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Refugiados: los criminales de Estado no pueden resolver el crimen

La crisis de los refugiados que vive Europa ha puesto al descubierto dos falacias: la del humanitarismo y la de la propia Europa. El humanitarismo, convertido en un mal menor, se ha adueñado de la política de asilo europea hasta el punto de ser ya un objetivo en sí mismo, sin relación alguna con la resolución del conflicto que lo hizo necesario. No es nada nuevo, si bien los últimos acontecimientos evidencian sin tapujos esta deriva. Así, el adjetivo “humanitario” ha acabado por neutralizar a todos los sustantivos imaginables, por muy contradictorios que pudieran parecer: guerra, ayuda, corredor, ataque, control, crisis, administración, labor, drama, asistencia, campamento, llamamiento, derecho... hasta de “banco humanitario” se habla. Pero solo cuando los refugiados han llegado al corazón de Europa perforando sus fronteras y la han puesto ante el espejo de sus vergüenzas, la comunidad internacional, otra entelequia como el humanitarismo, ha empezado a preocuparse por esta “crisis humanitaria sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial”.

Hace tres años que se suceden las llamadas de auxilio de las agencias para los refugiados de Líbano, Jordania y Turquía, los países limítrofes con Siria e Irak que vienen soportando el grueso del éxodo masivo de civiles (cerca de 4 millones según las estimaciones de Naciones Unidas). El 85% de estos refugiados se reparte entre estos tres países. No nos engañemos: que 200.000 refugiados (también son cálculos de Naciones Unidas) puedan conseguir abrir una brecha en la fortaleza europea no es nada en comparación con estas otras cifras, por más que los líderes de una Europa en extinción mercadeen con las cuotas de acogida.

Los refugiados que ahora llegan son mayoritariamente jóvenes, mujeres y hombres, que han logrado ir atravesando fronteras en periplos que cuestan entre 3.000 y 10.000 euros. Los gobernantes europeos saben lo que esto supone en términos de “clase social”, expresión tabú, si bien no esconden su cinismo; al contrario, es un cinismo que sirve para ganar votos: “¡Qué buena mano de obra la siria, tan bien cualificada para las industrias alemana y holandesa!”; “¡Qué bien que el número de cristianos calme los fantasmas otomanos de Hungría y Eslovaquia!”. Mientras, en Siria se acelera el ritmo del desplazamiento interno de la población (ya casi la mitad de sus 23 millones de personas) y la inmensa mayoría de los que están refugiados continúa en condiciones infrahumanas en los campamentos turcos, jordanos y libaneses. Y así pasarán otro invierno, pues los gobiernos europeos siguen discutiendo qué hacer aquí, para no hacer nada allí. Y con ello calmarán su conciencia humanitaria, al menos de momento.

El cinismo se agrava a la hora de repartir responsabilidades. El discurso bienpensante ya ha encontrado la causa de la avalancha inesperada en Europa: el avance del ISIS en Siria e Irak. Es un argumento útil en muchos sentidos, por más que las cifras revelen, otra vez, una realidad distinta: entre enero y julio han sido asesinados en Siria 2.209 niños, de ellos el 82% por ataques de las fuerzas de Al-Asad, y el 5,2% por los del ISIS y el Frente Al-Nusra; es más, el 90% de los civiles sirios heridos se debe a ataques del régimen. Aunque hace apenas un año que Abu Bakr Al-Bagdadi apareció en la mezquita de Mósul proclamando su califato, el Estado Islámico hace meses que es el protagonista absoluto de la guerra en Oriente Medio, con sus secuelas en Europa. Con ello Al-Asad se ha convertido en el criminal indispensable para resolver su crimen: la coalición que nunca se formó para luchar contra su régimen se ha aliado con él contra el nuevo enemigo común, el ISIS. La incapacidad de la política y la diplomacia europeas ha encontrado en las barbaridades del ISIS una gran excusa para justificar lo injustificable.

