Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
¿Qué pasa en Yemen? El sangriento petróleo lo explica todo
En la modalidad en auge de guerras por delegación en Oriente Medio, la de Yemen, que ya ha cumplido un año, resulta especialmente sucia. Es la guerra sobre la que a todo el mundo le conviene callar. El número de muertos, heridos y desplazados no alcanza cifras tan escandalosas como las de Siria o Irak para que se hagan eco los grandes medios de comunicación globales, y a remolque actúen los organismos internacionales. Los recursos energéticos o geoestratégicos de Yemen tampoco despiertan codicias tan abiertas como las norteamericanas o las rusas en Afganistán, o las de todos en Libia. Y su emplazamiento condena al país a ser el patio trasero del amigo saudí, para alivio de una Europa incapaz de gestionar las múltiples crisis que se le agolpan. Yemen, la Arabia felix latina, es hoy uno de los lugares más lúgubres del planeta, cuatro años después de que un consenso sin precedentes de grupos políticos y sociedad civil forzara a Ali Abdalá Saleh, el dictador más longevo del mundo árabe tras Gaddafi, a abandonar el poder.
Pero Saleh se marchó delegando poderes en Abd Rabbuh Mansur Hadi, su vicepresidente, un militar sureño hábil en interpretar el aire de los tiempos. El traspaso fue negociado con el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), en un calculado intento de sus vecinos de poner coto a una revolución que podía “infiltrarse” por sus fronteras. Que ello implicara azuzar los enfrentamientos tribales, regionales y sectarios que históricamente han asolado el país y que la revolución yemení había conseguido aparcar, poco importaba. Más bien al contrario: la sectarización es el arma más efectiva que, de momento, han encontrado los Estados del Golfo en su particular batalla por el control de Oriente Medio y contra Irán.
El fracaso de la transición yemení emprendida en 2012 es el fracaso de un proyecto nacional que hubiera dotado al país de una independencia incompatible con los planes de sus poderosos vecinos. La ofensiva de los huzíes, un grupo tribal de observancia zaidí, históricamente relegado del poder, contra el Gobierno del presidente Hadi, el protegido del CCG, aceleró la descomposición del Estado en formación y propició la simplificación sectaria del enfrentamiento. Era algo que en un principio estaba lejos de la realidad, pero, al ser el zaidismo una hipotética rama del islam chií, la conexión iraní era un argumento fácil de esgrimir para aquellos interesados en reproducir la manida narrativa del enfrentamiento sunníes/chiíes. Una vez que esta lógica echó a rodar, la intervención saudí era cuestión de tiempo.
El amigo saudí se lanza a la guerra abierta
El amigo saudí se lanza a la guerra abiertaCon la subida al trono del rey Salmán en enero de 2015 y la concentración de poder en su hijo y ministro de Defensa, el príncipe Mohammed, la nueva política saudí de intervención militar abierta en los conflictos de la zona se inauguró en Yemen. Hace ahora un año se formalizó una coalición internacional liderada por Arabia Saudí, que comenzó una campaña de ataques aéreos, bloqueo naval y apoyo a las tropas leales al presidente Hadi que continúa a día de hoy y que ha ido recuperando territorio conquistado por los rebeldes huzíes, aunque en modo alguno la coalición pueda cantar victoria. Más bien al contrario: la prolongación de la guerra evidencia el fracaso de la estrategia saudí, que creía poder manejar los intereses de las partes en conflicto. En este contexto, ya nadie recuerda, como ha lamentado Jamal Benomar, el enviado especial de Naciones Unidas para Yemen, que el primer ataque saudí se produjo en vísperas de la firma de un acuerdo multilateral para que varios grupos políticos y tribales compartieran el poder durante un periodo transitorio.
El bombardeo sistemático de infraestructuras civiles y poblaciones por parte de las fuerzas armadas saudíes es tan cotidiano que el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, ha llegado a decir que determinadas operaciones “podrían constituir un crimen de guerra”. Cuando ya se ha cumplido un año del inicio de la campaña, 14 millones de yemeníes viven por debajo del umbral de la pobreza; 3 millones de menores sufren malnutrición; y 20 millones de personas, el 80% de la población, no tienen acceso a agua potable. Los trabajadores de Naciones Unidas y las agencias humanitarias vienen denunciándolo.
