La ciencia lleva décadas pensando en cómo abrirse, cómo generar nuevos contextos de interlocución con nuevos actores, entre ellos la ciudadanía, y cómo habilitar las condiciones para que el conocimiento que produce circule libremente de la manera más amplia posible. Una de las respuestas para ello ha sido el “acceso abierto” (Open Access), un movimiento que tiene como objetivo transformar el perverso sistema de publicación de resultados en el que la ciencia está prisionera desde hace varias décadas: escribir gratis en las revistas científicas, pagar para leer lo que otros han escrito gratis. Se pueden imaginar quién saca tajada de todo eso: un puñado de grandes industrias editoriales con márgenes de beneficios del 35%, aún en tiempos de crisis. El sector privado está depredando lo público ante la desidia de quienes forman su cuerpo. El “acceso abierto” es una respuesta que pone patas arriba al modelo económico de un sistema editorial que lleva varias décadas succionando una parte significativa de los recursos públicos que se dedican a la investigación. En tales circunstancias las administraciones públicas de todos los niveles han comenzado a apoyar sin titubeos estas iniciativas que buscan la apertura del conocimiento. La Unión Europea, por ejemplo, ha hecho pública recientemente su intención de que toda la investigación financiada con los fondos de su próximo programa de investigación (Horizon 2020) deba ser publicada en acceso abierto. De manera paradójica, muchos científicos y académicos permanecen encastillados en prácticas de clausura que restringen el acceso a sus resultados: por vergüenza, desidia o por una mal entendida competitividad con sus colegas ponen trabas a la circulación de sus propios resultados. El argumento que planteo es sencillo: es hora de comenzar a revisar esa mala praxis y tomar medidas contra ella; y un mecanismo para ello es facilitar la publicación de los borradores de la investigación: practicar una ciencia en borrador que no teme hacer público su carácter provisional y promisorio.
Los medios de comunicación están en plena transformación. Los periódicos llevan varios años discutiendo su modelo de negocio, la desaparición del papel, reflexionando sobre la transformación de su misma profesión... Las publicaciones científicas han pasado más de dos décadas sosteniendo el mismo debate y experimentando con modelos radicalmente novedosos que intentan abrir nuevas posibilidades a la singularidad de su sistema editorial. Uno de los aforismos más acendrados de la ciencia dice eso de: “publica o muere” (“publish or perish”). Publicar, escribir, es una de las prácticas fundamentales sobre las que se asienta desde el siglo XVII la ciencia. Así que el sistema editorial que sustenta la circulación de ese conocimiento, en términos de artículos, revistas y libros, es una pieza clave del quehacer científico en cualquier disciplina. Este, sin embargo, es de una singularidad y perversidad excepcional. Primero una breve síntesis de su singularidad y después una mención sobre su perversidad.
Recuerdo mi época como periodista en la que escribía noticias del día en el mismo día, o algunos reportajes amplios a los que dedicaba una semana o dos. El ritmo de la ciencia es muy diferente, mucho más pausado. Escribir un artículo me lleva ahora varias semanas o varios meses de intensa dedicación. Una vez escrito sigue un procedimiento estándar: lo envío a una revista que decide si lo acepta para revisión. En caso afirmativo el editor lo manda a varios científicos que lo leen, comentan y valoran si es valioso para su publicación y si son necesarios cambios. Una de esas revisiones, si es buena (no siempre lo son) requiere al menos una mañana o incluso un día completo dedicado a una lectura atenta y a la redacción de comentarios y sugerencias para el autor. En total, el proceso de correcciones y revisiones requiere habitualmente varios meses en un ir y venir de versiones diversas del artículo. Lo mismo que el trabajo de redacción, el de revisión es realizado gratuitamente por investigadores. Un reciente e importante informe realizado por The House of Lords en el Reino Unido estimaba que el coste no remunerado del trabajo de revisión realizado en todo el mundo por académicos equivalía a 1,9 billones de libras. Uno lo hace (no por amor al arte), sino por amor a la ciencia, que viene a ser lo mismo. Este modo de funcionamiento, basado en contribuciones no remuneradas de quienes realizan el grueso del trabajo (escribir y revisar) es la singularidad del sistema editorial de la ciencia.
La perversidad llega después, una vez que la revista circula como un objeto finalizado. Cuando quien quiere leer esos artículos ha de pagar por ellos, pese a que han sido elaborados gracias a un trabajo no remunerado. Se ha llegado a tal situación que a principios de 2012 los matemáticos de todo el mundo lanzaron una campaña de boicot contra la editorial Elsevier por la política de publicaciones que esta mantiene. La editorial de origen holandés publica unos 2.000 revistas académicas y no ha sufrido los achaques de la crisis pues en el año 2010 sus beneficios fueron de unos 850 millones de euros. Su margen de beneficios es cercano al 35% y así se ha mantenido durante la última década. Junto a Elsevier, Spinger, Wiley and Sons e Informa son los cuatro grandes conglomerados editoriales que controlan una buena parte del sistema editorial de la ciencia. Y como la primera, el resto de compañías tienen márgenes de beneficios próximos al 35% (un increíble 42% en el caso de Jon Wiley).
