Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El negocio del agua: no hay derecho
El 5 de octubre de 2010, el juez Eduard Paricio dictaminaba que la Sociedad General de Aguas de Barcelona, más conocida como AGBAR, prestaba el servicio de suministro de agua en la ciudad condal de forma “ilegítima” y que la tarifa que cobraba era, literalmente, “ilegal”, ya que no había “contrato de concesión”.
La sentencia, por desgracia, no supuso una depuración de responsabilidades públicas por haber permitido durante décadas que una empresa privada se lucrara a costa de un servicio básico. Por el contrario, los responsables de la administración -el Área Metropolitana de Barcelona- y la misma AGBAR decidieron ir un paso más allá. Dos años más tarde, regularizaron la situación de forma burda y de dudosa legalidad a través de la creación de una empresa mixta -85% privada-, concedieron a AGBAR privilegios adicionales y, por si fuera poco, le pagaron 190 millones de euros por el buen servicio que ofrecía.
El despropósito no quedó allí. La Fundación AGBAR estableció un acuerdo con el Consejo General del Poder Judicial para formar los jueces “en materia de derechos de aguas”, una terminología reñida con el lenguaje utilizado por la ONU, para quien el acceso al agua y al saneamiento es un derecho humano básico. El acuerdo permitía a la Fundación publicar estudios y realizar seminarios de forma regular con miembros de la Audiencia Nacional y de diferentes tribunales autonómicos. En estos estudios participó nada menos que el juez Paricio, quien fue ascendido al Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, desde donde firmó sentencias que iban en dirección contraria a la que él mismo había dictado en 2010.
No por estar tristemente acostumbrados a escándalos de corrupción –el agua no escapa a ellos– estos dejan de sorprender. Mucho menos cuando el impacto de estas maniobras es tan evidente como vergonzoso. Desde 2009, el precio del agua ha subido cerca de un 26% en las principales ciudades del Estado –un 65,6% en Barcelona–. Mientras tanto, el número de familias que tienen dificultades para pagar los suministros básicos ha pasado en 6 años del 6% al 9,2%, es decir, más de un millón y medio de hogares. Se calcula que solo el año pasado, 300.000 familias se quedaron sin agua por no poder pagar. Mientras tanto, AGBAR, Aqualia y las grandes multinacionales del sector reparten cada año cientos de millones de euros que se van a los bolsillos de los accionistas.
Y es que si hablamos de precios no podemos olvidar que una cosa tan simpley a la vez tan profunda como tener un modelo de gestión pública en vez de privada permite eliminar de golpe toda una serie de costes innecesarios y, sobre todo, ilegítimos.En Cataluña,la diferencia de precio medio entre un gestor público del aguay uno privado es del 25%. A pesar de las evidencias,la lógica privatizadora continúa, y a día de hoy ya es más de la mitad de la población española la que, cada vez que abre el grifo, paga beneficios industriales y otros conceptos que nada tienen que ver con la garantía de este derecho humano.
Confiar en que una empresa privada subordinará sus resultados de explotación a cuestiones de índole social o ambiental es negar su esencia misma. No olvidemos que el suministro de agua presenta dos características especialmente sensibles. Por un lado, es un monopolio natural, que impide el cambio de compañía si se está disconforme con el servicio. Al mismo tiempo, es un mercado cautivo, ya que todo el mundo debe consumir sí o sí. Cuesta poco imaginar las consecuencias de una gestión lucrativa en un sistema de estas características.
No sorprende, pues, que en contraposición a esta dinámica se está abriendo camino una vía lógica e innovadora: la recuperación del control público del agua. En 2010, París decidió remunicipalizar y devolver a manos públicas la gestión el servicio de agua. El primer año la administración ganó 35 millones de euros. El dinero no acabó en los bolsillos de unos pocos: permitió bajar las tarifas un 8% y facilitó la introducción de la voz de los vecinos y vecinas en las decisiones. Más de 40 ciudades francesas han vivido un proceso similar. A escala global, grandes ciudades como Buenos Aires, Atlanta, Indianápolis, Berlín, Budapest, Dar-es-Salaam o Kuala Lumpur también han remunicipalizado sus servicios de agua tras comprobar como los cantos de sirena del sector privado se convertían en promesas reiteradamente incumplidas.
El Estado español no es ajeno a lo que ocurre en el resto del globo. El año pasado, más de 150.000 habitantes vieron como la gestión del servicio de agua de su municipio volvía a manos públicas. Entre los municipios pioneros figuran La Línea de la Concepción, en Cádiz; Arteixo, en La Coruña; Medina Sidonia, también en Cádiz, o Arenys de Munt, en Barcelona. El ahorro de costos, la mayor transparencia, el control democrático y la calidad del servicio, son algunos de los cambios que ya están notando estas poblaciones. Muchas otras tienen la empresa concesionaria de aguas en el punto de mira.
Que estos procesos estén en marcha, con todo, no quiere decir que sea fácil. Lo que algunos entendemos como un proceso de recuperación de los bienes comunes, otros –el poder, el Régimen, los que no nos representan– lo ven como la pérdida de una cuota de mercado, es decir, como una pérdida de privilegios. Y es que de privilegios y de derechos va la historia.
El 5 de octubre de 2010, el juez Eduard Paricio dictaminaba que la Sociedad General de Aguas de Barcelona, más conocida como AGBAR, prestaba el servicio de suministro de agua en la ciudad condal de forma “ilegítima” y que la tarifa que cobraba era, literalmente, “ilegal”, ya que no había “contrato de concesión”.
La sentencia, por desgracia, no supuso una depuración de responsabilidades públicas por haber permitido durante décadas que una empresa privada se lucrara a costa de un servicio básico. Por el contrario, los responsables de la administración -el Área Metropolitana de Barcelona- y la misma AGBAR decidieron ir un paso más allá. Dos años más tarde, regularizaron la situación de forma burda y de dudosa legalidad a través de la creación de una empresa mixta -85% privada-, concedieron a AGBAR privilegios adicionales y, por si fuera poco, le pagaron 190 millones de euros por el buen servicio que ofrecía.