Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El problema religioso de la Francia laica
Una de las grandes conquistas simbólicas de los republicanos franceses en el siglo XIX fue imponer restricciones a los párrocos en el toque de campanas. El fundamento era evidente: aislar el culto intramuros de las iglesias, y garantizar que el espacio público de los pueblos de Francia fuera un territorio cívico puro, impermeable a los perturbadores ecos clericales que ponían en peligro una nueva forma de vivir juntos. El día después de los atentados del 13 de noviembre, las campanas de Notre Dame rompieron el luctuoso silencio de París; antes, en la misma ceremonia, había sonado la Marsellesa y el arzobispo parisino había recordado el sustrato cristiano del pueblo francés. Algunos medios de comunicación sugirieron que aquella ceremonia auguraba una reafirmación de la identidad católica francesa como reacción a los ataques del islamismo radical. Un punto y aparte en la inmaculada historia moderna de la laicidad gala. Nada más lejos de la realidad. La Marsellesa sonando bajo las campanas de la vieja catedral no fue sino una variable ceremonial postmoderna para canalizar el dolor. La laicidad, la vieja laicidad de los republicanos, está hoy en Francia en boca de todos y, aparentemente, fuera de toda discusión. De hecho, si uno presta atención a los discursos pronunciados por las distintas autoridades francesas, la laicidad se ha erigido en el cuarto pilar fundacional de la República; junto a la liberté, la égalité y la fraternité, la laïcité es la síntesis de aquello que se intenta destruir y que la República está obligada a defender.
La apelación a los fundamentos de un orden político cuando este se ve amenazado y se quiere ofrecer una respuesta unitaria y contundente es, desde luego, una reacción lógica. Se trata de sintetizar el pluralismo social en torno a una identidad política compartida que defender de forma unívoca. Sin embargo, la apelación grandilocuente a conceptos abstractos esconde, en muchas ocasiones, una operación de autoengaño que consiste en asumir, no sólo que existe un consenso sobre qué son esos valores, sino que los mismos tienen una vigencia contrastada. En este sentido, ante una guerra planteada contra el terrorismo del estado islámico, y en un país donde hay más de cinco millones de musulmanes, hay que preguntarse qué significa realmente el principio sobre el que Francia ha querido definir históricamente su posición con respecto al fenómeno religioso y que hoy es invocado como elemento innegociable de la identidad republicana: la laicidad. Y, a este respecto, lo primero que habría que decir es que la laicidad francesa es un gran mito jurídico.
Así, frente a la idea de una Francia en la que la Constitución exige una estricta separación Iglesia-Estado, lo cierto es que las obligaciones constitucionales derivadas del principio de laicidad han sido interpretadas de forma absolutamente laxa tanto por el Consejo Constitucional francés como por el propio Consejo de Estado. De hecho, entre otras realidades dignas de mención, en Francia se financia con dinero público las escuelas religiosas, los gastos de conservación y mantenimiento de todos los edificios destinados al culto, anteriores a 1905, y la asistencia religiosa en hospitales, dependencias militares y penitenciarias. Y hay algo más relevante: la legendaria Ley de Separación de 1905, que es la que define los términos jurídicos de la separación Iglesia Estado, no rige en todo el territorio francés, estando aún vigente en los territorios de Alsacia y Lorena el viejo Concordato napoleónico, lo cual quiere decir que en estas provincias, la República francesa, entre otras cosas, sostiene económicamente el culto católico, protestante y judío.
Pero si la laicidad es en Francia un mito jurídico, políticamente, filosóficamente podríamos de decir, nadie puede negar la realidad de su triunfo ni la incidencia clave que este tuvo para integrar políticamente a dos memorias nacionales, la monárquica y la republicana, enfrentadas desde el origen de la propia Revolución. Como es sabido, es la Ley de Separación de 1905 el mito fundacional del pacto laico pero no puede obviarse que este pacto se vio interrumpido durante el régimen de Vichy, y que sólo a partir de la IV República puede hablarse de un triunfo definitivo de París frente a Versalles. La restauración de la identidad católica por el régimen de Vichy hizo de la laicidad un elemento indispensable para representar la continuidad de la República tras la Liberación, y, desde entonces, República y laicidad son en Francia categorías indisociables. Frente a su debilidad jurídica, su fortaleza política descansa en que en torno a la idea de una República sin Dios se integró definitivamente la querella entre el republicanismo y el catolicismo político. La historia de la laicidad en Francia es una historia triunfal y de ahí que haya sido un valor susceptible de mitificación y, en cierta medida, aunque suene paradójico, de un culto nacional casi religioso. Como explica Enmanuel Todd, buena parte de la antigua Francia católica y conservadora ha abandonado la creencia pero no su conservadurismo, que ahora descansa en el culto, en clave nacionalista, a ciertos elementos de la identidad republicana, entre ellos la laicidad. El “catolicismo zombi” defiende hoy la laicidad de forma tanto o más intensa que los continuadores de la tradición republicana.
