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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El neoliberalismo antiliberal

¿Se puede considerar al neoliberalismo heredero e hijo del liberalismo? Es la pregunta que nos debiera surgir cada vez que los defensores de las ideas neoliberales se escudan en el paraguas liberal para legitimar sus pretensiones. Nunca se hacen llamar, a sí mismos, neoliberales… y no precisamente por una preferencia estética o terminológica.

El liberalismo clásico del que pretenden ser deudores se fundaba, al menos en teoría, en la búsqueda de un poder político limitado, que interviniese lo mínimo posible respetando la independencia de los ciudadanos bajo su manto. El fin: la garantía de un mercado en el que las fuerzas de la oferta y la demanda creasen las condiciones propicias para el libre intercambio entre quienes disfrutan de su conquistada independencia jurídica. Ciudadanos libres e iguales ante la ley que celebran entre sí contratos y que intercambian bienes y servicios en el nuevo ágora que es el mercado, mecido por una mano invisible y bendecido, en todo momento, por el ideal de progreso. Y todo ello en el liberalismo se da por natural, irreversible e imparable.

Paradójicamente, sin embargo, es en ese desarrollo natural del proceso liberal donde se encuentra la necesidad de adaptación de tales postulados iniciales, pues al desplegarse con toda su fuerza las potencialidades del desarrollo económico, el Estado se ve en la obligación de intervenir cada vez más en la realidad social. La industrialización y la creación de mega-urbes en el siglo XIX, producto de los “logros” liberales en la economía, va de la mano de una mayor reglamentación y regulación de lo social por parte del Estado: infraestructuras, nuevos servicios públicos, masas empobrecidas, conflictos demográficos, educación pública que forme a los nuevos trabajadores... Con el liberalismo se da la paradoja, por tanto, de que el Estado-nación se refuerza como nunca antes en la historia. Pero no es una paradoja que surja de una contradicción permanente e insalvable, puesto que los liberales intentaron siempre ir superándola a través de la adaptación y del progreso de sus concepciones. Frente a mayor intervención del Estado, mayor reconocimiento de derechos y mayor participación política. Frente a los nuevos problemas sociales, una respuesta reformadora eficaz que los integre y, por tanto, los neutralice. El liberalismo, transmutado en liberalismo democrático y reformismo social, evoluciona sin perder su esencia y su defensa a ultranza del mercado y de la libertad individual. A Locke le sigue Stuart Mill, y a Smith, Lord Keynes.

Sin embargo, tras la tragedia de la II Guerra Mundial, surge entre varios grupos de intelectuales la pretensión de recuperar las esencias de un liberalismo que ahora creen perdido y completamente desvirtuado. Pero lo harán reinventando el propio liberalismo y desechando algunas de sus ideas vertebradoras.

Como bien han expuesto Christian Laval y Pierre Dardot (La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, 2013), los ordoliberales alemanes (Röpke, Eucken…) se mostraron contrarios al laissez faire pleno de los primeros liberales y abogan por una intervención del Estado en la vida económica y social. Extraño parece, sí, pero cuando ahondamos en sus obras enseguida despertamos de la incredulidad. En efecto, defienden más intervención estatal, pero la cuestión reside para ellos en la naturaleza de dicha intervención. Lo que el Estado tiene que hacer, a través de la ley, es crear el marco propicio en el que el mercado pueda desarrollarse. El libre mercado, dicen, no es algo natural e inmutable ante lo cual tiene adaptarse continuamente el Estado, como creían los liberales clásicos, es un producto artificial y creado por el hombre, y en tanto tal, tiene que sustentarse en un armazón jurídico que le proporcione seguridad y garantías de funcionamiento. Y aquí es donde está el giro radical: el mercado no es anterior al Estado ni independiente a él, su existencia deriva de él y su supervivencia tiene que venir defendida por él. No hay necesidad de adaptarse a las necesidades progresivas del mercado y de “desvirtuar” los postulados del primer liberalismo al convertirlo en reformismo social, porque el mercado mismo es fruto de nuestra decisión política artificial y podemos moldear sus características a nuestro antojo.

Los neoliberales de corte ordoliberal no sólo le dan importancia al Estado, sino que lo convierten en el centro, en el motor, de los éxitos que pretenden. El marco jurídico estable del que se deriva la existencia del mercado tiene que imponer una serie de “principios constituyentes” (como los llama Eucken), necesarios para el buen funcionamiento del modelo ideado. Entre ellos, los ordoliberales alemanes destacaron dos principios que nos son ahora muy conocidos: la estabilidad presupuestaria y la monetaria. Ambas tenían que ser garantizadas, jurídicamente, por el poder político, pues de ambas se desprendían las condiciones óptimas de un mercado que debe su existencia misma a la acción estatal protectora. Se hace necesario ahora, por tanto, sustentar jurídicamente la libertad de un mercado que ya no se ve como natural, sino como resultado de determinadas políticas: la Unión Europea se amoldaría a la perfección, con el paso del tiempo, a tales fines.

