“Hay tardes en que todo / huele a enebro quemado / y a tierra prometida”. Hoy es una de ellas. Antonio Gala escribía estos versos en Enemigo íntimo (Ediciones La Palma, 1959), poemario con el que se llevó el accésit del Premio Adonáis de Poesía en 1960 y que se consagró como la primera publicación de una inmensa herencia de poesía, narrativa y teatro que el escritor cordobés deja hoy entre los surcos de la literatura española del nuevo siglo. Desde entonces ya era el escritor de la belleza, del erotismo, de la vejez, de la niñez, de la vieja Andalucía y de la muerte. En su poesía, la tierra prometida.
“Lo más inteligente que se puede hacer en la vida es no tener absolutamente ningún respeto por la vida”, decía Gala en una de aquellas míticas conversaciones con Jesús Quintero en el noventero programa Trece noches de Canal Sur. Y aunque pensarlo hoy sea quizás lo más gratificante que uno puede hacer en su memoria, lo cierto es que él mismo se ocupó de hacer de la vida un lugar profundamente honrado. “Hacer lo que verdaderamente te plazca, que es para lo que sospecho que hemos nacido”, continuaba diciendo el poeta, “porque nacer para que te maten, o para luchar, o para decir '¡Viva Franco!', no. Eso son idioteces. Se nace, supongo, para disfrutar de algo”. En ese momento todavía no había publicado El manuscrito carmesí, novela con la que se llevaría el Premio Planeta de 1990. Pero Gala ya pertenecía a la literatura desde mucho tiempo atrás.
Fue un escritor precoz. Formó parte de esa generación de literatos capaces de todo: novela, poesía, teatro, guion y columna. Tenía cuatro años cuando escribió su primer relato corto, una cuartilla con la historia de un gato que hizo para no aburrirse durante un fin de semana de castigo en su habitación; cuando su padre leyó el texto, simplemente le miró a los ojos y, luego, le dejó salir. “Fue la primera vez que percibí la utilidad de la literatura”, dijo Gala una vez. La historia se lee en el panel descriptivo de la exposición permanente Recuerdos de Antonio Gala, uno de los espacios que dejó el escritor en su propia fundación en Córdoba para conservar y compartir con la gente los objetos, los escritos y los recuerdos de lo que fue su vida. O, al menos, una parte de ella.
Una vida dedicada a la literatura
Con catorce años ya daba una conferencia en el Círculo de la Amistad de la ciudad andaluza, a la que su familia se había mudado no mucho después de que Gala naciera en Ciudad Real. Cuando estudiaba Derecho en la Universidad de Sevilla, su devoción por la literatura cambió radicalmente sus planes e hizo que acabara en Madrid matriculándose por libre en otras dos carreras: Filosofía y Letras, y Ciencias Políticas y Económicas. Plantando cara a los deseos de su padre, Gala abandonó las oposiciones para abogado del Estado e ingresó en los cartujos, pero pronto se dio cuenta de que la vida monástica no era para él: le expulsaron de la orden. Volvió a la capital, empezó a dar clases de Filosofía e Historia del Arte en varios colegios y, desde ese momento y para siempre, hubo tiempo para la literatura: nacían entonces las primeras publicaciones de Antonio Gala.
Sobre el lugar de pertenencia, el arraigo y la búsqueda personal habló el escritor en Los verdes campos del Edén, aquella primera obra de teatro que se estrenó en el madrileño Teatro María Guerrero y que mereció en el 63 el Premio Nacional Calderón de la Barca. Diez años después, el Premio del Espectador y la Crítica fue para Anillos para una dama, una pieza dramaturga de temática aparentemente histórica pero absolutamente revolucionaria, en la que Gala situaba a la viuda del Cid en un conflicto propio con el deseo de libertad en pleno año 1973, muy cerca de la muerte de Franco. Y un año después se estrenaba Petra regalada, otra obra de teatro en la que esta vez el autor exploraba la problemática de la prostitución. En tiempos de choque, Gala demostraba atrevidamente una sensibilidad honesta hacia algunas de las cosas más presentes de la vida.