En todo caso, la laicidad republicana no puede ocultar sus fracasos. Así, si este principio integró las antiguas querellas nacionales, lo cierto es que el modelo de integración ciudadana que, desde las escuelas, se construye en torno a la idea de laicidad, no ha servido para integrar satisfactoria e igualitariamente a la comunidad musulmana en la República. Desde que en 1989 irrumpiera el denominado problema del velo islámico, es innegable que la República tiene un problema religioso, que un número no desdeñable de sus hijos, franceses de tercera generación y de religión musulmana, crecen como outsiders de la comunidad política. Ante este desafío, la respuesta ha sido la reafirmación de la laicidad republicana, a través de un discurso que deja fuera de toda duda, como afirmara Jacques Chirac, la idea de que la República es incompatible con el multiculturalismo. Pero negar el multiculturalismo de iure no significa terminar con el multiculturalismo de facto, y la realidad es que hay una subcultura no integrada satisfactoriamente en la República.
Francia afronta hoy un problema de seguridad pública pero padece desde hace tiempo un problema religioso que no es, ni mucho menos, del todo ajeno al primero. Es innegable que las mismas dificultades que tiene parte de la comunidad islámica para asumir en ciertos ámbitos la idea de laicidad, las tiene la propia Republica a la hora de proyectar la idea de égalité sobre una comunidad que encabeza los índices de exclusión social. La gran pregunta es, en este sentido, si Francia podrá revertir esta situación sin realizar una política de cultos en principio vedada por la propia laicidad del Estado. Así, desde una suerte de nuevo galicanismo -tradición tan francesa como la laicidad- hay quien plantea, desde hace tiempo, y en base a argumentos no sólo igualitarios sino de orden público, la necesidad de construir desde el Estado un Islam francés, leal a los valores republicanos, una idea que se concreta en propuestas de reconocimiento del culto islámico, y de colaboración financiera del Estado con esta comunidad para la formación de sus imanes o la construcción de sus mezquitas. Todo ello para evitar la desconexión de parte de este colectivo con la comunidad política y también la injerencia de indeseables influencias externas. Sin duda, esto supondría un replanteamiento de la laicidad, volver, aunque el paralelismo no sea del todo exacto, a una cierta idea de supervisión estatal de lo religioso, bien presente, por otro lado, en buena parte de la historia de la Francia post-revolucionaria. Los últimos acontecimientos pueden significar su puesta en práctica o el rechazo definitivo a estas propuestas de revisión del modelo de laicidad francés, basadas en una suerte de galicanismo postsecular, postmoderno, podríamos decir. En cualquier caso, este debate va a ser ineludible.
Un personaje de la novelista Carson Mccullers contaba su extrañeza cuando, tras viajar desde Estados Unidos a Francia para encontrar la pureza de los valores republicanos, se encontró con que aquello consistía en beber vino en mesas pequeñas, comprar baguettes y pasear dando golpecitos con la baguette en las farolas. Visto así, desde luego, ser francés parece fácil, pero la historia reciente ha demostrado que no lo es, por lo menos para una parte de los hijos de la República. La Francia moderna, la República laica, no ha resuelto aún su segundo problema religioso.
Una de las grandes conquistas simbólicas de los republicanos franceses en el siglo XIX fue imponer restricciones a los párrocos en el toque de campanas. El fundamento era evidente: aislar el culto intramuros de las iglesias, y garantizar que el espacio público de los pueblos de Francia fuera un territorio cívico puro, impermeable a los perturbadores ecos clericales que ponían en peligro una nueva forma de vivir juntos. El día después de los atentados del 13 de noviembre, las campanas de Notre Dame rompieron el luctuoso silencio de París; antes, en la misma ceremonia, había sonado la Marsellesa y el arzobispo parisino había recordado el sustrato cristiano del pueblo francés. Algunos medios de comunicación sugirieron que aquella ceremonia auguraba una reafirmación de la identidad católica francesa como reacción a los ataques del islamismo radical. Un punto y aparte en la inmaculada historia moderna de la laicidad gala. Nada más lejos de la realidad. La Marsellesa sonando bajo las campanas de la vieja catedral no fue sino una variable ceremonial postmoderna para canalizar el dolor. La laicidad, la vieja laicidad de los republicanos, está hoy en Francia en boca de todos y, aparentemente, fuera de toda discusión. De hecho, si uno presta atención a los discursos pronunciados por las distintas autoridades francesas, la laicidad se ha erigido en el cuarto pilar fundacional de la República; junto a la liberté, la égalité y la fraternité, la laïcité es la síntesis de aquello que se intenta destruir y que la República está obligada a defender.
La apelación a los fundamentos de un orden político cuando este se ve amenazado y se quiere ofrecer una respuesta unitaria y contundente es, desde luego, una reacción lógica. Se trata de sintetizar el pluralismo social en torno a una identidad política compartida que defender de forma unívoca. Sin embargo, la apelación grandilocuente a conceptos abstractos esconde, en muchas ocasiones, una operación de autoengaño que consiste en asumir, no sólo que existe un consenso sobre qué son esos valores, sino que los mismos tienen una vigencia contrastada. En este sentido, ante una guerra planteada contra el terrorismo del estado islámico, y en un país donde hay más de cinco millones de musulmanes, hay que preguntarse qué significa realmente el principio sobre el que Francia ha querido definir históricamente su posición con respecto al fenómeno religioso y que hoy es invocado como elemento innegociable de la identidad republicana: la laicidad. Y, a este respecto, lo primero que habría que decir es que la laicidad francesa es un gran mito jurídico.