Las suscripciones individuales anuales de las revistas cuestan a partir del centenar de euros, cuando la suscripción es institucional, una universidad o departamento, cuesta varios cientos de euros o incluso varios miles. En el caso de no tener suscripción, lo habitual es que descargar un único artículo cueste unos 25 euros. El negocio es redondo y es consecuencia del cambio que se produce en la segunda mitad del siglo XX, cuando las sociedades académicas dejan de ser las principales editoras de revistas y el sector privado entra en el negocio por cuenta propia o instadas por las mismas sociedades académicas. La situación actual es un claro ejemplo de la depredación de lo público por la desidia de quienes forman (formamos) parte de ello. Ahí van algunos datos para dar una idea del gasto que representa la compra de publicaciones para el erario público. Las bibliotecas universitarias y de centros de investigación españoles gastaron en el año 2009 en la compra de revistas y bases de datos 98 millones de euros, según se recoge en el anuario de la Red de Bibliotecas Universitarias (Rebiun). La Universidad Complutense de Madrid gastó ese año 3,4 millones de euros, la Universidad de Barcelona 5,2 millones y el CSIC 8,4 millones. Comparado con una década previa, el gasto en la compra de revista y bases de datos es más del doble.
La solución que se propone a ese dilema es el “acceso abierto”, un modelo que plantea un nuevo canon para el sistema editorial: el acceso gratuito a los resultados académicos y la posibilidad de que los artículos (y otros formatos) donde se publican puedan ser reproducidos libremente en otros lugares. Las administraciones públicas han comenzado a adoptar políticas que obligan a publicar en revistas de acceso abierto los resultados de investigaciones que han sido financiadas con dinero público. Ese es el planteamiento adoptado por los centros de investigación en salud de los EE.UU. (NIH) desde 2008. Una política similar, con algunas diferencias, que promueve el acceso se está planteando en el Reino Unido para toda la investigación financiada con dinero público [http://www.timeshighereducation.co.uk/story.asp?storycode=421081].
Ahora se cumple justo una década de las tres primeras declaraciones institucionales que se han convertido en el referente del acceso abierto (designadas por el nombre de las ciudades donde se realizaron: Budapest, Bethesda y Berlín) y se ha celebrado estos días la 'semana del acceso abierto' promovida por la asociación internacional de librerías académicas SPARC. En la última década decenas de revistas académicas han abrazado el acceso abierto o han surgido siguiendo la publicación ese modelo de publicación. El directorio de revistas en acceso abierto (DOAJ) registra 8.313 revistas de un total de unas 25.000 revistas con revisión por pares en todo el mundo. En España hay 426 publicaciones académicas de acceso abierto registradas en el DOAJ.
Este es, sin embargo, sólo uno de los mecanismos de apertura de la ciencia. Hay otra manera promovida desde el “acceso abierto” de una sencillez pasmosa: consiste en publicar los borradores de los resultados. Por borradores me refiero a las versiones últimas de un texto a punto de ser cerrado (pre-prints, post-prints o literalmente borradores). Salvo por detalles menores, estos tienen el mismo contenido que las versiones finales. El objetivo de la publicación de borradores es doble: primero acelerar la circulación de los resultados. Uno de los últimos artículos que he escrito con mi colega Alberto Corsín lo hemos enviado recientemente a una revista para que aparezca publicado ¡en el año 2015! Y esa dilación no es algo excepcional, ocurre a menudo que un autor ha de esperar un año o más hasta que su texto aparece publicado. En segundo lugar, publicar los borradores es una manera de eludir el control que las editoriales tienen sobre los textos. Estas controlan los derechos de autor sobre la versión que publican, pero no sobre las anteriores o posteriores (post-print). Eso abre una vía sencilla para hacer circular los resultados sin exponerse a problemas legales.
El sistema de publicación de borradores ha ganado importancia y universidades de todo el mundo han creado repositorios para ellos y, lo más relevante, están estableciendo políticas en las que obligan a sus investigadores a enviar copias de sus textos (borradores o versiones finales) para ser alojados en esos repositorios y que al menos los miembros de la propia universidad puedan acceder libremente al conocimiento que se elabora en ella. Hay al menos 160 universidades de todo el mundo con mandatos de este tipo (según datos del repositorio ROARMAP), once de ellos de universidades españolas. La estrategia española de ciencia y tecnología publicada recientemente señala específicamente como objetivo desarrollar este tipo de repositorios de acceso.
