La belleza industrial perdida en las montañas: cinco centrales eléctricas que son obras de arte
¿Puede lo industrial ser bello? Más aún, ¿puede serlo para el casi exclusivo beneficio de los trabajadores? ¿Cómo es que en la España franquista pudo realizarse un conjunto de grandes obras estructurales que busca su igual en el mundo? Estas cuestiones y algunas más se plantean en una de esas exposiciones que realmente merecen la pena, por si mismas y por las asociaciones que provocan. El nombre es bueno: La belleza de lo descomunal. Permanecerá en el Museo ICO en Madrid hasta el 6 de mayo y trata de las centrales eléctricas realizadas en Asturias por el arquitecto/pintor Joaquín Vaquero Palacios (1900-1998), casi siempre en colaboración con su hijo, el pintor/escultor/arquitecto Joaquín Vaquero Turcios (1933-2010).
Solo un par de imágenes explican que se está ante algo poco habitual. Porque no se trata de una obra solitaria o de un lapso de tiempo corto, sino de un conjunto de ellas siguiendo lo que parece un plan constante desde que se inició el primer salto de Salime en 1945, hasta la última central de Tanes, que se finalizó en 1980.
Lo que hizo la familia Vaquero (tres generaciones) fue una extravagancia. Pensar que algo como una central hidráulica puede ser bonita además de funcional, sigue sin ser una idea corriente hoy en día. Diseñar sus dependencias, tanto en el exterior como en el interior sigue entendiéndose, si acaso, desde un punto de vista ergonómico, para mejorar la disposición laboral del personal. Nada que ver con soluciones artísticas, creación de entornos interesantes y únicos o la necesidad de descanso y de charla más allá de la cantina. Sin embargo y al menos desde el alemán Peter Behrens (1868-1940), la idea de un diseño industrial que integrara diferentes disciplinas era una posibilidad. Una tendencia representada en España por Teodoro de Anasagasti (1880-1938), catedrático de la Escuela de Arquitectura de Madrid, donde estudiaría Vaquero Palacios junto a compañeros luego famosos como Luis Moya Blanco (1904-1990), otro monumentalista de carácter muy diferente.
La biografía de Vaquero Palacios despeja varias incógnitas. Resulta que su padre, Narciso Hernández Vaquero (1866-1964), era un técnico abulense que se había trasladado a Asturias y allí comenzó primero con una empresa de traída de aguas a Oviedo y Gijón, ampliando luego su actividad a la producción de energía eléctrica, en gran medida mediante saltos fluviales. Lo cual acabó en la fundación y presidencia casi vitalicia de Hidroeléctrica del Cantábrico, de la cual su otro hijo varón, Pedro, sería director hasta su muerte.
Es decir, el milagro de las centrales eléctricas asturianas tiene un origen muy familiar. Narciso H. Vaquero pertenecía a una tipología de empresarios que en otros países se llama fundadores o pioneros, por haber fundado las grandes empresas industriales a finales del XIX y principios del XX. Algunos eran explotadores inmisericordes, otros dotados de cierto sentido social. Don Narciso era de estos últimos, implantando las primeras pensiones por jubilación en Asturias. Como explicaba Trotsky, el factor subjetivo es importante.
El caso es que Joaquín no tuvo que preocuparse mucho por ganarse la vida y de hecho parece haber dedicado mucho más tiempo a la pintura que a la arquitectura. Se graduó en Madrid en 1926 y se convirtió en un viajero impenitente, pasando largas estancias en Nueva York, París, Milán, El Cairo o Brasil y sobre todo Mesoamérica, donde estudió la cultura maya hasta edad muy avanzada. Una cultura que le influyó tanto como su maestro Anasagasti, Le Corbusier o Mies van der Rohe.
Entre 1945 y 1980 Joaquín Vaquero Palacios realizó las centrales de Salime, Miranda, Proaza, Aboño y Tanes. Aparte de ello poco más, aunque también muy notable, como el Mercado de Abastos de Santiago (1938-1942), hoy uno de los centros de tapeo de la ciudad y la reforma del pabellón de España en la Bienal de Venecia. Da la impresión de que ponía casi toda su energía en la pintura y se limitó a la realización de esas cinco centrales, trabajos que tendían a prolongarse en el tiempo aunque no en un régimen de plena dedicación: una presa o una central térmica no se levantan en un año. En la exposición hay ejemplos de sus lienzos, por lo general paisajes vacíos de personas, muchos de ellos desolados como los Picos de Europa o un volcán, tierras desnudas y de un no muy variado cromatismo. Existe una relación con sus arquitecturas, pero son actividades bastante separadas.
