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¿Reformar la Monarquía? Preservar el Estado de Derecho

27 de agosto de 2020 21:33 h

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El agravamiento progresivo de la crisis sanitaria y nuestra fundada preocupación por un futuro próximo y lejano cada vez más incierto no deben favorecer, sin embargo, el olvido de la grave situación que atraviesa la institución de la Corona en España tras la decisión de su antiguo titular, Juan Carlos I, de abandonar el país en el que él mismo reinó durante décadas. Y este olvido no ha de producirse no sólo por la necesidad de debatir democráticamente el modelo de jefatura de estado que queremos, no sólo por tendencias republicanas o monárquicas que tirios o troyanos muestren, sino también, y sobre todo, por la necesidad de mantener la vigencia de nuestro propio sistema democrático y de Derecho. Si a la democracia le es inherente la rendición de cuentas de todos los poderes ante el pueblo como sujeto soberano y portador de la voluntad constituyente, del Estado de Derecho se deriva el principio de responsabilidad por el incumplimiento de las leyes y su necesaria sanción. 

La Monarquía, como institución extraña a la racionalización del poder que se produce desde las primeras revoluciones liberales hasta la consecución del Estado social y democrático de posguerra, mantiene una tensión constante con el propio constitucionalismo y principios tan esenciales del mismo como el de igualdad. Por ello, no debe tampoco sorprendernos que la regulación constitucional en España de la Corona esté repleta de elementos que, al margen de la simpatía que pueda despertar o no la institución, han de sorprender a todo aquel que se acerque al texto con unas lentes mínimamente racionales, ilustradas, democráticas o, simplemente, jurídicas. Así, en el orden de sucesión se prima al varón sobre la mujer, atentando contra el valor de la igualdad; el Rey es el que, al margen de cualquier fiscalización, distribuye libremente, y sin necesidad de justificar nada, el presupuesto que tiene asignado; y, como se está poniendo de relieve en los últimos tiempos, su figura goza de una inviolabilidad que muchos entienden como plena inmunidad para los hechos que puedan imputársele y que hayan acaecido durante su mandato.

Se ha sostenido, no sin razón, que esta última protección tiene que interpretarse restrictivamente y de conformidad con los valores y principios constitucionales, por lo que muchos entendemos que no tendría que extenderse a los actos privados del Monarca. Como prerrogativa que es va unida a las funciones constitucionales encomendadas y se debería agotar en ellas. Hasta el momento, sin embargo, los tribunales no lo han considerado así y han extendido la protección a todas las actividades y actos del Jefe del Estado. Así que, como en el cuento, el Rey queda desnudo ante la inocente pregunta: ¿y si comete un delito? En estas estamos, presuntamente.

Defender la primera interpretación debería agradar a los más monárquicos, pues es la que mejor protegería a la institución, tanto de este caso como de ulteriores que pudieran producirse. Blindar excesivamente la Jefatura de Estado, cuyo diseño constitucional ya despierta recelos desde la óptica del Estado democrático y de Derecho, es contraproducente para las propias pretensiones de fundamentar y justificar el principio monárquico, pues este descansa hoy en el prestigio y, desprendiéndose del mismo, la neutralidad como auctoritas que puede llegar a erigir el Rey sobre la fragmentación política. Sin embargo, como no hay visos de que la opinión de los tribunales vaya a cambiar, y menos la más rígida del Tribunal Constitucional, una posible intención reformista y nada traumática para el monarquismo podría descansar en la conveniencia de modificar la Constitución para restringir la inviolabilidad, reducirla al papel de prerrogativa y, aprovechando la coyuntura, sustituir los elementos más controvertidos de la Monarquía ya apuntados. Y aquí se presenta, nuevamente por exceso de celo, un problema (para quien defienda esta postura) de difícil solución. El peculiar constituyente de 1978, deseando proteger al máximo a la Corona, introdujo toda su regulación (el Título II) en el procedimiento agravado de reforma constitucional (artículo 168), con lo que cualquier modificación, incluso de los aspectos secundarios o accesorios, necesita que concurra un verdadero imposible, a saber: que las Cortes aprueben el cambio por dos tercios, se autodisuelvan, se convoquen elecciones, las nuevas vuelvan a aprobarlo por dos tercios y, finalmente, se someta la modificación constitucional a referéndum de aprobación por parte del pueblo español. Si ya es extraño que el poder legislativo se haga el harakiri, lo sería más que persistiera la misma voluntad tras su decisión. Este procedimiento de reforma es, por tanto, tan sumamente difícil de seguirse que hay quienes lo han llegado a identificar con una cláusula pétrea, intangible o de eternidad, es decir, aquellas que en algunos países de nuestro entorno establecen expresamente la imposibilidad absoluta de reformar una parte de la Constitución.

