Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Es el (super)mercado (de la reproducción), amigas
Como sucede con todo avance científico en su respectivo campo, las nuevas tecnologías reproductivas abrieron en la década de los setenta posibilidades inéditas hasta entonces en relación con la reproducción humana. La fecundación in vitro, la inseminación artificial, la preservación de gametos o el diagnóstico genético preimplantacional son presentadas ante la sociedad como técnicas milagrosas que permiten paliar las dificultades para concebir de manera natural, desafiar las limitaciones impuestas por el reloj biológico o prevenir la transmisión de enfermedades genéticas, abriendo para las mujeres un nuevo abanico de posibilidades de control sobre sus capacidades reproductivas. Como también sucede con todo avance científico, el que las nuevas tecnologías reproductivas se encuentren efectivamente al servicio de tan loables fines va a depender de la regulación jurídica y los usos sociales que configuren su puesta en práctica. La realidad, atravesada por los sesgos de género que afectan especialmente a cuestiones relacionadas con el cuerpo de las mujeres, muestra que el bienestar y la autonomía reproductiva se han visto desplazados en beneficio de otros intereses desde el momento en que las lógicas de mercado han acabado vertebrando el uso de las técnicas de reproducción humana asistida. Aunque se trata de una cuestión que se ha criticado de manera recurrente desde perspectivas feministas, la proliferación de sucesos y noticias de actualidad que durante las últimas semanas han copado los medios de comunicación, con la abue/maternidad subrogada de Ana Obregón a la cabeza, añaden al debate elementos de interés que aconsejan retomarlo.
En mi opinión, la crítica a quienes recurren a la gestación subrogada y al uso que se hace de las técnicas de reproducción asistida en general hay que enmarcarla en un debate más amplio sobre la maternidad y los derechos reproductivos, partiendo del reconocimiento de la existencia de un mandato cultural que pesa sobre las mujeres para que sean madres y que identifica la maternidad como componente esencial e irrenunciable de la identidad femenina. Este mandato desempeña un papel clave dentro de las lógicas de producción postfordista como elemento de sugestión que alimenta un deseo que acaba identificándose con una necesidad (y, en última instancia, confundiéndose con un derecho). En un contexto en el que los tratamientos de reproducción asistida se concentran en el sector privado, la maternidad biológica se convierte en un producto más de los ofertados en el mercado, enmarcado en el terreno de la autorrealización personal, como una vía para alcanzar el ansiado estado de bienestar y felicidad que la sociedad de consumo de masas promete a la ciudadanía y se traduce en la demanda de un producto específico, para satisfacer el cual el supermercado reproductivo ofrece un ingente número de opciones. Las clínicas ofertan los rasgos físicos del material genético (raza, color de piel, de pelo, de ojos, altura y peso estimados) que determinará la apariencia de los futuros hijos e hijas como quien configura un producto personalizado: un bebé a la carta. Además, aunque la posibilidad de alterar el embrión para determinar el sexo del bebé sólo está permitida en España para descartar la transmisión de enfermedades genéticas, el desarrollo de nuevos métodos menos invasivos, que permiten escoger el sexo del bebé con un 80% de fiabilidad partiendo de una selección de los espermatozoides, ha reabierto el debate sobre si esta limitación, impuesta por motivos éticos, debería eliminarse.
La popularización de las denominadas gender reveal parties, celebraciones importadas del mundo anglosajón en las que se da a conocer el sexo del futuro bebé “por sorpresa”, pone de manifiesto la centralidad que continúan ostentando las categorías sexo/género en tanto determinantes de los espacios y las formas que se van a atribuir de manera diferenciada a niños y a niñas desde el momento del nacimiento. El grado de espectacularidad del ritual que se performa dependerá de la cantidad de dinero que cada cual esté dispuesto a invertir: puede consistir en abrir una tarta, explotar unos globos, lanzar fuegos artificiales o incluso en fletar un avión. El color del merengue/purpurina/humo/loquecorresponda que se libere nos revelará el sexo del bebé: azul si viene con pene, rosa, si trae vagina. La reacción filmada de los futuros progenitores en tan determinante momento también es reveladora de hasta qué punto el futuro que imaginan para su descendencia depende en buena medida de ese color y deja pocas dudas acerca de si ejercerían la posibilidad de elegirlo si pudieran. El perfeccionamiento último del bebé como producto. Rosa o azul desde la concepción. La muñequita de mamá o el colega de papá. Al mismo tiempo, sin embargo, que este tipo de prácticas son abrazadas con naturalidad por la sociedad, son cada vez más extendidas las iniciativas y experiencias que buscan, precisamente, cuestionar o desarticular el sistema sexo/género como elemento estructurador de las relaciones sociales: desde la lucha del feminismo por desvincular el destino social de las mujeres de esencialismos biológicos, pasando por el reconocimiento de las realidades no binarias, hasta las regulaciones jurídicas que flexibilizan el paso entre categorías para dar cabida a la identidad sentida… todo ello contrasta fuertemente con la contundencia con que se adjudican los roles tradicionales de género antes incluso del nacimiento.