Central de Salime
La primera central es Salime (1956-1962). El exterior de la presa ya está muy bien y los miradores ideados por un muy joven Vaquero Turcios son un ejemplo bastante precoz en España de brutalismo decorativo. El brutalismo se mantiene en la fachada por la que se penetra en el corazón de la montaña, con relieves de Joaquín padre. La sala de turbinas es espectacular con sendos murales enormes de Vaquero Turcios sobre una chispa saltando entre dos polos y otro figurativo que explica la historia de la construcción de la central. Las mismas turbinas están coloreadas, los lugares de trabajo decorados y diseñados más allá de lo común, como un pequeño reservado con sillones para que los empleados pudiera hacer una pausa en un sitio agradable y aislado. Hasta las escaleras estaban recubiertas de mármoles. Todo esto en un lugar perdido de la montaña asturiana y para el uso de no más de 30 trabajadores (si ha de juzgarse por los cascos que cuelgan de una pared). Trabajadores que, eso sí, estaban allí en un aislamiento más que monástico, sobre todo en los años iniciales de su funcionamiento.
La central de Miranda
La siguiente fue Miranda, entre 1956 y 1962. La entrada a las instalaciones, de nuevo subterráneas, consiste en dos pilones con sendas figuras en bajorrelieve plano y la influencia maya es muy clara.
El interior funcional, como el acceso a los mecanismos de desagüe, está pintado en colores vivos y la sala de turbinas es un prodigio, con falsas ventanas iluminadas para evitar el ambiente de cueva mientras en otros vanos la roca viva parece surgir de la pared. Hace pocos años Jose Manuel Ballester realizo unas fotografías casi mágicas de esta central. Momento de decir que las fotografías aquí expuestas, la exposición en sí, son de Luis Asín, un estupendo trabajo.
Central de Proaza
Entre 1964 y 1968 se construyó Proaza, seguramente su arquitectura más imponente. El exterior es una construcción, de nuevo en hormigón visto, que por un lado recuerda los picos de las cumbres de su entorno y por otro funciona con los juegos de luces de algunas pirámides meso-americanas.
El interior, esta vez bañado en luz natural, está decorado con esquemas electromagnéticos.
Central de Aboño
Lo que tenía difícil arreglo fue la central, esta vez térmica, de Aboño, de entre 1969 y 1980. Por muchos colores que le pusiera por fuera Vaquero Palacio, aquello es la típica fabrica y las decoraciones externas tampoco pueden ocultar lo que hay.
La sala de turbinas vuelve a ser muy espectacular y sus alrededores están llenos de detalles, pero la fábrica en sí no se ve.
Central de Tanes
La última fue Tanes, entre 1970 y 1978, aunque los llamados “trabajos de integración” se prolongaron hasta 1980. Lo más espectacular en Tanes vuelve a ser la sala de turbinas en la cual el monte parece entrar en la enorme sala con más violencia que en Miranda.
Arquitectura y franquismo
La historia de la arquitectura durante el franquismo es de las más peculiares del ámbito cultural en una época sin una cultura oficial muy precisa. Las centrales de Joaquín Vaquero Palacios son monumentales porque la construcción lo es, no por megalomanía. Algo en lo que sí cayó su compañero Luis Moya con la Universidad Laboral de Gijón, un desparrame que pretendía continuar con una pirámide gigantesca como tumba de Franco en Madrid. Hubo muchos más proyectos utópicos pero su expresión más simbólica y negativa sigue siendo el Valle de los Caídos.
Lo de Vaquero Palacios era diferente. Una familia se embarca en un proyecto industrial que dura decenios y decide desde el principio que va a hacer algo especial en ellos. Lejos de toda representatividad, lejos de los focos. Eso sí, en un buen catálogo con algún texto excelente como el de Rafael Moneo, no se menciona ni una vez la existencia de Franco o el franquismo. Como si no hubieran existido. El mismo Joaquín Vaquero Palacios no debió tener demasiada relación, la mitad de su vida la pasó viajando. Pero el comisario de esta exposición, Joaquín Vaquero Ibáñez, seguramente sabe que su bisabuelo levantó sus centrales apoyado por ese franquismo. Es lo que había y no disminuye el trabajo de su abuelo, pero no mencionarlo parece pasarse con el maquillaje.