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Suárez: Entre el palacio y la calle

El 29 de enero de 1981 Suárez presentaba su dimisión como presidente. Se había quedado solo. La UCD, el partido que el mismo había puesto en pie, era poco más que un avispero para su fundador. Los militares lo querían sí o sí fuera del gobierno. Pero fue sobre todo el deterioro de su relación con el Rey lo que acabó por dar la puntilla final a su presidencia. El último gran desencuentro se había producido poco tiempo atrás a cuenta de la elección de Armada como segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Suárez se negaba a aceptar el nombramiento del que posteriormente se convertiría en el Elefante Blanco del 23F, pero finalmente la voluntad del rey se impuso por encima del que poco después dejaría de ser presidente. Se buscaba un golpe de timón ante un proceso de cambio político demasiado abierto y nuestro pequeño Maquiavelo quedó absolutamente abandonado. Primero por los suyos y después por el propio pueblo que, según nos cuentan, lo seguía a pies juntillas, cual flautista de Hamelin, fascinado ante un político de tamaña osadía. En su nueva aventura, con la creación del CDS, sólo consiguió dos diputados en las elecciones de 1982. De hecho, a pesar de todos los mitos, cuando en 1985 se realizó una encuesta del CIS en la que se preguntaba a quién se debían las libertades, sólo un 13% de los ciudadanos apuntaron a nuestros dirigentes, mientras que un 55% las atribuía a las movilizaciones populares.

La leyenda de Suárez contiene elementos de una construcción precaria. Ahora mismo estamos bañados en ella, como una forma específica de reedición del mito de la transición, tan intensa como su crisis real en nuestro presente. Su construcción hagiográfica es de todas formas tardía en relación con la propia articulación memorial de la transición y establece una relación compleja con la misma. Más cuando muchos de los constructores del mito de la transición fueron, ya en los años ochenta, sepultureros políticos de Suárez. Fue precisamente desde su olvido personal, a partir de una enfermedad que afecta precisamente a la memoria, que empezó su activación.

La construcción del mito de la transición contiene muchas implicaciones normativas para nuestro presente, impone legitimidades posibles y excluye las imposibles. Pero quizás la que más incide en la comprensión de la figura de Suárez es la conversión de las consecuencias del cambio político en causas del mismo, para reforzar su legitimidad. La consolidación de la monarquía, el papel dominante de las elites por encima de los agentes sociales o el discurso de la moderación, fueron consecuencias del cambio político, cierto. Pero ser el resultado de un proceso no te convierte en su hacedor. Éste no se desencadenó como un encuentro entre elites, las del régimen y las de la oposición, como tampoco se inició a partir de las contrastadas credenciales democráticas de aquellos que habían sostenido la dictadura.

La primera batalla de la transición, en palabras del gobernador civil de Barcelona en 1976, “fue la batalla de la calle”. Y esa batalla el régimen la perdió. El primer semestre de 1976, en un país donde el derecho de huelga y de manifestación estaba prohibido, España se puso al frente de la conflictividad europea. De hecho, esas huelgas hicieron que en un momento de fuerte crisis económica se produjera una intensa alza de los salarios reales y condujeron también a un bloqueo político. La oposición podía ocupar la calle, pero no el poder, ya que no contaba con ninguna alianza posible en el seno de las Fuerzas Armadas; el Régimen podía mantenerse en el poder, pero era incapaz de gobernar el país. Este escenario planteaba al rey su dilema más grave, el de si sería capaz de consolidar o no la monarquía. Para recuperar la iniciativa política y desbloquear la situación, necesitaba una figura que reuniera las cualidades de fidelidad a su persona y legitimidad dentro del franquismo. Ni Fraga, ni Areilza, las dos principales figuras del reformismo dentro del franquismo, servían a ese fin, ya que despertaban tanto recelo en sus filas como proyecto propio tenían. Finalmente, la elección del nuevo presidente del Gobierno recayó de forma inesperada en Suárez.

Suárez era en 1976, según Javier Tusell, “una persona inequívocamente identificada con el Movimiento”. De hecho, era su máximo dirigente. Pero también era, en sus propias palabras, “un chusquero en política”, sin una trayectoria política de largo recorrido, pero capaz de muestras de fidelidad inconfundibles hacia Juan Carlos. En este sentido, su elección tranquilizaba al personal político franquista, era claramente uno de los suyos y como tal aseguraría su pervivencia, a la vez permitía asegurar el proyecto de la monarquía. En Suárez se podía encontrar a alguien dispuesto a iniciar un camino de recuperación de la iniciativa política, llevándose con ella a parte del régimen. Y así fue, pero ello no se podía hacer sin asumir una parte del programa de la oposición.