Por otra parte, el recurso cada vez más extendido a técnicas como la congelación de óvulos o la fecundación in vitro viene impulsado por una situación en la que, al mismo tiempo que el mandato de maternidad continúa estando vigente, el ser madre -y no digo el tener hijos, porque a los padres no les sucede- se nos presenta como un obstáculo para el pleno desarrollo de una carrera profesional, un hito vital que hace ya décadas constituye también un objetivo irrenunciable para la autonomía de las mujeres. De esta manera, la sociedad empuja a las mujeres a posponer el momento de la maternidad a edades en las que se encuentran mayores dificultades para concebir de manera natural. El mercado, de nuevo, nos ofrece la solución perfecta ante esta necesidad: señoras, no se sientan más limitadas por su reloj biológico, prioricen su carrera profesional el tiempo que necesiten mientras nosotros preservamos sus óvulos o les ofrecemos los de otras mujeres más jóvenes para que puedan cumplir con su deseo de ser madres y formar una familia más allá de los cuarenta. Sin embargo, bajo esta visión positiva y triunfalista de la reproducción asistida quedan oscurecidas algunas cuestiones decisivas que no suelen abordarse, como el papel de las donantes de óvulos, a las que se les ofrece una compensación por las molestias que puede constituir un aliciente para someterse al proceso de donación por motivos de necesidad económica desmereciendo los riesgos y efectos que ello implica; el hecho de que las técnicas no resultan tan eficaces a la hora de compensar la disminución de las posibilidades de concebir derivadas de la edad como la publicidad de las clínicas pretende hacernos creer; la asimetría existente entre quienes pueden permitirse acudir a clínicas de pago y quienes tendrán que resignarse a la interminable lista de espera y la limitación de ciclos que impone la seguridad social; o los padecimientos físicos y, sobre todo, psicológicos que entraña para las mujeres someterse a este tipo de tratamientos. Además, no puede aceptarse acríticamente que el mercado laboral y las responsabilidades reproductivas se configuren de manera antagónica de suerte que las mujeres se encuentren en la disyuntiva de tener que elegir entre una carrera profesional y la maternidad. Las técnicas de reproducción asistida pueden ser la solución a situaciones concretas en las que la decisión de posponer la maternidad parte de la mujer o en las que existan dificultades para concebir de manera natural por otros motivos. No obstante, cuando se trata de una decisión forzada por condiciones sociales y laborales hostiles (según la encuesta de fecundidad del INE de 2018, el 42% de las madres residentes en España tuvo su primer hijo más de cinco años de media más tarde de lo que consideraba ideal, mientras que, entre aquellas que no han sido madres, el principal motivo aducido son razones laborales y económicas), el foco debería ponerse en la necesidad de articular medidas de corresponsabilidad pública y privada para con la crianza y de reconfiguración de las dinámicas del mercado laboral para que sean compatibles con una conciliación real y efectiva.
En cualquier caso, todo análisis sobre la maternidad arroja como resultado evidencias sobre el hecho de que la forma de entenderla y ejercerla ha estado siempre condicionada por las necesidades económicas o de producción, por intereses, en definitiva, ajenos a la voluntad de las mujeres. Así lo demuestra Elizabeth Badinter en una obra publicada en 1981 en la que cuestiona la existencia del amor maternal como instinto natural e innato de las mujeres y en la que documenta cómo el modelo de entrega y sacrificio hacia la descendencia con el que identificamos hoy día a las madres se gesta de manera deliberada por parte de los creadores de opinión de finales del siglo XVIII. Badinter explica cómo en Francia, en una época en la que tanto la descendencia como las labores de crianza se encontraban tan desprovistas de cualquier valor que las familias dejaban a los infantes sin ningún remordimiento en manos de nodrizas en unas condiciones en las que la mayoría no llegaba a superar los tres años de vida, empiezan a proliferar panfletos y otras publicaciones que aconsejan a las madres dar el pecho y las animan ocuparse personalmente del cuidado de sus hijos e hijas al tiempo que se exalta la figura de la madre abnegada y entregada a su prole como modelo ideal de feminidad que será gratificado con promesas de amor y felicidad. Casualmente, esta revalorización de la función maternal coincide con una preocupación generalizada a causa del estancamiento demográfico que estaba experimentando Europa a causa de guerras, hambrunas y epidemias y con un cambio de mentalidad en el que la población empieza a ser vista como fuente de riqueza y los niños como una mercancía, como potenciales productores y garantes del poder militar del Estado.
