Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Controlar a las transnacionales
“Crear un grupo de trabajo intergubernamental con el mandato de elaborar un instrumento internacional legalmente vinculante para regular, de acuerdo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, las actividades de las empresas transnacionales”. Con esta resolución del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, aprobada el pasado jueves en su 26ª reunión en Ginebra, vuelve a ponerse de actualidad el debate sobre la necesidad de establecer normas internacionales para obligar a las compañías multinacionales a respetar los derechos humanos.
Ahora, tras el crash global y tragedias como la del derrumbe del Rana Plaza en Bangladesh el año pasado, resurge de nuevo una discusión que ha venido produciéndose desde hace cuatro décadas. Y es que, en los años setenta, Naciones Unidas llegó a fijar entre sus prioridades la elaboración de un código de conducta internacional para las grandes corporaciones, a la vez que puso en marcha la Comisión y el Centro de Empresas Transnacionales. Pero la oposición de las grandes potencias y de los lobbies empresariales hizo que, años más tarde, ambas instancias fueran desmanteladas y que esa normativa nunca llegara a concretarse. En su lugar, a finales de los noventa, aparecieron la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) y el Global Compact, símbolos de cómo el discurso oficial de la ONU fue evolucionando desde la lógica de la obligatoriedad hacia la filosofía de la voluntariedad.
En 2005, ignorando el proyecto de Normas para las Empresas Transnacionales y otras empresas comerciales adoptado por la Subcomisión de Promoción y Protección de los Derechos Humanos de Naciones Unidas dos años antes, el secretario general de la ONU designó un representante especial sobre la cuestión de los derechos humanos y las empresas transnacionales. El cargo fue asumido por John Ruggie, precursor del Global Compact, cuyo mandato concluyó con la publicación en 2011 de un informe en el que abogaba por poner en práctica el marco de “proteger, respetar y remediar”. Así, estos Principios Rectores sobre empresas y derechos humanos promovidos por Ruggie fueron aprobados ese mismo año por el Consejo de Derechos Humanos; el informe final de la secretaría general de la ONU, publicado en 2012, asumía que de esos Principios Rectores “no se deriva ninguna nueva obligación jurídica”.
Sin embargo, uno de los grandes obstáculos para erradicar las violaciones a los derechos humanos cometidas por las empresas transnacionales consiste, precisamente, en que no se apuesta por la creación de nuevas obligaciones en el Derecho Internacional. A pesar de que parece un cierto avance, la realidad es que el marco Ruggie reproduce la lógica seguida en las últimas décadas: son meras orientaciones que carecen de naturaleza vinculante, tanto para los Estados como para las empresas, por lo que no pueden ser de exigible cumplimiento. Además, sigue apostando por la voluntariedad, sostiene que únicamente existe violación de derechos humanos por parte de las empresas cuando surge la responsabilidad del Estado y no acepta que las empresas transnacionales —como todas las personas privadas— tienen la obligación de respetar la ley y, si no lo hacen, deben sufrir sanciones civiles y penales, también a escala internacional.
En todo caso, no es posible contrarrestar el enorme poder político, económico y jurídico de las empresas transnacionales y la fuerza de la lex mercatoria, toda esa “arquitectura de la impunidad” construida en los últimos cuarenta años por las grandes corporaciones y los Estados que las apoyan a través de un sinfín de tratados comerciales y acuerdos de protección de inversiones, miles de normas en la OMC, el FMI y el Banco Mundial, tribunales internacionales de arbitraje y mecanismos de resolución de disputas inversor-Estado… si no se invierte la pirámide normativa y se sitúan en el vértice los derechos de las mayorías sociales en vez de los intereses privados de la clase político-empresarial que nos gobierna.
De ahí que, en este contexto, las organizaciones que formamos parte de la campaña global Desmantelando el poder corporativo vengamos defendiendo hace años la necesidad de establecer mecanismos efectivos para el control de las empresas transnacionales. Porque pensamos que, junto al fortalecimiento de los procesos de resistencia frente a las compañías multinacionales, resulta imprescindible promover mecanismos eficaces para la redistribución social y para el control de las grandes corporaciones, que permitan, a medio plazo, caminar hacia el cambio del paradigma socioeconómico. Dicho de otro modo: mientras avanzamos en la construcción de otros modelos de economía y sociedad que no tengan como pilar lo que Polanyi denominaba —refiriéndose a los orígenes del capitalismo global— el “móvil de la ganancia”, por lo menos que los derechos de las personas y de los pueblos no se encuentren subordinados a la “seguridad jurídica” de las grandes corporaciones.
