano, adentro o afuera del territorio, la justicia actúe, la verdad se conozca y que los violentados recobren un poco de la dignidad arrebatada por los poderosos.
Mientras haya víctimas con el valor de exigir verdad y reivindicación, mientras se haga memoria, habrá posibilidad de justicia.
Quizá no serán los tribunales nacionales —en contravía de su razón de ser y en función de razones políticas— los que juzguen a los responsables, pero las víctimas y sobrevivientes podrán entonces acudir a otros estrados judiciales, fuera de sus fronteras, o a instancias judiciales internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), o a la Corte Penal Internacional (CPI).