Después de aquel Premio Planeta por El manuscrito carmesí, la trayectoria de Gala en la narrativa fue larga. También llegó Más allá del jardín (1995) o un recorrido de poemarios nutrido por Sonetos de la Zubia (1981), Poemas de amor (1997) o Testamento andaluz (1998). Quizás La pasión turca (Planeta, 1993) sea hoy una de sus novelas más conocidas, aquella que antes de comenzar siquiera el nuevo siglo se adentraba ya en el sexo, en el amor, el deseo y el erotismo. Pocos años después, Gala exploraría también la bisexualidad en La regla de tres (Planeta, 1996), con una trama en la que el protagonista se enamora de una mujer y de un hombre al mismo tiempo.
La marginación es la que mejor canta, siempre ha sido así. ¿Qué es el flamenco, sino una forma bella de quejarse?
Antonio Gala habló siempre, abiertamente y durante toda su vida, de relaciones homosexuales y bisexuales: fue un gran defensor de los derechos LGTBI en una época en la que las doctrinas y valores de la dictadura todavía quedaban impregnadas en el discurso público. En una de esas recordadas entrevistas con Quintero, delante de una audiencia que veía la televisión desde su casa y mientras todavía florecía la transición, Antonio Gala, con la belleza de la prosa poética que siempre le caracterizó, dijo: “Los hombres aman a los hombres y las mujeres aman a las mujeres, y eso no tendría por qué despertar dentro de unas almas una congoja, por muy bella que sea, ni un sudor de fatiga, por muy bienoliente que sea”. Poeta hasta en su forma de hablar, el autor cordobés defendió también la escritura y el arte como forma de protesta: “La marginación es la que mejor canta, siempre ha sido así. ¿Qué es el flamenco, sino una forma bella de quejarse?”.
“Antonio es un gran exponente de la libertad, de la libertad en su sentido más radical. Da igual de qué terreno hablemos: es un artista por los cuatro costados”, dice Juan Manuel Gil en una conversación con este medio. El escritor Premio Biblioteca Breve 2021 fue residente de la primera promoción de la Fundación Antonio Gala, en un lejano tiempo en el que los alumnos recibían sus visitas, charlaban con él y le enseñaban sus escritos, sus cuadros y sus creaciones. De su maestro dice muchas cosas, pero sobre todo piensa que “le corresponden a las generaciones venideras que se hable siempre desde su propia obra, desde su propia palabra y desde su propio pensamiento”, defiende el novelista. “Gala fue un gran defensor no solamente de esa libertad que te permite decir que sí, sino también de aquella que te permite decir que no, que es lo verdaderamente complicado”.
El legado que deja
“Gala dedicó su vida a poetizar el amor, a intelectualizarlo. Da igual que hablase de política, de economía o de cultura. Y, sin embargo, en los últimos años de su vida, se reconoció como un incapaz para experimentarlo”. Ernesto Artillo, artista multidisciplinar y malagueño, explica en una conversación con este periódico que en su caso la pasión por Gala le llegó desde que era muy pequeño por “la cantidad de libros” que tenía en su casa y por la admiración de su padre hacia el autor. Opina que, a pesar de una infinidad de obras, “la entrevista sea quizás el género literario más brillante en el que se le pudo disfrutar” y que precisamente eso debe ser lo que hipnotizó a todo un país, haciendo que Gala, “como él mismo decía”, se ganara “la fama de un torero o de un futbolista”, reflexiona el artista.
Antonio Gala tenía una manera brillante de aproximarse a la vida, desde una mirada absolutamente enamorada hacia la gente
Lo que le interesó al creador fue, sobre todo, llegar a comprender “cómo acabamos utilizando la idea del amor en vez de su propia experiencia; cómo describimos el mar en vez de bañarnos en él”, piensa. Pero Gala estuvo más cerca de todo eso de lo que podía imaginar: la sensibilidad también era una forma de estar en el mundo. “Antonio Gala tenía una manera brillante de aproximarse a la vida, desde una mirada absolutamente enamorada hacia la gente”.