Con el argumento de la prioridad de la lucha contra el yihadismo, los gobiernos occidentales se apresuran estos días a reciclar el régimen de Al-Asad. Staffan de Mistura, el enviado especial de Naciones Unidas para Siria, expresó bien claro ya en febrero que “el presidente Al-Asad es parte de la solución”. Lo hizo con matizaciones como que no es “amigo” o “socio” sino una necesidad ante lo perentorio de la lucha contra el ISIS. Fue la señal de que se abría un nuevo tiempo, y desde entonces esta consigna ha venido marcando la hoja de ruta de los líderes europeos, con altisonantes desmentidos y retruécanos varios. Pero Mistura se reafirmó a primeros de septiembre en su encuentro en Beirut con el viceministro iraní de Exteriores, Husein Amir Abdolahian. Aquí en España el vocero de esta tesis ha sido el ministro de Exteriores García-Margallo, quien en su reciente viaje oficial a Teherán ha manifestado que “ha llegado el momento de entablar negociaciones con el régimen de Al-Asad”. Irán, parte necesaria de la solución, sabe que no habrá presiones mientras el Congreso de EEUU no apruebe el acuerdo nuclear, a finales de año. Para 2016 una distribución de fuerzas distinta estará consolidada.

En el otro bando, el que la Unión Europea quiere ignorar a la hora de buscar culpables, Arabia Saudí y los países del Golfo saben igualmente que nadie va a poner trabas a sus designios contrarrevolucionarios, si es que hubiera alguien dispuesto, mientras no se aclare “el expediente iraní”. Lo mismo que saben que toda solución en Oriente Medio pasa por sus manos. En Yemen, vecino siempre díscolo y en el que la revuelta iniciada en 2011 había alumbrado una peculiar transversalidad social, los saudíes están jugando nuevas bazas al estilo de las de Siria, a golpe de yihadismo y talonario: en 2014, Arabia Saudí superó a la India como primer importador mundial de armas, y se prevé que en 2015 pague uno de cada siete dólares que la industria mundial exporte. Los yemeníes están pagando muy cara la recomposición geoestratégica en marcha: según estimaciones de Naciones Unidas, el 80% de la población precisa asistencia alimentaria. Es la misma ONU que acaba de llamar a Arabia Saudí “el Reino Humanitario” por su disposición a financiar la ayuda a los desplazados internos yemeníes, fruto de la agresión militar liderada ¡por la misma Arabia Saudí! En estos meses de guerra, Yemen se ha convertido en un país igual de devastado que Siria. Yemen queda lejos, no será fácil que los refugiados lleguen al Mediterráneo de momento, pero puede dar idea de la desesperación reinante el que Somalia y Yibuti, dos de los países más pobres del mundo, sean los principales lugares de acogida de los 60.000 yemeníes que ya han abandonado el país.

La crisis de los refugiados ha devuelto el protagonismo a la política común europea, aunque seguramente sea para enterrarla. Porque mientras solo sirva para idear soluciones caseras sobre reparto y gestión de cupos o sobre el desafío yihadista, los criminales seguirán sabiéndose necesarios, y actuarán en consecuencia. A Europa le convendría asumir que mientras en el Sur no haya eso que llama “estabilidad”, en el Norte cada vez habrá menos.

La crisis de los refugiados que vive Europa ha puesto al descubierto dos falacias: la del humanitarismo y la de la propia Europa. El humanitarismo, convertido en un mal menor, se ha adueñado de la política de asilo europea hasta el punto de ser ya un objetivo en sí mismo, sin relación alguna con la resolución del conflicto que lo hizo necesario. No es nada nuevo, si bien los últimos acontecimientos evidencian sin tapujos esta deriva. Así, el adjetivo “humanitario” ha acabado por neutralizar a todos los sustantivos imaginables, por muy contradictorios que pudieran parecer: guerra, ayuda, corredor, ataque, control, crisis, administración, labor, drama, asistencia, campamento, llamamiento, derecho... hasta de “banco humanitario” se habla. Pero solo cuando los refugiados han llegado al corazón de Europa perforando sus fronteras y la han puesto ante el espejo de sus vergüenzas, la comunidad internacional, otra entelequia como el humanitarismo, ha empezado a preocuparse por esta “crisis humanitaria sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial”.

Hace tres años que se suceden las llamadas de auxilio de las agencias para los refugiados de Líbano, Jordania y Turquía, los países limítrofes con Siria e Irak que vienen soportando el grueso del éxodo masivo de civiles (cerca de 4 millones según las estimaciones de Naciones Unidas). El 85% de estos refugiados se reparte entre estos tres países. No nos engañemos: que 200.000 refugiados (también son cálculos de Naciones Unidas) puedan conseguir abrir una brecha en la fortaleza europea no es nada en comparación con estas otras cifras, por más que los líderes de una Europa en extinción mercadeen con las cuotas de acogida.