Air pone la estética y Laurent Garnier el compás en una segunda jornada del Sónar

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Hay discos que marcan una época y sin duda ese es el caso de Moon Safari, aparecido en 1998 y que significó la irrupción del pop electrónico francés a nivel mundial, lanzando al dúo versallesco Air al estrellato, junto a otras bandas parisinas como Daft Punk o Cassius. Tras 25 años de carrera más o menos discreta, aunque con trabajos selectos, Air ha querido dar en el Sónar 2024 fe de vida con la conmemoración de aquel trabajo sublime.

Moon Safari fue un disco fascinante e hipnótico, emparentado tanto con los desarrollos sonoros del otro lado del canal de La Mancha –léase Nightmares On Wax, Morcheeba o el trip-hop más prístino de grupos como Olive–, como con las texturas francesas de las aventuras musicales del Serge Gainsbourg más experimental, o las reminiscencias psicodélicas de los primeros Pink Floid, aquellos en los que el malogrado Syd Barrett, antes de triturar su cerebro con toda clase de psicotrópicos, marcaba la pauta creativa.

Y precisamente por esta última vertiente parecieron optar los integrantes de Air, acompañados de un percusionista y encajados en un fascinante escenario rectangular que parecía una caja de muñecas, en la que se sucedían las proyecciones de gráficos propios de la space age setentera –estética propia de las películas de Kubrick 2001 Odiesea en el Espacio y La naranja mecánica, para tener una referencia visual–.

Envueltos en una niebla a veces púrpura a veces naranja, tal vez como guiño a sustancias que atentan contra la salud pública, desarrollaron los temas del disco

Envueltos en una niebla a veces púrpura a veces naranja, tal vez como guiño a sustancias que atentan contra la salud pública, desarrollaron los temas del disco evitando las vertientes más pop de su sonido y acentuando, en cambio, las psicodélicas acompañados de un piano Fender Rhodes para dotarse de un sonido más añejo y auténtico. La acústica de la sala, inmensa, se prestaba a reverberaciones, tal vez voluntarias, que reforazaban la impresión de alteración sonora por causa de sustancias psicoactivas.

No aparecieron, por tanto, los aromas de Burt Bacharach en temas como Ce matin-lá –donde en el disco se homenajea indisimuladamente la trompeta de Herb Albert–, ni en otros como New star in the Sky, que fueron abordados con perspectivas que a ratos recordaban a los citados Pink Floid y en otros podían virar hacia los Zombies de Odessey and Oracle o bien hacia un dream pop más propio del nuevo milenio.

El triunfo fue absoluto entre una parroquia que progresivamente fue llenado el hangar de la Fira Gran Vía, un espacio de proporciones soviéticas que confiere una atmósfera un tanto irreal, de relato ciberpunk, al festival de noche. El respetable venía mayoritariamente del Sónar Día, de Montjuic, y por tanto arribaba convenientemente macerado en tecno, alcohol y compuestos indebidos, por lo que el tono relajado pero lisérgico de los Air parecía darle un respiro, una pausa para coger carrerilla y aguantar hasta el amanecer. No obstante, para los recién llegados desde su casa, la actuación parecía demasiado relajada.

Misa (tecno) de tarde en el Sónar Día

Tres horas antes de que empezara Air en el Sónar Noche, había oficiado sus liturgias en el Sónar Día uno de los sumos sacerdotes del tecno continental, Laurent Garnier. Ataviado con una camiseta gris de los Beastie Boys, unos vaqueros y deportivas Adidas, el capo del tecno se dispuso a mantener a las audiencias bailando en el escenario principal a base de beats maquinales, contundentes y acelerados.

El reto no era baladí, tenía que estar tres horas al mando de los platos, pero nada es imposible para alguien que lleva casi 40 años vinculado a la electrónica y que se ha machacado los principales clubes tanto de Berlín o París como de Manchester o Londres. Paralelamente, en un hangar menor, le daba la réplica la berlinesa Dj Girola con un tecno mas grueso y cálido, también contundente y plagado de percusión en el que mezclaba samples de pop y funk que conferían mayor ritmo a su sesión. Se llevó a una pequeña parte de los devotos de Garnier, acaso cansados de los tempos fríos y oscuros del maestro francés.

Por la noche, a las horas intempestivas en las que este periodista esta escribiendo esta crónica, le llegaría el turno a otro monstruo del tecno, Richie Hawtin, por aquello de a ver si el tecno puede resultar más frío y estajanovista todavía. El día se presentaba oscuro y berlinés en cuanto a beats, que no en cuando al cielo, azul y despejado. Pero nadie había avisado de que venían tormentas.

Y en cambio las hubo en uno de los hangares, donde se presentó el colectivo japonés VMO –aka Violent Magic Orchestra–, una tempestad sonora que haría que Sonic Youth parecieran la banda de acompañamiento de las Stella Maris. Death Metal, Trash, Punk, hard techno y todo lo que se quiera echar a la batidora para dar como resultado una sesión incalificable, que se acompañaba de unos gráficos de monstruos, reptiles y calaveras maravillosos mientras la cantante de la banda soltaba aullidos más propios de Phil Anselmo y sus compañeros se lanzaban sobre el público como si fueran Henry Rollings en los tiempos de Black Flag. Fue una experiencia memorable.

Jessie Ware: acid jazz is not dead

Pero conviene dar un salto temporal de nuevo hacia el futuro, esto es el Sónar Noche: Air ha terminado y las masas de festivaleros vagan como zombies hambrientos, buscando una nueva sesión que devorar. El destino es claro, a un centenar de metros de distancia del hangar principal se encuentra un escenario a cielo abierto en el que se presenta otra fiera inclasificable: la británica Jessie Ware, antigua acólita del UK garage, ahora apóstol de la recuperación de antiguos ritmos del siglo pasado.

Esto es: acid jazz, funk y el pop ochentero más bailable. No en vano en el último disco de Ware colaboran divas del nivel de Róisín Murphy o, atención, Kylie Minogue. La inglesa se presentó desde un principio sin concesiones, con un funk que hubiera firmado el Prince más travieso. Pasó después por coqueteos afrobeat, pero se afianzó en un una línea entre el pop y el acid jazz en el que sacó partido de su chorro de voz, rememorando a divas como N'Dea Davenport, Driza Bone o Lisa Stansfiel (pero con más talento).

La suya fue una actuación de extásis –emocional, no químico– y baile desenfrenado a la que la parroquia se entregó a corazón abierto y torso cimbreante, hasta desatarse la locura cuando Ware, toda una diva LGTBI, se soltó con el Belive de Cheer. Lo bordó con energía y determinación, arrasando con su magnífica voz lo que en el caso de la californiana era poco más que un gritito ahogado. Como agradecimiento, y ya con el público de rodillas, Jessie Ware dijo que el Sónar, al que acudía por segunda vez, era un festival alucinante y que su público era el mejor.

Y así, entre cervezas, sudor, nubes que tapaban una luna en cuarto creciente y sustancias inconfesables, transcurrió la noche de la segunda jornada del Sónar hasta su cierre a las siete de la mañana.