Con el propósito de crear instrumentos para el ejercicio de un control real sobre las operaciones de estas compañías, diferentes movimientos sociales, pueblos originarios, sindicalistas, juristas, activistas y víctimas de las prácticas de las multinacionales acabamos de elaborar el Tratado internacional de los pueblos para el control de las empresas transnacionales. La idea es que todo el trabajo colectivo que ha dado lugar a este tratado recoja la experiencia acumulada en la última década, a partir de las diferentes luchas contra las empresas transnacionales y las instituciones estatales e internacionales que las apoyan.
De esta manera, ponemos a disposición del recién creado grupo de trabajo intergubernamental sobre transnacionales y derechos humanos las diferentes propuestas y alternativas que centenares de organizaciones sociales han planteado en ese Tratado internacional de los pueblos. No obstante, pensamos que una normativa internacional legalmente vinculante para regular las actividades de las empresas transnacionales debe abordar, al menos, tres grandes cuestiones.
Primero, establecer nuevas premisas generales relacionadas con la responsabilidad de las empresas transnacionales. Así, las normas nacionales e internacionales deben considerarse obligatorias para las personas naturales y jurídicas; las transnacionales son personas jurídicas y, en tanto tales, sujetos y objeto de Derecho. Por ello, debe regularse su responsabilidad civil y penal y la doble imputación: por un lado, es imputable la persona jurídica —la empresa— y, por otro, las personas físicas —dirigentes de la entidad— que tomaron la decisión incriminada. Además, se debe regular la responsabilidad solidaria de las empresas transnacionales por las actividades sus filiales, de hecho o de derecho, así como de sus proveedores y subcontratistas que violen los derechos humanos.
Al mismo tiempo, han de regularse obligaciones específicas de las empresas transnacionales como, entre otras, la prohibición de patentar formas de vida, el pago de precios justos y razonables a los proveedores y subcontratistas, el control del personal de seguridad al servicio de las multinacionales y el respeto de todas las normas que prohíben la discriminación. Proponemos también, en tercer lugar, que se pongan en marcha instancias como un centro público para el control de las grandes corporaciones y una corte mundial sobre empresas transnacionales y derechos humanos, que se encargue de juzgar a las multinacionales y a quienes las dirigen por la violación de los derechos de las personas y la naturaleza.
Con todo ello, como dice la propuesta de Tratado internacional de los pueblos que se ha presentado esta pasada semana en Ginebra, aspiramos a “ofrecer un marco para el intercambio y la creación de alianzas entre comunidades y movimientos sociales para reclamar el espacio público, ahora ocupado por los poderes corporativos”.
“Crear un grupo de trabajo intergubernamental con el mandato de elaborar un instrumento internacional legalmente vinculante para regular, de acuerdo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, las actividades de las empresas transnacionales”. Con esta resolución del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, aprobada el pasado jueves en su 26ª reunión en Ginebra, vuelve a ponerse de actualidad el debate sobre la necesidad de establecer normas internacionales para obligar a las compañías multinacionales a respetar los derechos humanos.
Ahora, tras el crash global y tragedias como la del derrumbe del Rana Plaza en Bangladesh el año pasado, resurge de nuevo una discusión que ha venido produciéndose desde hace cuatro décadas. Y es que, en los años setenta, Naciones Unidas llegó a fijar entre sus prioridades la elaboración de un código de conducta internacional para las grandes corporaciones, a la vez que puso en marcha la Comisión y el Centro de Empresas Transnacionales. Pero la oposición de las grandes potencias y de los lobbies empresariales hizo que, años más tarde, ambas instancias fueran desmanteladas y que esa normativa nunca llegara a concretarse. En su lugar, a finales de los noventa, aparecieron la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) y el Global Compact, símbolos de cómo el discurso oficial de la ONU fue evolucionando desde la lógica de la obligatoriedad hacia la filosofía de la voluntariedad.