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La Nakba o la interrupción de un pueblo

Todavía no logro encontrar palabras para describir lo que siento en cada conmemoración de la Nakba, la catástrofe palestina. Mi abuelo Judeh tuvo gran responsabilidad en ello, cuando de su mano pude ver algunas de las casas por él construidas en lugares como Talbiya y Qatamon; casas que hoy no son habitadas por sus legítimos dueños. Cada vez que veo esas casas nuevamente, se me vienen a la mente relatos de tantas masacres que terminaron con la destrucción de 418 aldeas, de familias completas huyendo dejando todos sus recuerdos atrás. 800.000 almas, el 70% del pueblo palestino, transformados de ciudadanos a refugiados en cuestión de días. La Nakba representa un trauma, la interrupción de un pueblo completo, su salida del mapa, su entrada en la humillación más profunda de ser un apátrida. Hoy, a 67 años de esa catástrofe, Israel aún lucha por mantener a Palestina fuera de los mapas, en una ecuación que poco a poco comienza a cambiar.

La Nakba puede ser descrita de muchas formas. Cada palestino tiene sus propios relatos, historias que han pasado ya por prácticamente cuatro generaciones, las llaves de las casas perdidas, títulos de propiedad y a veces, simplemente, algún objeto material cualquiera. Mi peluquero en Ramallah -un refugiado de Jaffa cuyo padre era un distinguido peluquero en el antiguo puerto alguna vez llamado “la novia del mar”- mantiene un colgador de su antigua peluquería junto con la vieja radio que pudieron rescatar mientras huían a pie dejando atrás todo lo demás. La Nakba puede ser descrita como la interrupción de un pueblo completo. Desde el punto de vista del objetivo sionista, la Nakba puede ser vista como la negación de la existencia del pueblo palestino, negando consiguientemente sus derechos básicos.

Desde 1948 Israel ha peleado en todos los foros internacionales por excluir a Palestina. El libro “100 años de fútbol palestino” de Issam Khalidi recopila un intercambio de cartas entre la FIFA y la Federación Palestina de Fútbol donde la segunda pide el reconocimiento como federación independiente, mientras la Federación Israelí de Fútbol responde simplemente afirmando que “Palestina no existe”. Tras décadas de negación, la Federación Israelí se encuentra en la FIFA con la Federación Palestina de Fútbol, quien no solo es un miembro de pleno derecho de la organización, sino que, cansada de las violaciones sistemáticas de Israel en contra del fútbol palestino, pide hoy la suspensión de la Federación Israelí. La Federación Palestina no ha hecho nada por negar los derechos de otros, sino tan solo por recuperar sus propios derechos. Gran diferencia con la Federación Israelí, que simplemente se ha encargado de legitimar las políticas de anexión y apartheid de su gobierno.

Israel también está perdiendo la lucha en contra del reconocimiento del Estado palestino. Con independencia de que todavía quedan países que condicionan el derecho de los palestinos a su libertad a la voluntad de Israel, la gran mayoría del mundo ha respondido al llamamiento del pueblo palestino. Con la firma de un acuerdo entre el Estado de Palestina y la Santa Sede, el reconocimiento vaticano de aquél ha sido la gran noticia de la semana. Ese acuerdo -el más avanzado entre el Vaticano y cualquier país de la región- ha de permitir a la Iglesia expandir sus operaciones en Palestina sin pagar impuestos, impulsando el desarrollo de sus instituciones y beneficiándose de los compromisos asumidos por Palestina con la firma de una serie de tratados internacionales, incluyendo la libertad de culto. Si nos remontamos a las relaciones históricas entre Palestina y el Vaticano, estas siempre han sido fuertes. Se consolidaron con la canonización, en presencia del presidente Abbas, de dos santas palestinas que sirvieron a su pueblo: Marie Alphonsine Ghattas y Mariam Baouardi. Reafirmar el reconocimiento vaticano de Palestina no solo llena de orgullo a los palestinos -y particularmente a los palestinos cristianos-, sino que también pone símbolos de interrogación a la actitud complaciente de quienes en Europa continúan condicionando el reconocimiento de Palestina a las negociaciones con Israel.

