Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Cuando el poder popular sale del armario
Dice Boaventura de Sousa que la realidad está dividida por líneas metafóricas que crean abismos de silencio y nulidad. Son espacios de negación de la humanidad, de marginación, de exclusión radical y de desigualdad donde las poblaciones son producidas como inferiores e invisibles. Allí han sido abocados los sujetos y grupos oprimidos por las distintas formas de dominio económico, social y cultural, como las mujeres atenazadas por la violencia patriarcal o los migrantes que naufragan y mueren en el Mediterráneo. Cruzar los abismos implica hacerse visible y cuestionar la condición de explotado, dominado y estigmatizado.
Hace hoy 46 años uno de esos abismos empezó a cerrarse gracias a la revuelta de Stonewall, que marcó el surgimiento del movimiento internacional de lucha por el reconocimiento de los derechos civiles de gays, lesbianas, bisexuales y trans (LGTB) en Norteamérica y Europa occidental. Como otros bares semejantes, el Stonewall era un gueto nocturno donde la comunidad LGTB podía hacer visible su condición y protegerse del desprecio y el acoso social. Pero la madrugada del 28 de junio de 1969, en lugar de huir de la redada que se producía, los clientes se rebelaron contra la represión y la violencia policial. La chispa de la liberación LGTB se encendió en forma de un movimiento espontaneo de resistencia que se enfrentó a la policía en las calles durante varios días. Durante la confrontación se corearon lemas como “¡poder gay!”, inaudito en un país donde cuarenta y nueve Estados tenían leyes antihomosexuales.
Desde Stonewall, los movimientos LGTB han aumentado en todo el mundo para abrir caminos de transformación hacia sociedades igualitarias. La visibilización de las relaciones de poder en la sexualidad, las luchas por el reconocimiento del matrimonio igualitario, por formas alternativas de familia, por la inclusión de la identidad de género entre los motivos de discriminación, por el libre uso del cuerpo, por la construcción de masculinidades antipatriarcales, el activismo contra el SIDA y la denuncia pública de las actitudes heterosexistas de la izquierda son algunos de los frentes de batalla abiertos desde Stonewall hasta la reciente aprobación del matrimonio igualitario en Irlanda y el reconocimiento de su constitucionalidad en México y Estados Unidos.
No obstante, más allá de las conquistas sociales y jurídicas logradas, e independientemente de los contextos de lucha, los movimientos LGTB enfrentan una serie de retos comunes que marcan el camino para fortalecer su combatividad subversiva en pro de la emancipación social y sexual en el siglo XXI. Son los siguientes:
Despenalizar. Una mirada superficial puede inducir a creer que los prejuicios y la discriminación contra la población LGTB están desapareciendo. Nuestras sociedades siguen siendo estructuralmente opresivas. Valga un dato duro: la diversidad sexual y afectiva sigue siendo una realidad perseguida en 78 países, de los cuales 5 la castigan con la pena de muerte, según ILGA (2014). Además, igualdad jurídica no quiere decir igual social: el acoso escolar a los adolescentes LGTB (sobre todo trans) es una triste realidad y en muchos lugares una pareja del mismo sexo no puede caminar de la mano sin temor a ser agredida.
Despenalizar no quiere decir tan sólo dejar de perseguir y castigar por ley las relaciones entre personas LGTB, sino reconocer legislativamente sus derechos civiles (matrimonio, parentalidad, libertad de expresión y asociación, etc.), que son la condición básica de la ciudadanía íntima, sexual y reproductiva. Para ello es imprescindible contar con el apoyo de las tradiciones de la izquierda partidaria, sindical y gubernamental, algunas de las cuales todavía no han tomado en serio las exigencias radicales en torno a la sexualidad “porque la Revolución no entra por el culo” (“Fresa y chocolate”). Al contrario, como observó Engels en 1883: “Es un hecho curioso que con cada movimiento revolucionario importante la cuestión del amor libre pasa a un primer plano; para parte de los individuos constituye un progreso revolucionario el que se repudien las viejas cadenas tradicionales que ya no tienen sentido”. Y es que nada hay más parecido a un homófobo de derechas que uno de izquierdas.
Despatologizar, que significa dejar de tratar nuestros comportamientos sexuales e identidades de género como si fuesen un problema médico; combatir las dicotomías reduccionistas hombre-mujer y hetero-homosexual como discurso hegemónico y reconocer la pluralidad de géneros y sexualidades existentes: poliamorosos, queers, parejas abiertas, genderfuckers, BDSM, crossdressers, gender bender, etc.; y es también cuestionar la legitimidad científica de los pretendidos diagnósticos y terapias que se arrogan el derecho de establecer lo que se considera “normal” y lo que se considera “patológico”.
