Ocurrió el pasado 6 de octubre. La pieza Niña con globo, de Banksy, se autodestruyó al pasar por una trituradora poco después de haber sido vendida en una subasta en Sotheby's por un millón de libras (más de un millón de euros). Al día siguiente, el artista subió la imagen de la destrucción a Instagram con el texto “se va, se va, se fue” al que sumó una cita de Picasso: “El impulso de destruir también es un impulso creativo”. Obtuvo millones de 'me gustas'.
¿Fue una broma? Seguro que no demasiado para el comprador de la obra. ¿Fue arte? Los días siguientes hubo artículos que discutieron aquel acto de Banksy, artista que no se sabe ni quién es ni cómo es, pero que tiene millones de adeptos por todo el mundo. Una exposición ahora en Madrid se hace la misma pregunta: ¿Es un genio o un vándalo?
Para la escritora y crítica literaria Annie Le Brun (Rennes, 1942), experta en Sade e inmersa en los últimos años del movimiento surrealista de André Breton, la respuesta es evidente: tiene que ver con una dimensión política de la mercantilización capitalista del arte.
Le Brun acaba de publicar en español el manifiesto Lo que no tiene precio (Cabaret Voltaire) en el que expresa su teoría del realismo globalista, movimiento en el que ubica a creadores como Damien Hirst, Anish Kapoor y el propio Banksy. Como señala en una conversación con eldiario.es, estos artistas son muestra de “la colisión que se produce desde hace veinte años entre el mundo de las finanzas y el arte contemporáneo. Un síntoma particularmente esclarecedor, porque nos hace asistir a la transmutación del arte en dinero y del dinero en arte”.
La pensadora teje una comparativa con la presencia de las mismas tiendas y marcas en todas las ciudades del mundo con la de estos artistas, también presentes en los museos de todas las capitales occidentales. “Me parece difícil no ver en ello el arte oficial del neoliberalismo cuya intención no es otra que la de hacer que aceptemos la brutalidad de este mundo así como su deshumanización”, sostiene.
La etiqueta de 'realismo globalista' parte de un juego de palabras con el 'realismo socialista' de la Unión Soviética. “En este la intención era imponer la ideología comunista a través de las imágenes de una realidad edificante”, manifiesta Le Brun, que, sin embargo, en el arte actual de los Hirst y compañía lo que observa es “una ideología que impone dispositivos e instalaciones, jugando con las sensaciones fuertes a través del gigantismo de obras que actúan a la manera de los efectos especiales. Ello conlleva la suspensión del juicio crítico. Su función es convencer de que no hay manera de salir de ese mundo”.
Saatchi, Thatcher y la extrema derecha
En este sentido, Le Brun, que siempre se ha distinguido por ser una crítica incómoda –en los setenta tuvo varios desencuentros con neofeministas al criticar “el jesuitismo de Marguerite Duras” y “el feminismo encorsetado y mojigato de estas militantes”, como escribió en el libro Lachez tout- recuerda la historia de Charles Saatchi y Margaret Thatcher.
Saatchi, antes de convertirse en el publicista universal que después fue, era su director de campaña. Él creó el eslogan “There's no alternative” (no hay alternativa). “Y poco después se convirtió en uno de los mayores promotores y coleccionistas de arte contemporáneo. Como si ese arte contemporáneo constituyera la mejor escuela de adiestramiento, susceptible de reconfigurar nuestra sensibilidad para obligarnos a aceptar lo que hay”, afirma Le Brun.
Este pensamiento entronca con la última broma de Banksy: “Constituye la mayor victoria del capital de estas últimas décadas. Porque se trata de una destrucción que, en lugar de acabar con el valor de la obra, lo multiplica de forma vergonzosa”, sostiene la escritora a la que ha molestado particularmente que hubiera poca indignación ante esta extravagancia. “Es una prueba más de que la domesticación mediante un cinismo compartido se ha convertido en una de las armas más seguras del neoliberalismo para instaurar su orden, excluyendo a todos aquellos que pudieran oponerse a él”, asegura.
Para ella, la peor consecuencia de este cinismo ante las obras gigantes de Kapoor o Hirst y la autodestrucción de la obra de Banksy es política. No sólo tiene que ver con el gusto ni es algo baladí sino que detrás subyace una intención. “Como en toda empresa totalitaria, se trata de acabar con la escala individual y por supuesto con todo lo que dependa intelectual y psíquicamente de ella. Es un arte contemporáneo que no se opone a los inquietantes progresos de la extrema derecha, antes al contrario”, manifiesta. Le Brun analiza que es ese gigantismo de las obras y el hecho de que las admiren multitudes–todo son siempre grandes números- “la base inconsciente de la nueva servidumbre exigida por el capital”.
La búsqueda de la belleza
Le Brun ahonda más allá y también habla en su manifiesto del engaño al que la sociedad está siendo sometida mediante cierta estetización del mundo que no es tal. Un engaño del que, para ella, es responsable la industria de la moda que lo que está provocando, más que un embellecimiento del mundo, es todo lo contrario. Es ahí, además, donde introduce la desaparición de las ideas de Sade sobre el cuerpo y el triunfo del neopuritanismo actual que acaba con cualquier singularidad. En términos más prosaicos: lo que hoy nos venden como belleza es algo uniforme y paradójicamente feo.
“El neopuritanismo participa de esa cosmetización del mundo que multiplica el afeamiento porque, de los labios botoxados a la industria del turismo, del body bouilding a la agricultura bio… todo se reduce a mercados de reparación”, manifiesta. Y alerta de que “el cuerpo es la víctima principal. Pues si es remodelado, formateado, aseptizado, como ya lo fue en ciertas épocas, para simbolizar la belleza anodina y superficial de un mundo sin negatividad, se ha convertido al mismo tiempo en rehén absoluto de esa mercantilización”. Esta es la clave para que las multinacionales de la moda “neutralicen cualquier signo de rebelión”, añade.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo escapar de la servidumbre de este arte y estas formas de la moda? Le Brun se queja de la irresponsabilidad de intelectuales, artistas y agentes culturales por seguir contribuyendo a la exaltación del realismo globalista. Ante ello, conmina: “Nos queda el lujo de rechazar la fealdad de la conformidad que se nos impone. A menudo basta con un pequeño desvío, con pararnos un momento, para evitar las trampas de la percepción cautiva que quieren imponernos”. En definitiva, buscar lo que no tiene precio.