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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

La separación de poderes y el bien común

No es objeto de este artículo relatar las innumerables teorías que sobre la separación de poderes se han creado y desarrollado a través de la historia del pensamiento (Aristóteles, Platón, Rousseau, Locke, Weber y muchos más). Lo que se pretende es resaltar cómo se encuentra este principio en la actualidad partiendo de una tipología de Estado fundamentada en la clásica distinción totalitario-democrático y su relación con el bien común.

Es sabido por todos que el legislativo, el ejecutivo y el judicial representan los tres grandes poderes en los que se asienta el Estado. Pero no nos equivoquemos: desde una perspectiva meramente divisoria, esta separación existe tanto en los Estados totalitarios como en los Estados democráticos.

Lo importante no es el nominalismo, sino el ámbito competencial de cada poder y las interrelaciones entre los mismos. Esta es la única manera de analizar si realmente se desenvuelven en un verdadero espacio democrático o si, por el contrario, es una mera catalogación con apariencia democrática.

El poder legislativo tiene fundamentalmente dos funciones irrenunciables: hacer leyes y controlar al ejecutivo. Por su parte, al ejecutivo le corresponde gobernar y al judicial aplicar las leyes y las normas de su desarrollo. Estas son sus competencias básicas y nada nuevo hay en este esquema.

Pero, ¿cómo se interrelacionan? No se trata de un tripartito sin más, ni tampoco de compartimentos estancos. Se debe producir un flujo transparente entre ellos que tienda a un buen sistema democrático en el que no se coarten, pero tampoco se olviden el uno de los otros.

Desde esta consideración entiendo que el poder legislativo y el poder judicial tienen una importancia superior al ejecutivo en tanto que ambos deben ejercer una función común que tienda al buen gobierno de las naciones. Me explico. El ejecutivo es esencialmente el poder que más debe ser controlado por ser el que más poder tiene. El ejecutivo, encabezado por el gobierno, controla las esencialidades más importantes de la Administración (educación, sanidad, justicia, ejército, policía, etc.). Su poder es inmenso y los límites se los tiene que poner el legislativo. El judicial interviene cuando el justiciable traspasa ilícitamente tales límites y, por supuesto, el gobierno puede tener tentaciones de traspasarlos (es más, en ocasiones muchos gobiernos los traspasan) y el poder judicial debe ejercer su control.

Por lo tanto, tanto el poder legislativo como el poder judicial representan límites que el ejecutivo no puede -o no debe- traspasar. Así, el legislativo diseña y establece el marco legal en el que el gobierno debe actuar; advierte que las disposiciones contenidas en la ley son las que deben desarrollarse, normalmente a través de reglamentos, por los diferentes departamentos ministeriales. Cuando el ejecutivo no respeta las líneas dispuestas por el legislativo -ya sea abusando de ellas ya sea quebrantándolas-, el poder judicial debe entrar en juego y restablecer el orden legal.

Los tres poderes tienen su origen en el pueblo y habría que preguntar a éste qué es lo que espera de los parlamentarios, de los gobernantes y de los jueces. Una sociedad realmente democrática exige -o debe exigir- que sus representantes hagan leyes justas que alcancen el bien común y el interés general. Tal exigencia se traduce en que los gobiernos realicen su actividad de acuerdo con ese bien común e interés general toda vez que los consejos de ministros deben tender a alcanzar ese bien de acuerdo con las necesidades generales de los ciudadanos que componen el cuerpo social. Por su parte, los jueces deben interpretar y aplicar las leyes y los reglamentos de tal forma que el interés general que plasman las disposiciones normativas sea efectivo y visible para el conjunto de ciudadanos.

En definitiva, el pueblo debe esperar -si así lo escoge- que los tres poderes interactúen en el beneficio de un todo y no solo de sus partes.

Si esto es así, la separación de poderes no sería más que la teoría del bien común en tanto en cuanto el bien común es el fin y el legislativo, el ejecutivo y el judicial son los medios con los que el Estado cuenta para llegar a tal fin. Esto es lo que ocurriría en los Estados de corte democrático.

Esto no siempre ocurre. En los Estados de corte totalitario, el poder por excelencia es el ejecutivo. Es éste el organizador y el que hace cumplir por cualquier medio sus mandatos. El ejecutivo es el que vela por la creación de leyes supervisando a un legislativo seguidista. El judicial se erige en la mano aplicadora del ejecutivo. En este tipo de Estados, los poderes legislativo y judicial son en realidad instrumentos del ejecutivo que, de forma sibilina -y a veces no tanto-, se encarga de controlar las asambleas legislativas y de colocar jueces afines. Así, nos encontramos con la confusión entre el bien común y el bien del gobernante. En ocasiones, estos Estados buscan en el principio de separación de poderes el disfraz democrático que les permita acceder, especialmente en el orden internacional, a organizaciones y colectivos de mayor talante democrático. De esta manera, el principio de separación de poderes es utilizado como un mero instrumento de imagen, pero sin contenido democrático alguno.