Hace unos años, Artillo empezó a transcribir las entrevistas de Gala “como una forma de estudiarle” y de aproximarse a él. Piensa el artista que “en un momento en el que todo ocurre demasiado deprisa”, la idea de trabajar pacientemente la oralidad y, con lentitud, convertirla en escritura, era “una oportunidad para darle sentido a su palabra, entenderle mejor”. Y de aquel tiempo de dedicación nació Gala literal, una propuesta escénica que parte de los diálogos del poeta para convertirse “en un mismo texto” y llevar a cabo una lectura dramatizada por él mismo, algo así como “una obra de teatro en la que se utiliza solamente las entrevistas de Gala”, explica Artillo. Hoy, más que nunca, el proyecto del malagueño es también una manera de mantenerle en vida. “Acercarme a él desde un lugar más íntimo: tocar sobre el teclado sus palabras con mis dedos era algo así como tocarle a él”, dice.
La Fundación
Pero el legado más fuerte que deja Gala tiene, por suerte, un lugar en el mundo. Hace ya tiempo que el escritor quiso construir un espacio de acogida a la creación artística joven del país, y terminó haciéndolo realidad. La Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, en la misma Córdoba en la que se crio, es una institución privada sin ánimo de lucro que funciona desde hace dos décadas como un espacio de creación artística compartida. Convoca anualmente becas destinadas a jóvenes hispanohablantes de 18 a 30 años que quieran explorar el campo de la literatura, la música, las artes plásticas o la investigación y, de la Fundación nacieron, de hecho, algunos de los nombres que ocupan la esfera cultural de hoy.
“En aquel momento —dice Juan Manuel Gil, refiriéndose a la inauguración de la residencia en el año 2002—, la Fundación Antonio Gala todavía no tenía historia, pero a la vez era algo muy emocionante, porque después de un proceso de selección, Gala reunió allí a 15 artistas chavales que acabábamos de empezar”, recuerda cariñosamente. “Fue la primera vez que me empezaron a llamar 'escritor'”. Gil describe a Gala como “una persona muy muy divertida, con una agilidad en el sentido del humor casi inigualable y con una cultura muy profunda”, piensa, y por eso “era un cóctel perfecto para chavales de veintipocos años” que se sentían “verdaderamente asombrados y conmovidos por lo que él contaba”.
Aquellos años de comienzo también fueron “fascinantes” para el poeta, piensa Gil, porque “se cumplía uno de sus grandes deseos: abrir un espacio de creación donde confluyeran distintas manifestaciones artísticas, donde se pudiera dialogar, intercambiar impresiones”, comenta. “Frecuentaba aquello y tenía un trato muy cercano con todos nosotros. Charlábamos muchísimo, nos hablaba de sus experiencias personales y todos los residentes estábamos deseosos de que Antonio pasara por allí; nos lo pasábamos francamente bien”.
Aunque las últimas generaciones ya no convivieron con Antonio Gala, aseguran que siempre hubo algo impregnado en el aire, en las paredes, en los jardines, en los pasillos, en las aulas y en esa manera única de mirar las cosas: Gala fue maestro, siempre. Violeta Font, poeta y una de las más jóvenes alumnas de la Fundación, dice en una conversación con este medio que a pesar “de no haber compartido el día a día con Antonio”, tienen muy presente “su figura como intelectual valiente y generoso”, dice. Para Gala la Fundación fue “un sueño cumplido, una declaración permanente de amor”: “Admiramos a Antonio por su enorme talento como escritor, pero también por su compromiso absoluto con el arte como forma de vida. Animar a los jóvenes a que se hagan artistas es un atrevimiento por el que le estamos muy agradecidos”.
“Al despedirse de la Andalucía / sintió el sabor salado de la muerte”. De la tierra en la que tantas veces fue feliz, Antonio Gala también deja una herencia infinita de versos. “Antonio bebe muchísimo de la tradición andaluza, pero la trasciende”, dice Juan Manuel Gil. “Se apoya en esos componentes, pero es también uno de los escritores que más hizo por la lectura: acercó el teatro a la gente, la poesía a la gente. Eso hay que reconocérselo, sin ningún tipo de duda”, comenta el escritor. Antonio Gala dedicó Poemas cordobeses o Testamento andaluz a ese lugar del que se fue y al que siempre regresó. En el poema Sierra de Córdoba, como si no hubiera más certezas en el mundo, escribió: “El olvido no existe”. Y hoy, más que nunca, es verdad.