El autorretrato femenino reclama su lugar en el mundo del arte

Déborah García

20 de noviembre de 2021 21:59 h

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Hace algunos años la historiadora del arte Linda Nochlin se preguntaba irónicamente porqué no había habido a lo largo de la historia mujeres artistas “genias” indiscutibles. Ella misma respondía que se estaban realizando las preguntas incorrectas. Su artículo daba un giro que replanteaba la historiografía al considerar también los aspectos sociales o económicos que forman parte de la creación de una obra. ¿Quiénes patrocinaban a los artistas, o cuál era el papel de las academias y de las instituciones? Para llegar a ser alguien en pintura era obligatorio dominar el dibujo del cuerpo humano: sus dimensiones, sus pliegues y su forma. Aquel aprendizaje pasaba por recibir clases de anatomía a las que la mayoría de las mujeres nunca tuvieron acceso. El de Nochlin fue un texto pionero que cuestionó los discursos canónicos construidos al abrigo del mito del genio excepcional.

En su Autorretrato con caballete de 1556, Sofonisba Anguissola se pintó a sí misma como la expresión máxima de la mujer casta, vestida con modestia mientras pinta a la Virgen María y a Cristo. Anguissola no rehúye a quien la mira, devuelve solemnemente la mirada. Anguissola decidió representarse con las herramientas asociadas a su oficio, algo insólito para su época. Insertarse en el cuadro era una manera de visibilizar su invisibilidad como artista.

Artemisa Gentileschi fue un paso más allá durante el siglo XVII. No solo se pintó, sino que se convirtió en la alegoría de la propia pintura. En el cuadro, demostraba sus grandes dotes para representarse en escorzo, dominando no solo la técnica, sino también lo que quería llegar a decir. En un mundo que decidió ignorarla, ella se pintó dando carne a la pintura de una forma magistral.

Durante el siglo XVIII las academias empezaron a aceptar alumnas y una de esas alumnas privilegiadas fue Adelaide Labille-Guiard, que también pintó su Autorretrato junto a dos alumnas. Vestida con las ropas típicas de la época y una serie de detalles románticos se percibe su deseo de insertarse en la larga tradición de pintoras que reclaman su lugar en la Historia del Arte. Este cuadro desafía al espectador al presentar sus habilidades profesionales junto con los adornos asociados a la feminidad. Al representarse a sí misma con dos alumnas, Labille-Guiard también declaraba su solidaridad con otras artistas mujeres y su importante papel como mentora.

Fueron las artistas del siglo XIX y XX las que vieron cómo las academias se iban abriendo para ellas muy lentamente, y una vez superada la desigualdad de condiciones para iniciarse en la pintura, debieron hacer frente a otras situaciones que a menudo les hacía desarrollar lo que durante mucho tiempo la historiografía ha calificado como “una carrera menor”. La trayectoria de muchas artistas se truncó tras casarse, como fue el caso de Marie Bracquemond, que fue obligada por su marido a abandonar los pinceles. La de otras fue eclipsada por sus compañeros sentimentales, perdieron su categoría como artistas y fueron relegadas a ser musas. Miradas, pero no vistas, a menudo tras las llamadas musas existían mujeres que desarrollaron su propio lenguaje pictórico como Jeanne Hébuterne, Camille Claudel, Gabriele Münter y ya en el siglo XX, Lee Krasner o Elaine de Kooning.

En El estudio de Marie Bashkirtseff, la artista rusa representa a un grupo de pintoras en una clase de dibujo natural, mientras que un joven, semidesnudo, modela. Aún en el siglo XIX las mujeres no tenían permitido pintar modelos completamente desnudos. Bashkirtseff muestra a este grupo de mujeres pintando con ahínco y cuestiona el status quo imperante a la vez que exige una mayor visibilidad para sus compañeras. Ya en el siglo XX, la pintora británica Laura Knight fue pionera al representarse a sí misma pintando a una modelo desnuda, la también artista, Ella Naper. Con este lienzo el desnudo femenino, y el concepto de musa dejan de estar asociados a la mirada masculina. Los cuerpos ya no están sexualizados, al insertarse ambas en los lienzos, la relación entre los cuerpos representados pasa a ser una relación de iguales.

Durante el siglo XX el autorretrato se convierte en el territorio de la modernidad femenina en un proceso de recuperación. En Árbol de la Esperanza de 1946, Frida Kahlo utilizó una doble imagen de sí misma para reflexionar sobre la enfermedad y el dolor, la fuerza y ​​la feminidad. El desnudo en Kahlo ya no es erótico, su cuerpo está cubierto por sábanas blancas de hospital, y en él, expresa el trauma médico que había padecido. Con el lienzo, Kahlo parece sugerir desafiante, que ni sus cicatrices ni su enfermedad, disminuyen ni su arte ni su fuerza.

Imposible olvidar la forma en la que la pintora Loïs Mailou Jones se representa en Autorretrato de 1940. En su manera de entender el autorretrato, Mailou Jones se inmortaliza con los pinceles declarando orgullosa que es una artista negra. Tras ella dos esculturas africanas la flanquean que reivindican la deuda con las artistas negras que la precedieron. Pero también fueron pioneras Claude Cahun en los años 30 y Cindy Sherman desde los 70 hasta la actualidad, ambas hicieron del autorretrato la expresión máxima de su obra. La primera exploró en su obra la idea de crear una identidad en oposición a un papel de género fijo. Sus autorretratos son fundamentales por la forma en la que desafiaron las normas de género. Sherman ironiza también sobre los estereotipos de género y los tópicos estadounidenses. El arte abstracto también ha permitido a las artistas consolidar su lugar en el mundo y en el mundo del arte. Si bien Yayoi Kusama es mejor conocida por sus exploraciones del infinito con lunares, ha aplicado también el puntillismo a su propio rostro. En su autorretrato de 2010, parece transmitir la idea de que ella es una más en la estela de tantas artistas que la precedieron, su pintura de puntos en patrones amarillos y morados, parece indicar que Kusama se ve a sí misma como una más en el mundo y en el mundo del arte que la rodea.

Mirando su propio cuerpo y su propio rostro, algunas mujeres lograron hacerse un hueco en la Historia de la pintura. En Seeing Ourselves: Women’s Self Portraits, la historiadora británica Frances Borzello analizaba la historia del autorretrato de las mujeres a lo largo del tiempo. En el libro señalaba la importancia capital de este género que permitió a las pintoras mostrar su propia historia para el consumo público. Una ruptura sin precedentes para las artistas pues de ser objetos pasaron por primera vez a ser sujetos que controlaban el relato.