Por tanto, ante una posible constatación próxima de delitos cometidos por el anterior Jefe de Estado y ante la improbabilidad, cuando no imposibilidad fáctica, de un cambio tanto de la Constitución en su regulación de la Corona como de la interpretación judicial de la inviolabilidad real, ¿qué salida quedaría desde una óptica puramente democrática? He aquí la cuestión, que ha de preocupar especialmente a quienes crean en la necesidad de mantener la Monarquía y de preservar lo que pueda o pudiera comportar. Ya no es que esté en juego la autoridad y prestigio de la institución, es que se pone directamente en entredicho la credibilidad general de nuestro sistema democrático y de Derecho al incumplirse sus elementos más característicos y definidores, precisamente, en el vértice que quería coronarlos.  La alternativa de la ruptura con el modelo, dada la imposibilidad de reforma, no parece tampoco muy fraguada políticamente por el momento, y menos con el vacío a nivel simbólico de quienes dicen blandirla y que a veces son incapaces de moverse más allá de experiencias pretéritas. A las incertidumbres sociales y económicas que el coronavirus ha traído ahora hemos de añadir las institucionales de una crisis, la de la Monarquía española, que venía larvándose desde hace tiempo. No son buenos tiempos para predicciones, pero sí para los olvidos… Sirvan estas líneas, al menos, como recordatorio.

El agravamiento progresivo de la crisis sanitaria y nuestra fundada preocupación por un futuro próximo y lejano cada vez más incierto no deben favorecer, sin embargo, el olvido de la grave situación que atraviesa la institución de la Corona en España tras la decisión de su antiguo titular, Juan Carlos I, de abandonar el país en el que él mismo reinó durante décadas. Y este olvido no ha de producirse no sólo por la necesidad de debatir democráticamente el modelo de jefatura de estado que queremos, no sólo por tendencias republicanas o monárquicas que tirios o troyanos muestren, sino también, y sobre todo, por la necesidad de mantener la vigencia de nuestro propio sistema democrático y de Derecho. Si a la democracia le es inherente la rendición de cuentas de todos los poderes ante el pueblo como sujeto soberano y portador de la voluntad constituyente, del Estado de Derecho se deriva el principio de responsabilidad por el incumplimiento de las leyes y su necesaria sanción. 

La Monarquía, como institución extraña a la racionalización del poder que se produce desde las primeras revoluciones liberales hasta la consecución del Estado social y democrático de posguerra, mantiene una tensión constante con el propio constitucionalismo y principios tan esenciales del mismo como el de igualdad. Por ello, no debe tampoco sorprendernos que la regulación constitucional en España de la Corona esté repleta de elementos que, al margen de la simpatía que pueda despertar o no la institución, han de sorprender a todo aquel que se acerque al texto con unas lentes mínimamente racionales, ilustradas, democráticas o, simplemente, jurídicas. Así, en el orden de sucesión se prima al varón sobre la mujer, atentando contra el valor de la igualdad; el Rey es el que, al margen de cualquier fiscalización, distribuye libremente, y sin necesidad de justificar nada, el presupuesto que tiene asignado; y, como se está poniendo de relieve en los últimos tiempos, su figura goza de una inviolabilidad que muchos entienden como plena inmunidad para los hechos que puedan imputársele y que hayan acaecido durante su mandato.