Descolonizar. Hay una tendencia a contar la historia de la emancipación LGTB por medio de un discursolineal y eurocéntrico: desde la invisibilidad y la represión premoderna hasta la visibilidad y la libertad sexual moderna, como si antes (y más allá) de Stonewall, Chueca o San Francisco no hubiera lucha y disidencia sexual. Esta tendencia ha contribuido a hipervisibilizar al varón homosexual blanco, adulto joven y de clase media en detrimento de las luchas de homosexuales, bisexuales y trans de color, de las personas LGTB con ingresos reducidos, de aquellas que viven con discapacidades, presentan una edad avanzada o pertenecen a minorías étnicas. De hecho, la rebelión de Stonewall fue propiciada por travestis y en ella tuvieron un papel destacado lesbianas y gays latinos.
En este sentido, descolonizar significa ampliar la mirada a las identidades sexuales y de género invisibilizadas que se construyen dentro y fuera de Occidente: las culturales sexuales del mundo árabe, los imaginarios sexuales japoneses, las sexualidades indígenas, etc., donde quienes mantienen relaciones sexuales con personas del mismo sexo no se identifican necesariamente como homosexuales, transgéneros o bisexuales. Y es también proclamar la solidaridad entre las sexualidades no normativas del Sur global, sobre todo con las de África y Oriente Medio, donde las comunidades LGBT son menos visibles y los movimientos sociales más duramente reprimidos.
Despatriarcalizar, o lo que es lo mismo, combatir el machismo, la lesbofobia y la transfobia aún habituales entre varones homosexuales y bisexuales; plantar cara a la discriminación sistémica que sufren las mujeres, así como a la intersección entre diferentes formas de discriminación (por edad, género, etnia, condición sexual, clase social, etc.); mostrar que los labios de las mujeres no están sellados y que sus identidades rebeldes se organizan en todo el mundo contra el patriarcado heterosexista y capitalista que las explota, reprime y mata.
Desmercantilizar. No hay que olvidar que el movimiento de liberación LGTB de 1970 surgió en una sociedad capitalista de clases. El proceso de reestructuración capitalista ha abierto espacio para la comunidad LGTB. La profunda penetración del mercado en su vida cotidiana ha creado formas de existencia, relación y visibilidad mercantilizadas en torno a bares, negocios de moda, publicaciones comerciales, etc. al tiempo que promueve una despolitización significativa de sus espacios y acciones, a menudo regidos por lógicas lucrativas y carnavalescas sin contenido. Desmercantilizar, en este contexto, es denunciar la falsa emancipación capitalista basada en el consumo; dejar de vivir la sexualidad a través de la compra de bienes y servicios; desmontar los estereotipos comerciales reservados por el capitalismo al público LGTB, que inculcan que si eres gorda, flaca, fea, discapacitado, enfermo, gitano o pobre mejor te encierras en el armario; crear espacios de contrapoder no dominados por relaciones de mercado; y es, en definitiva, fortalecer la militancia y el compromiso de transformación anticapitalista.
Stonewall no sólo representa la lucha contra el abuso y la represión, sino también la emergencia de un poder desde abajo y rupturista con el régimen heteropatriarcal que aún cierra las puertas de la democracia a las personas LGTB y convierte la diversidad sexual en una patología, un delito y un pecado. Es la memoria rebelde de que, cuando el poder popular sale del armario, los muros que separan lo humano de lo inhumano están en condiciones de ser derribados.
Dice Boaventura de Sousa que la realidad está dividida por líneas metafóricas que crean abismos de silencio y nulidad. Son espacios de negación de la humanidad, de marginación, de exclusión radical y de desigualdad donde las poblaciones son producidas como inferiores e invisibles. Allí han sido abocados los sujetos y grupos oprimidos por las distintas formas de dominio económico, social y cultural, como las mujeres atenazadas por la violencia patriarcal o los migrantes que naufragan y mueren en el Mediterráneo. Cruzar los abismos implica hacerse visible y cuestionar la condición de explotado, dominado y estigmatizado.
Hace hoy 46 años uno de esos abismos empezó a cerrarse gracias a la revuelta de Stonewall, que marcó el surgimiento del movimiento internacional de lucha por el reconocimiento de los derechos civiles de gays, lesbianas, bisexuales y trans (LGTB) en Norteamérica y Europa occidental. Como otros bares semejantes, el Stonewall era un gueto nocturno donde la comunidad LGTB podía hacer visible su condición y protegerse del desprecio y el acoso social. Pero la madrugada del 28 de junio de 1969, en lugar de huir de la redada que se producía, los clientes se rebelaron contra la represión y la violencia policial. La chispa de la liberación LGTB se encendió en forma de un movimiento espontaneo de resistencia que se enfrentó a la policía en las calles durante varios días. Durante la confrontación se corearon lemas como “¡poder gay!”, inaudito en un país donde cuarenta y nueve Estados tenían leyes antihomosexuales.