Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La Princesa que no merece ser llorada: biopolítica migratoria
Leonor de Borbón y Ortiz fue proclamada Princesa de Asturias el pasado 19 de junio con ocasión del nombramiento de su padre como Jefe del Estado. Madrid se engalanó para la ocasión. Las calles (por las que discurrió la comitiva) fueron limpiadas a conciencia y embellecidas. El pueblo –escaso, eso sí– salió a recibir al nuevo monarca. La plaza de Oriente acogió la presentación de la familia real. Leonor, con una pose digna de su clase, saludaba sobria a sus súbditos. Su status social, futura reina de la monarquía parlamentaria española (un trabajo con una buena remuneración y ante el que no deberá preocuparse de períodos de desempleo), le hará visitar las mejores instituciones académicas internacionales. Leonor de Borbón y Ortiz es una vida que merece, sin duda, ser vivida.
Pero en estos días de agosto, Leonor comparte su título con otra persona. El duodécimo día de este mes desembarcó en la costa de Tarifa una patera –una irónica y mortal zodiac de juguete– en la que se encontraba otra niña, de diez meses de edad. No tiene nombre, al menos no se le conoce. El personal de Cruz Roja la llama simplemente Princesa. Llegó a Europa sin sus padres, tiritando y con fiebre desde no se sabe qué lugar del continente africano. Sus padres se quedaron retenidos por la policía en Marruecos –ese Estado que tanto gusta visitar al abuelo y al padre de Leonor, y cuya democracia brilla por su ausencia.
Durante estos últimos días, junto a Princesa, cientos de seres humanos se han lanzado al mar o han tratado de saltar las verjas fronterizas. Algunos pocos lo han conseguido; otros, por el contrario, han muerto en el intento, han sufrido graves heridas y mutilaciones, han sido apaleados por la policía marroquí o devueltos en caliente por la guardia civil, en una grave y continua violación de la legislación vigente tanto nacional como internacional: artículos 26.2, 57, 58, 59 y 59bis de la Ley Orgánica 4/2000, de Extranjería; Ley 12/2009 sobre el Derecho de asilo; tratado bilateral con Marruecos de 1992; artículos 172, 404, 537, 540 y 542 del Código Penal español; artículos 2, 10, 13, 24 y 119 de la Constitución española; artículo 33 del Estatuto de los Refugiados de 1951; artículos 10 y 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; artículos 3, 6 y 13 de la Convención Europea de Derechos Humanos; artículos 18 y 19 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea; incluso la Directiva de la vergüenza, 2008/115/CE, se vería vulnerada en sus artículos 5, 12 y 13.
Pero también, al mismo tiempo que Princesa, han pasado la frontera marítima casi cincuenta menores de edad. Todas estas niñas y niños tienen un destino legalmente previsto: Centros de Internamiento para Extranjeros, o, por decirlo sin eufemismos, campos de concentración. Es cierto que ontológicamente no son iguales que Auschwitz. Mientras que este se hallaba en la anomia, los CIEs cumplen la profecía que Walter Benjamin escribió en sus Tesis de filosofía de la historia de 1938: el estado de excepción en el que vivimos ha devenido regla. Ciertamente, los CIEs se encuentran regulados por la Ley de Extranjería y por la Directiva de la vergüenza. Una normativa basada en la arbitrariedad policial, en un derecho penal-administrativo del enemigo. Como ha mostrado Giorgio Agamben (Homo sacer), el estado de excepción normalizado incluye a través de la exclusión. Las personas extranjeras (sin documentación legal) son incluidas en el ordenamiento jurídico español por medio precisamente de su exclusión de la comunidad (alegalidad administrativa). Delimitan así una frontera biológica.
Por eso, tanto el campo de concentración nazi como el campo de concentración de las democracias europeas contemporáneas –más de dos centenares, ocho de ellos en España tras el cierre en el año 2012 del CIE de Málaga por sus precarias condiciones–, comparten la misma raíz biopolítica. Se trata de una gestión y administración de la vida biológica en un sentido racial y de clase. Princesa es una mera vida no cualificada (zoé), vida desnuda arrojada a la muerte, pues, como nos advirtió Michel Foucault, nos encontramos ante un soberano que hace vivir y deja morir. El racismo sobre el que se asientan las políticas migratorias de la Unión Europea separa las vidas que merecen vivir de las vidas que no lo merecen; vidas invivibles con un status legal suspendido. Así se garantiza la vida de unos a costa de la exclusión de otros.
Durante años han pasado por estos campos personas que, de acuerdo a la normativa, no deberían haberlos pisado: mujeres embarazadas, enfermos, personas solicitantes de asilo o con cuyos países de origen el Estado español no tiene acuerdo de repatriación, etc. Allí han visto reducida su libertad hasta 60 días (aunque la Directiva 2008/115/CE prorroga este plazo a 18 meses). Encerrados, sobreviven en unas condiciones sobre las cuales los diferentes Gobiernos se niegan a informar (véanse los diferentes documentos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado).
Seguramente Leonor y Princesa nunca lleguen a conocerse. Leonor pasa sus vacaciones en Palma de Mallorca y, dicen los rumores, en la pequeña localidad almeriense de Agua Amarga. Princesa pasará las siguientes semanas entre personas voluntarias, policías y paredes de internamiento. A Leonor la veremos crecer años tras año, seremos cómplices televisivos de sus fortunas y de sus pesares. De Princesa ya ni siquiera se habla porque Princesa es el nombre de todas las personas anónimas que día tras día tratan de cruzar las fronteras –vallas, verjas, mares o aeropuertos–, acaban recluidas en un campo de concentración, posteriormente expulsadas en vuelos invisibles (también por mar y tierra) y, finalmente, abandonadas a su suerte. De acuerdo con las políticas migratorias, Princesa, esa niña de apenas un año que llegó en patera este verano a Tarifa, es una vida que no merece ser llorada.
Leonor de Borbón y Ortiz fue proclamada Princesa de Asturias el pasado 19 de junio con ocasión del nombramiento de su padre como Jefe del Estado. Madrid se engalanó para la ocasión. Las calles (por las que discurrió la comitiva) fueron limpiadas a conciencia y embellecidas. El pueblo –escaso, eso sí– salió a recibir al nuevo monarca. La plaza de Oriente acogió la presentación de la familia real. Leonor, con una pose digna de su clase, saludaba sobria a sus súbditos. Su status social, futura reina de la monarquía parlamentaria española (un trabajo con una buena remuneración y ante el que no deberá preocuparse de períodos de desempleo), le hará visitar las mejores instituciones académicas internacionales. Leonor de Borbón y Ortiz es una vida que merece, sin duda, ser vivida.
Pero en estos días de agosto, Leonor comparte su título con otra persona. El duodécimo día de este mes desembarcó en la costa de Tarifa una patera –una irónica y mortal zodiac de juguete– en la que se encontraba otra niña, de diez meses de edad. No tiene nombre, al menos no se le conoce. El personal de Cruz Roja la llama simplemente Princesa. Llegó a Europa sin sus padres, tiritando y con fiebre desde no se sabe qué lugar del continente africano. Sus padres se quedaron retenidos por la policía en Marruecos –ese Estado que tanto gusta visitar al abuelo y al padre de Leonor, y cuya democracia brilla por su ausencia.