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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Una política del trabajo

Es un hecho constatable la escasa atención prestada en la mayor parte de los programas, campañas y discursos a la cuestión del trabajo. Esta conflictiva dimensión del ser humano ha acabado por ser casi invisible -hay excepciones para todo- en la esfera política. Pareciera que la desvalorización social del trabajo que desde hace años venía construyéndose desde diferentes sectores del arco ideológico hubiese encontrado acomodo también en el ámbito del proyecto político, donde se fragua buena parte de la alternancia -no sólo parlamentaria- de cualquier sociedad. No me refiero a disputar si tal o cual estadística de empleo merece una valoración positiva o negativa, sino de conferir al trabajo un papel vertebrador sobre el que generar oportunidades de cambio y mejorar las condiciones de vida de la gente. Hacer política del trabajo, desde la reformulación necesaria de muchos planteamientos tradicionales, o abandonarse a la crítica destructiva de todo aquello que pueda oler a viejo discurso de clases. Como siempre recuerda Vicenç Navarro, antiguo no es sinónimo de anticuado.

Son legítimas, tan razonadas como discutibles, las propuestas políticas que sitúan los escenarios de emancipación social del futuro en esquemas ajenos a la dimensión laboral. En cualquier caso, en un escenario como el actual, con una tasa de pobreza y exclusión social que roza el 30% de la población y 740.000 hogares sin ingresos, conviene no obviar la evidencia de que lo que precisa la mayoría de la gente es poder optar a un empleo con el que ganarse la vida dignamente.

Situar el trabajo como eje central de cualquier discurso de alternancia política es clave por diversas razones. En primer lugar, porque tener un empleo remunerado sigue siendo el principal instrumento para evitar la exclusión social y poder aspirar al desarrollo de una vida digna con satisfacción de las necesidades materiales más perentorias -la mayor parte de las personas desempleadas no perciben prestación alguna-. La gente suele pasar trabajando buena parte de su vida, por lo que desplegar políticas que mejoren este ámbito de la actividad humana tiene enorme trascendencia; de esta forma, avanzar en aspectos relativos a la conciliación con la vida personal y familiar o incrementar derechos de participación conllevan una mejora sustancial de los parámetros democráticos de cualquier sociedad. Por otro lado, la del trabajo es una dimensión que suele concretarse de forma colectiva -aunque no siempre-, pudiendo incidir sobre espacios de convivencia que benefician de forma generalizada a amplios grupos sociales. De igual forma, hacer política sobre el trabajo posibilita también la generación de derechos fuera del contexto laboral, garantizando la financiación y accesibilidad de los servicios públicos y sistemas de protección social de las personas, algo clave para construir propuestas desde la igualdad. En unos momentos en los que se impulsa la figura del emprendedor en el imaginario colectivo, cientos de miles de personas -la mayoría jóvenes- son objeto de explotación cotidiana bajo esta fórmula que permite el ahorro de riesgos y costes empresariales a costa del catálogo de derechos y obligaciones adyacente a la relación laboral. Como mínimo, da para un debate razonado.

Tenemos una clase dirigente educada para un modelo de gestión política determinada, sostenida en el cortoplacismo y el anuncio edulcorante, con enormes dificultades para liderar proyectos estratégicos. De esta forma, no se trata de cuántos empleos ha generado la última cocina estadística oficial, sino qué trabajo sustenta nuestra sociedad. De aquí surgen discusiones   primordiales de cara al futuro sobre bienestar, igualdad, economía; democracia, al fin y al cabo. La senda actual es la de apuntalar la precariedad como modelo, no ya de nuestra economía sino de la propia estructura social. Así, se sigue legislando bajo el mantra de la flexibilidad, despojando de instrumental defensivo a la parte más débil e imposibilitando así una cultura de la solución dialogada de los conflictos en el ámbito laboral -trasunto de la práctica del decreto en la vida parlamentaria-. La representación mental que los jóvenes hacen del trabajo en la actualidad es bien diferente de la de generaciones anteriores. No se trata de una evolución natural, sino del resultado de una correlación de intereses concreta y prolongada en el tiempo. Un modelo de sociedad viene imponiéndose desde hace años hasta el punto de haber insertado sus fundamentos ideológicos en el eje central de buena parte de sus antagonistas tradicionales. El trabajo sería, por la importancia que tiene de cara a un planteamiento político general, un magnífico punto de partida para el revulsivo que precisa buena parte de la oposición en cuanto a pensamiento, discurso y praxis.

El mundo del trabajo tiene retos importantes por delante, y sobre algunos de ellos no tiene aún bien resuelta la propuesta política sobre la que desplegarse. La globalización económica requiere no ya del clásico ideario de solidaridad internacional, sino de una oferta ideológica que contraponga las contradicciones de clase, y haga posible la defensa de derechos y empleos dignos en un contexto donde no siempre se identifican con claridad los puntos de interés a defender. Competir entre iguales no lleva sino a una derrota compartida. De igual forma, se impone la adaptación al cambio climático y la consiguiente búsqueda de una forma de producir y trabajar ecológica y respetuosa con los límites del planeta. Se trataría de aprender a discernir qué cosas y servicios se corresponden con necesidades humanas, y conviene situar por tanto en el eje de las transiciones hacia otro modelo productivo, además de modificar procesos en base a una nueva ética social y ecológica del trabajo. Hay que retomar con fuerza la apuesta por la reducción del tiempo dedicado al trabajo y, consecuentemente, el reparto del mismo. Cuando gran parte de la gente trabaja en jornadas que superan con creces las oficiales, y otra tanta se desespera buscando un empleo, es necesaria una apuesta política decidida en este sentido para los próximos años.

Nadia Urbinati nos advierte que no ganaremos mucho mientras no dejemos de identificar al trabajo sólo con la fatiga, disociándolo de la conquista de derechos y la emancipación política. No le falta razón. Para ello, necesitamos ser capaces de construir un proyecto político que renueve el papel del trabajo bajo parámetros democráticos y acuerdos sociales de calado, generando esperanza e ideario para los próximos años. Qué mejor momento que una campaña electoral.

Es un hecho constatable la escasa atención prestada en la mayor parte de los programas, campañas y discursos a la cuestión del trabajo. Esta conflictiva dimensión del ser humano ha acabado por ser casi invisible -hay excepciones para todo- en la esfera política. Pareciera que la desvalorización social del trabajo que desde hace años venía construyéndose desde diferentes sectores del arco ideológico hubiese encontrado acomodo también en el ámbito del proyecto político, donde se fragua buena parte de la alternancia -no sólo parlamentaria- de cualquier sociedad. No me refiero a disputar si tal o cual estadística de empleo merece una valoración positiva o negativa, sino de conferir al trabajo un papel vertebrador sobre el que generar oportunidades de cambio y mejorar las condiciones de vida de la gente. Hacer política del trabajo, desde la reformulación necesaria de muchos planteamientos tradicionales, o abandonarse a la crítica destructiva de todo aquello que pueda oler a viejo discurso de clases. Como siempre recuerda Vicenç Navarro, antiguo no es sinónimo de anticuado.

Son legítimas, tan razonadas como discutibles, las propuestas políticas que sitúan los escenarios de emancipación social del futuro en esquemas ajenos a la dimensión laboral. En cualquier caso, en un escenario como el actual, con una tasa de pobreza y exclusión social que roza el 30% de la población y 740.000 hogares sin ingresos, conviene no obviar la evidencia de que lo que precisa la mayoría de la gente es poder optar a un empleo con el que ganarse la vida dignamente.