La primera medida que tomó el nuevo gobierno en julio de 1976 no fue otra que el Decreto-Ley de Amnistía para los presos políticos antifranquistas. Lo que vino después fue una alocada huída siempre hacia adelante, que incluía la legalización de los partidos políticos –con la excepción de los republicanos que no pudieron presentarse a las elecciones de junio de 1977 para no poner en peligro a la monarquía–, y la celebración de comicios pluripartidistas por sufragio universal, sin restos de representación orgánica alguna. Todo ello fue una imposición de las gentes que ocuparon las calles. No de la forma soñada, es cierto, pero tampoco de la manera soñada por los franquistas. De hecho, si la movilización de 1976 marca el inicio del fin de la dictadura, y no lo que pudiera pensar o querer ninguno de sus dirigentes, también el resultado de las elecciones de 1977 fue una sorpresa. Entre la UCD articulada desde el poder por el mismo Suárez y ganadora de las elecciones, y Alianza Popular, obtuvieron el 43% de los votos. Los partidos que venían del campo del antifranquismo agruparon el 49,2%. Y entonces pasó lo que no estaba previsto por la última ley fundamental de la dictadura, la Ley de la Reforma Política: las nuevas Cortes se declararon ilegalmente constituyentes. Se produjo así la ruptura jurídica con la dictadura, aunque eso no fue seguido de otras y fundamentales rupturas.

El papel de Suárez en este proceso fue posible sólo a partir de una gran autonomía de la esfera política respecto a otras instancias de poder, posibilitada por la intensidad y confrontación de las fuerzas en pugna. El proceso acabó con el franquismo, pero preservó gran parte de su personal político, que no sufrió ningún tipo de depuración, y la monarquía pudo consolidarse. Pero si ello se debió a la capacidad de iniciativa de una parte del régimen, el final de la dictadura solo es atribuible a la calle. El proceso constituyente se impulsó desde abajo, aunque se controló desde arriba. Esto suponía para Suárez una autonomía relativa. Su papel fue asegurar siempre, en cada nueva huída hacia adelante, la preeminencia de la iniciativa política por parte del franquismo y la monarquía. No obstante, cuando los ritmos sociales se desaceleraron y llegó el gran frenazo, quedó suspendido en el aire: ya no era útil. Ahora vuelve a serlo en forma de leyenda. Pero ahora como antes el mito se articula y se difunde desde el palacio, mientras que la dignidad y la libertad se construyen desde la calle. Ahora, como antes, el mito es un intento de transfigurar la realidad.

El 29 de enero de 1981 Suárez presentaba su dimisión como presidente. Se había quedado solo. La UCD, el partido que el mismo había puesto en pie, era poco más que un avispero para su fundador. Los militares lo querían sí o sí fuera del gobierno. Pero fue sobre todo el deterioro de su relación con el Rey lo que acabó por dar la puntilla final a su presidencia. El último gran desencuentro se había producido poco tiempo atrás a cuenta de la elección de Armada como segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Suárez se negaba a aceptar el nombramiento del que posteriormente se convertiría en el Elefante Blanco del 23F, pero finalmente la voluntad del rey se impuso por encima del que poco después dejaría de ser presidente. Se buscaba un golpe de timón ante un proceso de cambio político demasiado abierto y nuestro pequeño Maquiavelo quedó absolutamente abandonado. Primero por los suyos y después por el propio pueblo que, según nos cuentan, lo seguía a pies juntillas, cual flautista de Hamelin, fascinado ante un político de tamaña osadía. En su nueva aventura, con la creación del CDS, sólo consiguió dos diputados en las elecciones de 1982. De hecho, a pesar de todos los mitos, cuando en 1985 se realizó una encuesta del CIS en la que se preguntaba a quién se debían las libertades, sólo un 13% de los ciudadanos apuntaron a nuestros dirigentes, mientras que un 55% las atribuía a las movilizaciones populares.

La leyenda de Suárez contiene elementos de una construcción precaria. Ahora mismo estamos bañados en ella, como una forma específica de reedición del mito de la transición, tan intensa como su crisis real en nuestro presente. Su construcción hagiográfica es de todas formas tardía en relación con la propia articulación memorial de la transición y establece una relación compleja con la misma. Más cuando muchos de los constructores del mito de la transición fueron, ya en los años ochenta, sepultureros políticos de Suárez. Fue precisamente desde su olvido personal, a partir de una enfermedad que afecta precisamente a la memoria, que empezó su activación.