Cuando fue primer ministro de Israel, Golda Meir vivía en una casa robada al palestino George Bisharat en el barrio de Talbiya, en Jerusalén. Esa hermosa construcción llamada Villa Haroun Al Rasheed le debió haber hecho recordar algo a la señora Meir cuando afirmó que “los palestinos no existen”. Otro prócer de la historia israelí, el general Moshe Dayan, sin ánimo de responder a Meir, señaló: “aldeas judías fueron construidas en lugar de aldeas árabes. Ustedes ni siquiera saben los nombres de esas aldeas y no les culpo, porque los libros de geografía ya no existen”. Esa esquizofrenia colectiva israelí, que fluctúa entre el saber que en Palestina había un pueblo antes de 1948 y el negarlo férreamente, se cuestiona con la evidencia histórica mostrada incluso por los llamados “nuevos historiadores israelíes”, quienes han ratificado las historias de limpieza étnica contadas por los palestinos durante décadas.

Poco a poco Palestina vuelve a los mapas. Es un proceso lento debido a la complicidad internacional con el gobierno israelí, pero que revierte tanto la narrativa sionista como las políticas israelíes de colonización. Pasando por el duro compromiso histórico palestino de 1988, donde se reconoció a Israel sobre la frontera de 1967, hoy a Israel se le acaban las excusas. Con Palestina en la Corte Penal Internacional e impulsando una serie de iniciativas para terminar con la cultura de impunidad israelí, la situación ha cambiado significativamente desde que en 1948 un pueblo entero pasase a vivir en carpas de refugiados. Independientemente de que el proceso de negación sistemática de los derechos del pueblo palestino continúa como una Nakba viva 67 años después. Aún no hay palabras para describir lo que significa la Nakba para un palestino, pero lo que queda claro es que Israel no podrá impedir el retorno de Palestina a los mapas.

Todavía no logro encontrar palabras para describir lo que siento en cada conmemoración de la Nakba, la catástrofe palestina. Mi abuelo Judeh tuvo gran responsabilidad en ello, cuando de su mano pude ver algunas de las casas por él construidas en lugares como Talbiya y Qatamon; casas que hoy no son habitadas por sus legítimos dueños. Cada vez que veo esas casas nuevamente, se me vienen a la mente relatos de tantas masacres que terminaron con la destrucción de 418 aldeas, de familias completas huyendo dejando todos sus recuerdos atrás. 800.000 almas, el 70% del pueblo palestino, transformados de ciudadanos a refugiados en cuestión de días. La Nakba representa un trauma, la interrupción de un pueblo completo, su salida del mapa, su entrada en la humillación más profunda de ser un apátrida. Hoy, a 67 años de esa catástrofe, Israel aún lucha por mantener a Palestina fuera de los mapas, en una ecuación que poco a poco comienza a cambiar.

La Nakba puede ser descrita de muchas formas. Cada palestino tiene sus propios relatos, historias que han pasado ya por prácticamente cuatro generaciones, las llaves de las casas perdidas, títulos de propiedad y a veces, simplemente, algún objeto material cualquiera. Mi peluquero en Ramallah -un refugiado de Jaffa cuyo padre era un distinguido peluquero en el antiguo puerto alguna vez llamado “la novia del mar”- mantiene un colgador de su antigua peluquería junto con la vieja radio que pudieron rescatar mientras huían a pie dejando atrás todo lo demás. La Nakba puede ser descrita como la interrupción de un pueblo completo. Desde el punto de vista del objetivo sionista, la Nakba puede ser vista como la negación de la existencia del pueblo palestino, negando consiguientemente sus derechos básicos.