Podría aventurarse que en la actualidad el modelo de maternidad está sufriendo un proceso de trasformación comparable propiciado igualmente por las necesidades de producción: a quienes ganan millones a costa del lucrativo negocio de la reproducción asistida y, en especial, de la gestación subrogada, les interesa que esta forma de traer bebés al mundo aumente y se generalice. Siguiendo las lógicas del mercado, ¿por qué no transitar todas -todas las que puedan pagarlo, claro- hacia un modelo de maternidad en el que se pueden escoger las características físicas de tu descendencia y en el que además te ahorras las molestias de un embarazo, los cambios físicos que conlleva, el doloroso trauma del parto, que ya habrá otras mujeres -vulnerables económicamente, como siempre- que se encarguen de ello por ti?
También se han hecho virales recientemente las declaraciones de la famosa heredera de la dinastía Hilton, Paris, quien ha traído un bebé al mundo a través de un vientre de alquiler a los 42 años y que, a la pregunta de si había recurrido a este tipo de contratos a causa de su edad contestaba que no, que recurriría a este método aunque tuviera 20 años puesto que aunque su mayor deseo era formar una familia, la “parte física de todo eso” (sic), el parir, es una de las cosas que más miedo le dan en el mundo. Sin problema, Paris, eso el capitalismo también te lo soluciona: mientras las lógicas de mercado continúen vertebrando los usos de la reproducción asistida, seguirás encontrando una amplia variedad de opciones que, previo pago, te permitan cumplir con el mandato cultural de formar una familia. Al otro lado, las que ponen sus cuerpos y su dignidad para que eso sea posible; las que tendrán que renunciar a tener hijos si desean mantener un puesto de responsabilidad en su empresa; las que no verán renovados sus contratos por disfrutar de una baja de maternidad; las que no serán madres porque esperaron hasta la edad límite para acabar descubriendo que la fecundación in vitro no era tan milagrosa como prometían los folletos... ¡Qué le vamos a hacer! Es el mercado, amigas.
Como sucede con todo avance científico en su respectivo campo, las nuevas tecnologías reproductivas abrieron en la década de los setenta posibilidades inéditas hasta entonces en relación con la reproducción humana. La fecundación in vitro, la inseminación artificial, la preservación de gametos o el diagnóstico genético preimplantacional son presentadas ante la sociedad como técnicas milagrosas que permiten paliar las dificultades para concebir de manera natural, desafiar las limitaciones impuestas por el reloj biológico o prevenir la transmisión de enfermedades genéticas, abriendo para las mujeres un nuevo abanico de posibilidades de control sobre sus capacidades reproductivas. Como también sucede con todo avance científico, el que las nuevas tecnologías reproductivas se encuentren efectivamente al servicio de tan loables fines va a depender de la regulación jurídica y los usos sociales que configuren su puesta en práctica. La realidad, atravesada por los sesgos de género que afectan especialmente a cuestiones relacionadas con el cuerpo de las mujeres, muestra que el bienestar y la autonomía reproductiva se han visto desplazados en beneficio de otros intereses desde el momento en que las lógicas de mercado han acabado vertebrando el uso de las técnicas de reproducción humana asistida. Aunque se trata de una cuestión que se ha criticado de manera recurrente desde perspectivas feministas, la proliferación de sucesos y noticias de actualidad que durante las últimas semanas han copado los medios de comunicación, con la abue/maternidad subrogada de Ana Obregón a la cabeza, añaden al debate elementos de interés que aconsejan retomarlo.
En mi opinión, la crítica a quienes recurren a la gestación subrogada y al uso que se hace de las técnicas de reproducción asistida en general hay que enmarcarla en un debate más amplio sobre la maternidad y los derechos reproductivos, partiendo del reconocimiento de la existencia de un mandato cultural que pesa sobre las mujeres para que sean madres y que identifica la maternidad como componente esencial e irrenunciable de la identidad femenina. Este mandato desempeña un papel clave dentro de las lógicas de producción postfordista como elemento de sugestión que alimenta un deseo que acaba identificándose con una necesidad (y, en última instancia, confundiéndose con un derecho). En un contexto en el que los tratamientos de reproducción asistida se concentran en el sector privado, la maternidad biológica se convierte en un producto más de los ofertados en el mercado, enmarcado en el terreno de la autorrealización personal, como una vía para alcanzar el ansiado estado de bienestar y felicidad que la sociedad de consumo de masas promete a la ciudadanía y se traduce en la demanda de un producto específico, para satisfacer el cual el supermercado reproductivo ofrece un ingente número de opciones. Las clínicas ofertan los rasgos físicos del material genético (raza, color de piel, de pelo, de ojos, altura y peso estimados) que determinará la apariencia de los futuros hijos e hijas como quien configura un producto personalizado: un bebé a la carta. Además, aunque la posibilidad de alterar el embrión para determinar el sexo del bebé sólo está permitida en España para descartar la transmisión de enfermedades genéticas, el desarrollo de nuevos métodos menos invasivos, que permiten escoger el sexo del bebé con un 80% de fiabilidad partiendo de una selección de los espermatozoides, ha reabierto el debate sobre si esta limitación, impuesta por motivos éticos, debería eliminarse.