Pero hay un tercer tipo de Estado en el que el principio de separación de poderes se concibe como un laboratorio de poder e influencia. En estos Estados existe un parlamento, un gobierno y unos jueces. Los ciudadanos votan cada cuatro años y cada cuatro años aprueban o censuran la labor del gobierno. Pues bien, a través de las elecciones, ya sean generales o locales, se eligen a los parlamentarios, éstos eligen al presidente de Gobierno y éste nombra a sus ministros. Estos Estados se dotan de unos jueces que integran el poder judicial, mediante un sistema de acceso anacrónico, pero los magistrados de las más altas instancias judiciales son el fruto del consenso político; es decir, influenciables desde la política. En este tipo de Estados, el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial convergen en el poder político de mayorías de tal forma que la mayoría política, salida de las urnas, es la que impone su poder (parlamentario, de gobierno y judicial). En este tipo de Estados hay un cuarto poder oculto y opaco que es el financiero. Este cuarto poder no existe como tal en los Estados de corte totalitario ya que el poder financiero, en este tipo de Estados, se incrusta directamente en el ejecutivo. Es decir, se produce una simbiosis entre poder ejecutivo y poder financiero.

En muchos Estados que se hacen llamar democráticos, este poder económico apoya a la mayoría política en la confianza de que su prestación tendrá una contraprestación, por supuesto, económica que se traduce en beneficios ingentes a costa del bien común. Habitualmente este poder económico se nutre de oligarcas y altos burgueses que no se conciben así mismos como integrantes del cuerpo social, sino más bien como directores del futuro de todos como si de una orquesta se tratara.

Si los poderes clásicos tienen que converger en el bien común y en el interés general de todos, se observa que el poder económico distorsiona esta convergencia en aras del bien particular de unos pocos en detracción del interés general de otros muchos. Por lo tanto, el principio de separación de poderes se altera en el sentido de que los tres poderes están al servicio del interés individual.

La conclusión no puede ser otra que este tercer tipo de Estado se acerca peligrosamente a los Estados de corte totalitario; eso sí, guardando las formas. En otros términos, este Estado presume de forma altanera de respetar la separación de poderes y de que todo funciona como debe funcionar. Así, hay Estados, como el español, en que se observa cómo se crean leyes -o se reforman- las ya existentes en un único sentido: favorecer a determinados colectivos o incluso a personas. A título de ejemplo véase el aforamiento de determinadas personas de la casa real (ya son 10.000 aforados, es decir, personas que son enjuiciadas por jueces que no son los naturales predeterminados por la ley), rescates bancarios, rescates de autopistas, uso de parados para determinados trabajos, eliminación de la justicia universal, recortes sanitarios, recortes educativos, recortes laborales y muchos más. Sin embargo, no se reforman leyes que tiendan al bien común. A título de ejemplo, dación en pago, reconocimiento de la eficacia de los movimientos y plataformas sociales, potenciación del respeto mediambiental, potenciación de la investigación y desarrollo, implementación de verdaderos sistemas igualitarios, etc.

Pues no, la teoría de la separación de poderes no se crea para esto, sino para que los ciudadanos contemplen a los tres poderes como los defensores del bien común. El bien individual necesariamente estará protegido, pero siempre como parte del bien general y no al margen de éste.

Por último, quiero resaltar que el equilibrio al poder se lo da el contrapoder. Un contrapoder constructivo, enriquecedor y, sobre todo, pacífico. Este contrapoder se puede manifestar de muy variadas maneras pero -si se me permite- la más importante es la asociativa. En este campo, los movimientos sociales tienen un papel muy importante. Son estos movimientos los que convierten a una sociedad cerrada en abierta, los que erigen a la sociedad en el vértice del bien común y los que hacen el verdadero control de los poderes, especialmente del legislativo y ejecutivo.

No es objeto de este artículo relatar las innumerables teorías que sobre la separación de poderes se han creado y desarrollado a través de la historia del pensamiento (Aristóteles, Platón, Rousseau, Locke, Weber y muchos más). Lo que se pretende es resaltar cómo se encuentra este principio en la actualidad partiendo de una tipología de Estado fundamentada en la clásica distinción totalitario-democrático y su relación con el bien común.

Es sabido por todos que el legislativo, el ejecutivo y el judicial representan los tres grandes poderes en los que se asienta el Estado. Pero no nos equivoquemos: desde una perspectiva meramente divisoria, esta separación existe tanto en los Estados totalitarios como en los Estados democráticos.