No es el islam, es el maldito petróleo
No es el islam, es el maldito petróleoLa actual obsesión saudí con Yemen poco tiene que ver con el islam, sea sunní o chií. La obsesión saudí tiene que ver, evidentemente, con el petróleo. Yemen apenas lo tiene, pero su ubicación geográfica le confiere un valor estratégico primordial en la reordenación del tráfico mundial de crudo tras el levantamiento de las sanciones a Irán. Hace años que Arabia Saudí proyecta un nuevo oleoducto que, desde sus grandes yacimientos en el este del país y atravesando la región yemení de Hadramaut, desemboque directamente en Adén, esquivando así el actual paso de los cargueros por el estrecho de Ormuz, tutelado por Irán. El expresidente Saleh fue remiso a otorgar a los saudíes licencia abierta para ello, y lo utilizó como baza política siempre dúctil en sus negociaciones con los países del Golfo. El futuro del proyecto parece ahora expedito. El presidente Hadi le debe a Riad su supervivencia. En cuanto a las tribus del este yemení, cuya colaboración es imprescindible, los saudíes se han garantizado su beneplácito: controlada por al-Qaeda, la región se ha visto libre de los bombardeos de la aviación saudí.
Pero a corto plazo hay otro “logro” de la guerra en Yemen que va a determinar el futuro inmediato del comercio del petróleo. No es un secreto, pues la diplomacia saudí no es tan sutil. Los líderes europeos lo conocen bien, y por ello intentan acallar a los diplomáticos más críticos, como los alemanes, holandeses o suecos; o colaboran de forma subrepticia, como Cameron, que ha hecho que Reino Unido facilite la logística de las operaciones aéreas saudíes. Como explicó en su día Yves Lacoste, la geografía es un arma para la guerra. Y la del mar Rojo, del estrecho de Bab al-Mandeb al Canal de Suez, es un ejemplo de manual. Si culmina su campaña en Yemen, Arabia Saudí controlará el tráfico de la principal ruta de acceso del petróleo a Europa: en el sur, habrá sido precisa una intervención militar; en el norte, habrá bastado la intervención financiera, que sostiene al régimen del general Sisi. De momento no se sabe cuánto le costará a Europa este golpe de fuerza saudí. Los yemeníes ya están pagando el precio.
Sin embargo al mundo le conviene callar sobre Yemen: a Europa por cortedad de miras (“bastante tenemos con lo que tenemos”); a EEUU para compensar a Arabia Saudí por sus acuerdos con Irán; a Rusia para tener carta blanca en Siria; y a la Liga Árabe para que nadie se aperciba de su intrascendencia. El silencio se está tragando a Yemen.
En la modalidad en auge de guerras por delegación en Oriente Medio, la de Yemen, que ya ha cumplido un año, resulta especialmente sucia. Es la guerra sobre la que a todo el mundo le conviene callar. El número de muertos, heridos y desplazados no alcanza cifras tan escandalosas como las de Siria o Irak para que se hagan eco los grandes medios de comunicación globales, y a remolque actúen los organismos internacionales. Los recursos energéticos o geoestratégicos de Yemen tampoco despiertan codicias tan abiertas como las norteamericanas o las rusas en Afganistán, o las de todos en Libia. Y su emplazamiento condena al país a ser el patio trasero del amigo saudí, para alivio de una Europa incapaz de gestionar las múltiples crisis que se le agolpan. Yemen, la Arabia felix latina, es hoy uno de los lugares más lúgubres del planeta, cuatro años después de que un consenso sin precedentes de grupos políticos y sociedad civil forzara a Ali Abdalá Saleh, el dictador más longevo del mundo árabe tras Gaddafi, a abandonar el poder.
Pero Saleh se marchó delegando poderes en Abd Rabbuh Mansur Hadi, su vicepresidente, un militar sureño hábil en interpretar el aire de los tiempos. El traspaso fue negociado con el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), en un calculado intento de sus vecinos de poner coto a una revolución que podía “infiltrarse” por sus fronteras. Que ello implicara azuzar los enfrentamientos tribales, regionales y sectarios que históricamente han asolado el país y que la revolución yemení había conseguido aparcar, poco importaba. Más bien al contrario: la sectarización es el arma más efectiva que, de momento, han encontrado los Estados del Golfo en su particular batalla por el control de Oriente Medio y contra Irán.