Pero es que además, las pretensiones neoliberales no se reducen a que el mercado sea una esfera libre pero respaldada y creada por el poder político, puesto que, para que el propio mercado funcione, se necesita que sea el Estado el que intervenga en la vida social a través de la educación, la formación y la creación de una nueva mentalidad: el competitivismo. Frente a los liberales clásicos, que veían en el mercado un foro neutro en el que los ciudadanos libres intercambiaban sin obstáculos los bienes que demandaban y ofrecían, limitándose el Estado a proteger las mutuas obligaciones que asumían, los neoliberales quieren que el Estado intervenga en esos mismos ciudadanos libres, que los “reconfigure” conforme a un nuevo paradigma y a unos nuevos valores.

La competitividad llevada a sus últimas consecuencias, la mercantilización de todas las esferas de la vida, la expansión del mecanismo del precio y de la libertad de elección con criterio económico, deben ser inoculados por el Estado en todos los individuos. El libre intercambio cede al extremo competitivismo alentado por el poder político desde el nacimiento de la persona hasta su muerte. Así, un mercado protegido por un marco jurídico estable que garantice ciertos principios inmutables e integrado por operadores económicos que hacen de la competencia el criterio y el objetivo último de todas sus acciones (neoliberalismo hayekiano), es el ideal neoliberal que sustituye a un ya lejano liberalismo.

Pero, se dirá…ese espíritu de emprendimiento, de competencia, ya existía en autores como Smith o Ricardo. Sí, pero desde una perspectiva muy diferente. Para los autores clásicos, como Locke por ejemplo, el resultado del trabajo es propiedad del individuo que lo ha realizado, es un anexo a su persona gracias al mérito propio. El exterior, el resultado del trabajo, pasa a la esfera de disposición del interior, la persona. Por el contrario, en el pensamiento neoliberal esa diferenciación no se da, pues la exterioridad (el competitivismo) se funde en el interior, en la persona, para crear un nuevo individuo con una nueva ética: el emprendedor. No es que uno trabaje para obtener un rédito del que poder disfrutar, es que uno mismo interioriza la ética de la competición y la proyecta sobre todos los aspectos de la vida, incluido el de las relaciones sociales que no sean, en puridad, económicas.

El mercado ya no es, por tanto, el espacio vacío en el que se da un libre intercambio por el que circulan las mercancías, ya no es un medio, sino un fin en sí mismo, regulado a través de políticas estatales concretas e integrado por sujetos que son “mercado” en sí, sujetos completamente nuevos. El emprendedor se inserta en el mercado como homo economicus renovado y auto-constructivo. Los fines y los medios se confunden.

La limitación del Estado, de los poderes públicos, que en el liberalismo encontraba su fundamento en el respeto y garantía de unos derechos considerados naturales, o, al menos, en el mantenimiento de un libre mercado en el que tales derechos pudieran ejercerse, ahora se legitima por las condiciones mismas que hacen funcionar la máquina de la competitividad. Ya no se trata de una legitimación ética o finalista, sino de un argumento puramente instrumental. El Estado (donde incluimos como extensión a la Unión Europea) y el marco jurídico que crea para asegurar el mercado y la competitividad del emprendedor, quedan subordinados a éstos. Si hay un obstáculo que quiere pervertir el marco protector, ya sea el nuevo Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza o las libertades económicas fundamentales de la UE; o si hay un movimiento que pretende desviar el nuevo espíritu inoculado de la competitividad emprendedora, estos deben ser apartados inmediatamente. Incluso, dice Hayek, por la fuerza.

¿Se puede considerar al neoliberalismo heredero e hijo del liberalismo? Es la pregunta que nos debiera surgir cada vez que los defensores de las ideas neoliberales se escudan en el paraguas liberal para legitimar sus pretensiones. Nunca se hacen llamar, a sí mismos, neoliberales… y no precisamente por una preferencia estética o terminológica.

El liberalismo clásico del que pretenden ser deudores se fundaba, al menos en teoría, en la búsqueda de un poder político limitado, que interviniese lo mínimo posible respetando la independencia de los ciudadanos bajo su manto. El fin: la garantía de un mercado en el que las fuerzas de la oferta y la demanda creasen las condiciones propicias para el libre intercambio entre quienes disfrutan de su conquistada independencia jurídica. Ciudadanos libres e iguales ante la ley que celebran entre sí contratos y que intercambian bienes y servicios en el nuevo ágora que es el mercado, mecido por una mano invisible y bendecido, en todo momento, por el ideal de progreso. Y todo ello en el liberalismo se da por natural, irreversible e imparable.