Más allá de las iniciativas institucionales, el sistema de publicación de borradores abre la posibilidad para que los investigadores y académicos publiquen en Internet sus resultados y contribuyan de esa manera a hacer que circule el conocimiento que elaboran gracias a la financiación pública. Pero desgraciadamente, pese a los esfuerzos institucionales acompañados de retóricas grandilocuentes los repositorios de acceso abierto de borradores suelen estar medio vacíos. La situación muestra un gravísimo problema y una práctica extendida en nuestras universidades y centros de investigación, especialmente en el área de las ciencias sociales. No soy el único que ha pedido una tesis para poder leerla y se ha encontrado con un no por respuesta. Recientemente examiné con detalle las páginas web individuales de los 21 miembros que componen un departamento de mi disciplina (antropología) en una universidad española. Ninguno de ellos proporcionaba enlaces a sus artículos o producción científica. Ninguno. Y sólo cinco daban cuenta detallada de sus publicaciones, otros cuatro proporcionaban información parcial de su producción. Más de la mitad de los miembros del departamento no ofrecían ninguna información sobre los resultados de su trabajo. Y mucho menos la posibilidad de acceder a ello.
La anécdota, que no es más que una anécdota, es sin embargo significativa de una tendencia que me atrevo a afirmar que es generalizada en el ámbito de las ciencias sociales en nuestra academia y en nuestro país: un nulo esfuerzo por hacer accesible el conocimiento que se financia con el dinero público. Como he dicho: las tesis se ponen a buen recaudo hasta que el autor, o autora, ha publicado un libro basado en ella (si acaso); no se comparten los artículos que se escriben porque parece que lo único relevante es que aparezca un ítem más en el currículo; no se proporciona información de las producción científica propia y no se habilitan espacios de intercambio de conocimiento... No es ninguna exageración decir que buena parte de los científicos y científicas sociales permanecen anquilosados en prácticas secretistas y uno no entiende para quién investigan o para quién escriben. Ante esta situación parece ineludible que las instituciones debieran tomar cartas en el asunto y establecer, como ya se hace en otros lugares, políticas imperativas que obliguen a (i) publicar el historial de la producción científica individual y (ii) facilitar el acceso a los borradores o versiones finales de los resultados de investigación. Una ciencia que no se abre al acceso de todos, o casi todos, es una ciencia para nadie que mina los propios fundamentos de su razón de ser. Aunque sea inacabada y en proceso de gestación deberíamos tener, todos o casi todos, acceso a una ciencia en borrador.
La ciencia lleva décadas pensando en cómo abrirse, cómo generar nuevos contextos de interlocución con nuevos actores, entre ellos la ciudadanía, y cómo habilitar las condiciones para que el conocimiento que produce circule libremente de la manera más amplia posible. Una de las respuestas para ello ha sido el “acceso abierto” (Open Access), un movimiento que tiene como objetivo transformar el perverso sistema de publicación de resultados en el que la ciencia está prisionera desde hace varias décadas: escribir gratis en las revistas científicas, pagar para leer lo que otros han escrito gratis. Se pueden imaginar quién saca tajada de todo eso: un puñado de grandes industrias editoriales con márgenes de beneficios del 35%, aún en tiempos de crisis. El sector privado está depredando lo público ante la desidia de quienes forman su cuerpo. El “acceso abierto” es una respuesta que pone patas arriba al modelo económico de un sistema editorial que lleva varias décadas succionando una parte significativa de los recursos públicos que se dedican a la investigación. En tales circunstancias las administraciones públicas de todos los niveles han comenzado a apoyar sin titubeos estas iniciativas que buscan la apertura del conocimiento. La Unión Europea, por ejemplo, ha hecho pública recientemente su intención de que toda la investigación financiada con los fondos de su próximo programa de investigación (Horizon 2020) deba ser publicada en acceso abierto. De manera paradójica, muchos científicos y académicos permanecen encastillados en prácticas de clausura que restringen el acceso a sus resultados: por vergüenza, desidia o por una mal entendida competitividad con sus colegas ponen trabas a la circulación de sus propios resultados. El argumento que planteo es sencillo: es hora de comenzar a revisar esa mala praxis y tomar medidas contra ella; y un mecanismo para ello es facilitar la publicación de los borradores de la investigación: practicar una ciencia en borrador que no teme hacer público su carácter provisional y promisorio.
Los medios de comunicación están en plena transformación. Los periódicos llevan varios años discutiendo su modelo de negocio, la desaparición del papel, reflexionando sobre la transformación de su misma profesión... Las publicaciones científicas han pasado más de dos décadas sosteniendo el mismo debate y experimentando con modelos radicalmente novedosos que intentan abrir nuevas posibilidades a la singularidad de su sistema editorial. Uno de los aforismos más acendrados de la ciencia dice eso de: “publica o muere” (“publish or perish”). Publicar, escribir, es una de las prácticas fundamentales sobre las que se asienta desde el siglo XVII la ciencia. Así que el sistema editorial que sustenta la circulación de ese conocimiento, en términos de artículos, revistas y libros, es una pieza clave del quehacer científico en cualquier disciplina. Este, sin embargo, es de una singularidad y perversidad excepcional. Primero una breve síntesis de su singularidad y después una mención sobre su perversidad.