Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
¿A dónde vas, Reino Unido?
En un par de semanas se cumplirá un año del referéndum por el cual los británicos acordaron abandonar la Unión Europea. El resultado de aquella consulta sorprendió a muchos en el Viejo Continente e hizo que se encendieran las alarmas sobre la viabilidad del proyecto europeo. Doce meses después, la votación ha tenido como efecto el reforzamiento de una cierta unidad entre los gobiernos de la UE y una radicalización del discurso nacionalista en el Reino Unido. Si bien la salida del país de la UE está aún lejos de completarse, el referéndum ya ha producido una serie de cambios significativos. La Gran Bretaña de hoy es un país distinto al de hace un año.
Una de las transformaciones más significativas se ha producido en el Gobierno británico. La primer ministra Theresa May ha adoptado un discurso contra los inmigrantes y refugiados que recuerda mucho al de los ultraderechistas del UKIP. Los recientes atentados de Manchester y Londres han servido a la primera ministra para insistir en “la superioridad” de los valores británicos y vincular al terrorismo islamista con la acogida de refugiados.
Los europeos también han estado en el punto de mira de los Tories en los últimos meses. En primavera el Partido Conservador utilizó por dos veces su mayoría en el Parlamento de Westminster para impedir que se les garantizaran los derechos a los ciudadanos de la UE que residen en el Reino Unido. Pese a la oposición del resto de los partidos y de la Cámara de los Lores, los Tories defendieron su decisión argumentando que los tres millones de miembros de la UE que viven en Gran Bretaña iban a ser utilizados como moneda de cambio en las futuras negociaciones con Bruselas.
Es más, el Gobierno de May ha presentado la Unión Europea como enemigo de las ancestrales libertades británicas. En lo que parece un caso demagogia nacionalista de libro, a principio del de mes de mayo, la primera ministra acusó a “políticos y funcionarios de Bruselas” de ser una amenaza para el Reino Unido al querer interferir en las elecciones generales británicas del 8 de junio para impedir su victoria.
Los laboristas también han modificado su discurso en el último año. Jeremy Corbyn y otros muchos dirigentes laboristas han empezado a hablar de la necesidad de controlar la inmigración, de ser selectivos con quien se deja entrar en el país, de restringir, en definitiva, el número de extranjeros que llegan al Reino Unido. Corbyn también ha cambiado su posición sobre la UE. Pese a la oposición de muchos en su partido, el líder laborista votó a favor de activar el Artículo 50 del Tratado de Lisboa para propiciar la salida del Reino Unido de la UE. Su promesa de consultar a la ciudadanía sobre el acuerdo de salida que se alcanzará con Bruselas por medio de unas elecciones generales o a través de un segundo referéndum ha sido abandonada porque ahora se considera que esto sería ir en contra de la “voluntad del pueblo”.
El fenómeno anti-inmigración y anti-europeísta que sacude el Reino Unido es en sí muy europeo y muy poco novedoso. Hace más de veinticinco años, la socióloga Brigitte Orfali contó en su libro L'adhésion au Front National cómo la extrema derecha francesa tenía muy poco éxito electoral, pero su discurso y posicionamiento sobre inmigración habían sido paulatinamente aceptados por los partidos mayoritarios de todo el arco político. Parece obvio que lo ocurrido en Gran Bretaña en los últimos meses sigue un patrón parecido: el UKIP tiene un apoyo bastante limitado en las urnas, pero sus discursos y propuestas han sido recogidos, en diferentes grados, por conservadores y laboristas.
Detrás de este proceso existe un claro interés por hacerse con el electorado del UKIP por parte del Partido Conservador y del Partido Laborista, pero la adopción de discursos nacionalistas anti-inmigración y anti-europeístas es también reflejo de posturas xenófobas que se encuentran muy arraigadas en amplios sectores de la sociedad británica. No fue casual que en los días que siguieron al referéndum del Brexit el número de agresiones a extranjeros y minorías religiosas se disparara hasta máximos históricos, pasando de unos 120 a más de 200 ataques semanales.
Pero, quizás, más significativo aún es el elevado número de agresiones racistas y xenófobas, que, además, ha ido aumentando desde principios de la década actual. Según los datos de la policía, entre el segundo semestre de 2011 y el primero de 2012 se produjeron un total de 35.944 ataques racistas en Inglaterra y Gales. Entre el segundo semestre de 2015 y el primero de 2016 la cifra llegó a 58.197. Estos datos nos muestran un país con unos altísimos niveles de agresiones contra extranjeros y minorías étnicas. Se trata, además, de una violencia en buena medida normalizada socialmente, ya que rara vez encuentra hueco en los medios de comunicación y está prácticamente ausente del debate político.
Sin embargo, la idea del inmigrante como enemigo de la nación británica es un tema recurrente en los medios de comunicación y el discurso político que tiene un apoyo social considerable. Una investigación de la Aurora Humanitarian Iniciative reveló hace unos días que el 56% de los británicos consideran que las minorías étnicas son una amenaza para su país. En particular, esta amenaza se entiende en el ámbito de la identidad nacional. Lo que se considera atacado es una idea particular de lo británico basada en una serie de mitos sobre el Imperio, la Revolución Industrial y las dos Guerras Mundiales que fomentan una identidad nacional fundamentalmente blanca y promueven un sentimiento de superioridad con respecto a sus vecinos europeos. Así las cosas, no debiera sorprendernos que la negativa a garantizar los derechos fundamentales de los europeos residentes en el Reino Unido fuera mayoritariamente apoyada por un 55% de los británicos, frente a un 29% que defendió lo contrario.
Los resultados de las elecciones del jueves van a determinar el tono de las negociaciones con Bruselas para formalizar la salida del Reino Unido. Hasta el momento, la táctica de Londres se han caracterizado por la improvisación y la agitación nacionalista. Pero, sea cual sea el resultado electoral, el nuevo gobierno tendrá que vender un acuerdo de secesión a una sociedad británica donde los sentimientos anti-europeos y anti-inmigrantes se han disparado tras el referéndum del Brexit. La Gran Bretaña cosmopolita, tolerante y multiétnica está a la defensiva y un tanto atónita ante la nueva situación. De su capacidad para articular un proyecto alternativo al nacionalismo xenófobo dependerá en gran medida el futuro del Reino Unido fuera de la Unión Europea.
En un par de semanas se cumplirá un año del referéndum por el cual los británicos acordaron abandonar la Unión Europea. El resultado de aquella consulta sorprendió a muchos en el Viejo Continente e hizo que se encendieran las alarmas sobre la viabilidad del proyecto europeo. Doce meses después, la votación ha tenido como efecto el reforzamiento de una cierta unidad entre los gobiernos de la UE y una radicalización del discurso nacionalista en el Reino Unido. Si bien la salida del país de la UE está aún lejos de completarse, el referéndum ya ha producido una serie de cambios significativos. La Gran Bretaña de hoy es un país distinto al de hace un año.
Una de las transformaciones más significativas se ha producido en el Gobierno británico. La primer ministra Theresa May ha adoptado un discurso contra los inmigrantes y refugiados que recuerda mucho al de los ultraderechistas del UKIP. Los recientes atentados de Manchester y Londres han servido a la primera ministra para insistir en “la superioridad” de los valores británicos y vincular al terrorismo islamista con la acogida de refugiados.