Hubo un día en que la foto pura no le bastó. Y empezó a pintarlas. Así pasó el resto de su vida, desde finales de los años setenta hasta ayer. Este martes Bárbara Allende falleció a los 64 años. Ouka Lele o Ouka Leele, que tomó su nombre artístico de una estrella que aparecía en una carta estelar que se inventó el pintor José Alfonso Morera, El Hortelano, fue la creadora de la imagen colorista de la primera España democrática. Fue la primera en romper con el gris franquista, con una serie que cambiaría su vida y la de la historia de la fotografía española: Peluquería, de 1979. Apenas habían pasado tres años desde que empezó a fotografiar en blanco y negro y se presentó en la galería Spectrum de Barcelona con un conjunto de retratos a amigos y personajes curiosos a los que había disfrazado y después coloreado. Ese trabajo ya contenía todo lo que le convertiría en un perfecto paradigma de su tiempo.
La cultura era el mejor escaparate de la España socialista, la que solo quería mirar adelante, prosperidad y progreso. Nada de memorias, nada de pasados. La euforia era tan incontrolable como el dinero invertido en la primera cultura democrática, la que celebraba sin conocer el límite de sus posibilidades. Javier Solana, ministro del ramo, explicó a los diputados que “sustituir el hombre económico por el hombre cultural” era posible. Y Rafael Sánchez Ferlosio escribió eso de que “en cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador”. En 1986 Andy Warhol visitó Madrid, el socialismo se divorció del marxismo, Miquel Barceló era el encargado de pintar una nueva España y la Movida se convertía en el símbolo de la juventud y la renovación apolítica. Y Bárbara Allende saca su cámara y hace una foto al patio interior en el que vivía en los primeros años de los ochenta. De izquierda a derecha aparecen Alberto García Alix, el Hortelano, Ceesepe y Agust. Sin pintar, en blanco un negro.
“Yo sabía lo que iba a ser de mayor: pintora y soñaba con inventar colores”. Lo que la niña Bárbara Allende todavía no sabía era que pintaría con acuarelas las fotos. Lo que no sabemos todavía hoy es cómo definirla: pintora o fotógrafa. Quizás pintora de cuadros fotográficos, en los que también actúa como una directora de escenografía y monta la escena, los gestos, el atrezo como si fuera un bodegón, una naturaleza muerta o un acto de una obra de teatro. Para aclarar la etiqueta importa recordar dos referencias a las que nunca renunció, Salvador Dalí y René Magritte. Tampoco olvidó sus paseos por el Museo del Prado, en los que los ojos de la niña Bárbara se quedaban clavados en El Greco. “Me fijaba en el color rojo únicamente, como si fuera un cuadro abstracto, sin saber lo que era el arte abstracto”, decía.
La fotografía le atrapó el día que descubrió una ampliadora en el armario de la casa de sus padres y vio aparecer, “como por arte de magia, la imagen secreta en un papel”. Bárbara Allende, sobrina del poeta Jaime Gil de Biedma, nació en una familia donde era normal el pincel, la cámara y “el montaje de peliculeras en blanco y negro”. La niña que quería ser pintora fue Premio Nacional de Fotografía en 2005 por representar con su trabajo un “testimonio decisivo de la sensibilidad y la vida artística española desde los años ochenta hasta hoy”. El jurado de ese año habló de su sensibilidad y de sus personales aportaciones cromáticas y narrativas, “que tienden a cuestionar los límites de la fotografía”. Es decir, Ouka Leele no fotografiaba lo que veía, sino lo que sentía. Y ese era el origen de sus retratos peluqueros.
Luego llegó El beso, en 1980, posiblemente la foto más icónica de una artista dotada para crear una imagen inolvidable tras otra. Un hombre y una mujer se besan a la fuerza, chocando más sus dientes que sus labios, un gesto desesperado y agresivo que desvela lo que nos resistimos a la hora de compartir afecto. Y esa gama chocante y ácida de unos colores tan propios de ese momento. “Cada vez soy más consciente de que somos color. Es una intuición: hay mucho más color en nosotros del que utilizamos. Estamos cerrados en grises y marrones, porque somos muy tímidos en color, cuando el color es vida. En el proceso hago la copia en papel y uso acuarela densa para que el color parezca real. Aunque mis colores no son reales. Me gusta ver la vida como con ojos de enamorada siempre. Porque la realidad no es solo lo que vemos. Hay mucho más”. Esta larga explicación que Allende regaló a este periodista insiste en su intuición como artista y en su intención de trascender la realidad con la que trabaja.
La pintora que fotografía, la escenógrafa que pinta, retrata a los protagonistas de los ochenta madrileños (Enrique Sierra, Ana Curra, Pedrín Herrando, Alberto García Alix, entre tantos amigos). En 1996 se sube a una terraza con María, su hija, y un carrito lleno de frutas. El Ayuntamiento de Madrid, con José María Álvarez del Manzano al frente, le ha encargado el cartel de Los Veranos de la Villa. Y vuelve a hacer historia con una imagen dulce, nostálgica, cálida y amorosa. Al fondo, los tejados de la ciudad. Las uvas, las sandías, la siesta, el calor... Y abajo, a la derecha, el carrito de la compra. Se coló en la foto y no era la intención de la artista. El azar también jugaba en sus recreaciones y le dejaba pasar. “Tener la cámara es un ritual para invocar a la inspiración, pero luego tienes que estar abierto a que todo lo que pase sea bienvenido. La rigidez no funciona”, explicaba para hacer las paces con el error y permitirle actuar junto al éxito.
Le fascinaba tanto la realidad que no solo se dedicaba a repintarla, sino a componerla. Otro de los hitos es Atalanta e Hipómenes, realizada en 1999, en la fuente de Cibeles, de Madrid, cerca de los leones en los que terminaron convertidos esta pareja. Se regodeaba en la realidad, en el placer por la diversión, el juego y el invento. Un placer doloroso: cuando empezó a pintarlas le dolía todo el cuerpo. Eran muchas horas concentrada y quieta, trabajando sobre la foto. Era su intimidad, la que sucedía después de salir a la calle a trabajar y relacionarse. Pasaba de la vida pública en la calle a la vida íntima de su taller. La visión exterior y la visión interior que nos descubre que la vida es una obra de arte, una inagotable aventura hacia la libertad de creación, aunque nos empeñemos en joderla.