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Los policías infiltrados, Marlaska y los derechos fundamentales

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Esta semana se ha conocido el caso de un policía infiltrado en los movimientos sociales de Valencia. Un caso que se suma al reciente descubrimiento de, al menos, otros dos agentes encubiertos que durante años estuvieron dentro del movimiento estudiantil, organizaciones independentistas y movimientos sociales de Catalunya. No cabe duda de que la infiltración policial como técnica de investigación para obtener pruebas incriminatorias es una medida claramente vulneradora de los derechos fundamentales de los investigados. Entre ellos, del derecho a la intimidad pues, de otra manera, el policía no tendría acceso a datos o confidencias que forman parte de la intimidad de una persona. Ello genera, automáticamente, la pregunta de si tal técnica debería permitirse legalmente o no.

Existen, en este sentido, dos respuestas polarizadas: la posición consecuencialista y la deontologista absoluta. La primera, la consecuencialista, afirma que, en todo caso, el fin justifica los medios y, en consecuencia, debería estar permitida siempre que se considere necesaria para evitar un mal mayor. En el otro extremo está la segunda, la deontologista absoluta, que dice que, independientemente de cuales sean las consecuencias, cualquier actividad que implique vulnerar derechos humanos de una  persona no debe estar nunca, bajo ningún concepto, permitida.  

La posición de los ordenamientos jurídicos de la práctica totalidad de países democráticos, y seguramente la que parece más razonable, es una posición intermedia denominada “deontologismo de umbral”. Esta posición, conciliadora de las dos anteriores, sostiene que las actividades ocultas de Estado que vulneran derechos fundamentales solo deben permitirse, excepcionalmente, en casos en los que la gravedad de las consecuencias que se pretenden evitar estén por encima de cierto umbral y, siempre, deben estar limitadas y bajo control permanente para evitar excesos indebidos.

En el caso español, la figura del agente de policía infiltrado con identidad falsa se regula en el art. 282 bis introducido en 1999 en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) de 1982 y modificado por la Ley Orgánica 13/2015 para incorporar el agente encubierto a través de internet. Si tuviéramos que ubicar la regulación española de esta actividad bajo alguna categoría podríamos establecer que se trata de un “deontologismo de umbral débil” que, además, se incumple reiteradamente por el Estado.

Por un lado, hablo de “deontologismo de umbral débil” porque los límites y controles que la ley establece sobre esta actividad son, en algunos aspectos, mucho más laxos que los requeridos para cumplir estándares democráticos mínimos. Ejemplo de ello lo encontramos en lo que se refiere a la autoridad competente para autorizar el recurso al agente infiltrado. Junto al juez de instrucción competente, el art. 282 bis otorga esta facultad, también, al Ministerio Fiscal. Basta recordar la intervención, el año pasado, de Pedro Sánchez durante una entrevista en Radio Nacional de España cuando, refiriéndose a la extradición de Puigdemont, afirmó: “¿La Fiscalía de quién depende?” –“depende del Gobierno”, completó el periodista- “Pues ya está…”, para entender que con ello se está habilitando un instrumento de persecución política y espionaje en manos del gobierno que vulnera los principios de libertad más básicos. En cualquier país democrático, la autoridad competente para autorizar el recurso al policía encubierto debería ser, única y exclusivamente, un juez, quien debe desarrollar una contundente justificación y motivación en la que se demuestre la idoneidad de la medida, pero nunca el Ministerio Fiscal, ni siquiera dando cuenta de forma inmediata al juez de instrucción como señala la LECrim.

Pero es que, además, por otro lado, el resto de límites sí establecidos por la LECrim para regular esta técnica policial son, reiteradamente, incumplidos por las fuerzas de seguridad con el amparo del Ministerio de Interior. Podemos mencionar dos ejemplos muy claros:

Uno es que la LECrim limita el ámbito de utilización de infiltración policial solo a casos destinados a combatir la “delincuencia organizada”, determinándose, en el apartado 4 del citado art. 282 bis, las figuras concretas de crimen organizado en las que puede usarse este técnica. Y, a la vez, ella siempre debe utilizarse para investigar delitos ya cometidos, nunca con una finalidad preventiva ya que se considera que en estos supuestos no se dan las características de excepcionalidad, necesidad y subsidiariedad exigidas debiéndose buscar otros medios menos restrictivos de derechos.

Y otro es que, como no puede ser de otra manera, la misma LECrim obliga a que la actuación del agente debe estar circunscrita dentro de ciertos límites, no estando facultado para realizar acciones que puedan quebrantar dimensiones básicas de la dignidad humana de las personas investigadas, lo que, en su caso, debería generar responsabilidad penal del policía.

Ambos límites han sido, abiertamente, vulnerados en los casos de Barcelona y Valencia que han salido a la luz pública estos últimos días. En el supuesto del primer límite, resulta evidente que tanto si la infiltración policial se ha llevado a cabo considerando que sindicatos de estudiantes o asociaciones vecinales legales que desarrollan su actividad  dentro de la legalidad son organizaciones terroristas susceptibles de ser intervenidas de acuerdo con el apartado 4.n del art. 282 bis, como si esta intervención se ha hecho de manera ilegal, se trata, por igual, de hechos graves y condenables. Y en el caso del segundo límite, el uso instrumental, por parte del agente encubierto de Barcelona, de relaciones sexoafectivas bajo engaño con mujeres con el objetivo de introducirse dentro de los movimientos sociales y conseguir información, no solo vulnera cualquier código deontológico de actuación sino que constituye un delito de abuso sexual.      

Ante estas violaciones evidentes de la propia legalidad, la posición del ministro Fernando Grande-Marlaska es, una vez más, la de encubrir, amparar y premiar vulneraciones de derechos humanos sin que nadie le obligue a dimitir.

Esta semana se ha conocido el caso de un policía infiltrado en los movimientos sociales de Valencia. Un caso que se suma al reciente descubrimiento de, al menos, otros dos agentes encubiertos que durante años estuvieron dentro del movimiento estudiantil, organizaciones independentistas y movimientos sociales de Catalunya. No cabe duda de que la infiltración policial como técnica de investigación para obtener pruebas incriminatorias es una medida claramente vulneradora de los derechos fundamentales de los investigados. Entre ellos, del derecho a la intimidad pues, de otra manera, el policía no tendría acceso a datos o confidencias que forman parte de la intimidad de una persona. Ello genera, automáticamente, la pregunta de si tal técnica debería permitirse legalmente o no.

Existen, en este sentido, dos respuestas polarizadas: la posición consecuencialista y la deontologista absoluta. La primera, la consecuencialista, afirma que, en todo caso, el fin justifica los medios y, en consecuencia, debería estar permitida siempre que se considere necesaria para evitar un mal mayor. En el otro extremo está la segunda, la deontologista absoluta, que dice que, independientemente de cuales sean las consecuencias, cualquier actividad que implique vulnerar derechos humanos de una  persona no debe estar nunca, bajo ningún concepto, permitida.