Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La República de 1931, ni de izquierdas ni de derechas
Uno de los mayores equívocos en que vive sumida la Segunda República es el de presentarse como régimen de extrema izquierda. Por extensión, una de sus mayores deformaciones es la que explica su génesis y dinámica a través de la bipolaridad izquierda-derecha. Contemplada desde este ángulo, estaríamos ante un sistema político-constitucional marcado por desgarradores extremismos. En esta noción maniquea de la República coinciden colectivos políticamente opuestos: unos la mantienen porque les permite continuar despreciando nuestra primera democracia constitucional, otros, porque consiguen de ese modo patrimonializar la valiosa experiencia republicana.
Las representaciones vulgares siempre contienen aspectos de verdad, justo aquellos que les confieren verosimilitud. Nadie puede negar, en efecto, que la colisión entre las izquierdas obreras y las derechas ligadas a la iglesia y la gran propiedad determinó el curso de la República. Pero ni ese eje absorbió todo su devenir, ni tampoco la definió en tanto que proyecto de modernización del país; sin embargo, continúa imponiéndose, incluso en medios historiográficos, como pantalla a través de la cual se la conoce y enjuicia.
Así, por ejemplo, la vida parlamentaria de las Cortes republicanas se suele despreciar por abundar en ella los radicalismos y la presencia de partidos extremistas. La evidencia documental señala, no obstante, que, autoexcluidos del juego institucional los anarquistas, y con ínfima presencia en el Congreso tanto monárquicos como falangistas y comunistas, la composición real del Parlamento estaba mucho más centrada de lo que pudiera parecer.
Estas distorsiones también aparecen cuando se valoran las reformas republicanas como extremosas. La consulta de los debates constituyentes revela, sin embargo, que la relativa socialización de la propiedad privada fue obra del consenso y la transacción, que el capítulo de los derechos sociales apenas sembró discordias y que el propio régimen autonómico fue aceptado finalmente como la opción más incluyente. Y es que el diseño de la Constitución de 1931, en lugar de herido por divergencias irreconciliables, reflejó el máximo acuerdo que se podía alcanzar para solucionar problemas, como el social, el regional y el religioso, que nadie negaba ni nadie pretendía ya resolver con los esquemas conservadores que reinaron en la Restauración. Hasta la severa reforma laicista, pese al conato de ruptura que produjo, consagró en términos constitucionales la apostasía que iba extendiéndose cada vez más en la ciudadanía.
Con filtros epistemológicos como el de la insoportable pugna entre los extremismos de izquierda y derecha se ha conseguido popularizar una imagen falseada, ideológica, de aquel régimen político. Este filtro tuvo su sanción general en tiempos de la Transición, pues era funcional a la retórica de la reconciliación, pero su verdadera acta de nacimiento la extendió el golpe del 18 de julio, cuando se quiso deslegitimar a la República como sistema que respondía solo a los intereses de una minoría clasista y sectaria, no a los del país en general. Se aprecia con ello cómo los filtros epistemológicos suele instituirlos el poder. Misión del conocimiento científico es precisamente someterlos a crítica, emancipando el análisis de los gravámenes que imponen. Y eso es lo que queda todavía pendiente de hacer con pleno rigor para la cabal comprensión de la dinámica republicana.
Para contribuir a la tarea debe recordarse que los ejes en torno a los cuales giró buena parte de la disputa política, no ya desde 1931, sino desde comienzos de siglo, no fueron tanto los de izquierda y derecha como los de Monarquía y República. Su contraposición significaba mucho más que una simple polémica sobre la forma del Estado. Bajo tales divisas confrontaban dos modelos alternativos de sociedad. Y la defensa del modelo republicano fue transversal. Lo auspiciaron tanto colectivos que desde un punto de vista moral, religioso o antropológico eran conservadores como formaciones progresistas o abiertamente de izquierdas. Por eso el espíritu germinal que fundó la República, en puridad, no fue ni de izquierdas ni de derechas, sino sencillamente republicano, porque planteaba una forma global de articular la sociedad donde, aceptadas las premisas de la democracia, cabrían todas las sensibilidades.
El republicanismo inclusivo de la República no cabe confundirlo con aquel otro individualista, de procedencia kantiana y profesión protestante. Era más bien legatario del radicalismo francés, tenía en Rousseau a su primer orientador y su objetivo preponderante era la construcción de ciudadanos emancipados y autónomos, solo obedientes con la ley democrática. La disyuntiva que introducía en el debate político español podría abocetarse como sigue: frente a la Monarquía como modelo de sociedad fundado en la jerarquía y el poder privado, la República aspiraba a una sociedad basada en la igualdad política y en la sujeción exclusiva a los poderes públicos representativos.
Ensamblada en su vértice por una institución basada en el linaje, la comunidad monárquica traía la desigualdad incorporada a su código genético. Organizada en torno a la propiedad privada, la familia patriarcal y la iglesia católica, el ámbito de la ciudadanía participativa se veía en ella seriamente restringido. Frente a este tipo de colectividad, identificada con la declinante Restauración, el republicanismo aspiraba a una sociedad de iguales en términos políticos. Por eso debía emanciparse al trabajador del poder privado del propietario, dándole el amparo de una ley en cuya elaboración y aplicación había participado. Tenía asimismo que liberarse a la mujer y al menor del poder paternal y marital. Por último, debía también depurarse la esfera pública de todo influjo religioso con trascendencia política, recluyendo el culto en el ámbito de la conciencia personal. En tal sentido, el republicanismo era un movimiento emancipador de tradición ilustrada. La importancia central de que gozaba la educación en su proyecto transformador lo revelaba.
Su alcance, pues, no se restringía a las izquierdas; abundaban quienes desde posiciones conservadoras y centristas pensaban que solo ese tipo de sociedad igualitaria podía sacar a España de su letargo, colocándola por fin, como ya consentían sus energías cívicas y culturales, a la altura del resto de países europeos. Con independencia de sus convicciones antropológicas, muchos coincidían en preferir el pluralismo a la uniformidad, la autonomía al autoritarismo centralista, la igualdad a la jerarquía y los procedimientos democráticos a los ucases gubernativos, entre otras razones, porque la uniformidad, el centralismo, la desigualdad y la dictadura habían mostrado ya su rotundo fracaso al encarar los desafíos del país.
No por eso debe olvidarse el aliento que el socialismo obrero español prestó a la República. Pero este apoyo no era finalista, sino mediato. Entendieron los socialistas, al menos hasta las medidas abolicionistas del bienio conservador, que el mejor canal para alcanzar sus aspiraciones revolucionarias era el de la democracia parlamentaria, los derechos constitucionales y la legislación social. Hasta que su defensa se equiparó a la de la democracia frente al fascismo, la República, para ellos, más que un régimen acabado destinado a perdurar, fue un sistema transitorio previo a la plena comunión social. Incluso en el momento más crítico, el del Frente Popular, el respaldo socialista fue solo indirecto, correspondiendo a los republicanos en exclusiva la responsabilidad de la gobernación.
Justo aquella coalición histórica puso en evidencia la intensa afinidad ideológica existente entre republicanismo y socialismo. El propósito republicano de conquistar una igualdad política plena obligaba forzosamente a combatir las desigualdades materiales, y con ello, a “todos los privilegios sociales y económicos” que entorpecían esa relativa igualación, según expresaba el programa del Frente Popular. Pero la proximidad no era equivalencia. Y el republicanismo progresista que, en 1936, quería salvar a la República, renegaba de la política de clase, aspirando, por el contrario, a un “régimen de libertad democrática, impulsado por razones de interés público”.
Si la izquierda social española debe sentirse orgullosa de aquella República no es entonces porque fuese, como denuncian los conservadores, un sistema de partido, donde no tenían cabida las restantes creencias políticas. La razón la da el que aquel sistema constitucional encarnase un proyecto transversal, querido también por ciertos círculos conservadores, centristas, burgueses y propietarios, los cuales, para la solución de los grandes problemas que padecía el país y para la nacionalización de sus ciudadanos, se habían convencido ya de que el mejor camino lo señalaban los principios progresistas. A eso, creo, es a lo que algunos quieren referirse hoy cuando hablan de “construir hegemonía”.
Uno de los mayores equívocos en que vive sumida la Segunda República es el de presentarse como régimen de extrema izquierda. Por extensión, una de sus mayores deformaciones es la que explica su génesis y dinámica a través de la bipolaridad izquierda-derecha. Contemplada desde este ángulo, estaríamos ante un sistema político-constitucional marcado por desgarradores extremismos. En esta noción maniquea de la República coinciden colectivos políticamente opuestos: unos la mantienen porque les permite continuar despreciando nuestra primera democracia constitucional, otros, porque consiguen de ese modo patrimonializar la valiosa experiencia republicana.
Las representaciones vulgares siempre contienen aspectos de verdad, justo aquellos que les confieren verosimilitud. Nadie puede negar, en efecto, que la colisión entre las izquierdas obreras y las derechas ligadas a la iglesia y la gran propiedad determinó el curso de la República. Pero ni ese eje absorbió todo su devenir, ni tampoco la definió en tanto que proyecto de modernización del país; sin embargo, continúa imponiéndose, incluso en medios historiográficos, como pantalla a través de la cual se la conoce y enjuicia.