- Una exposición inaugurada en Madrid recupera los modelos anatómicos del XVIII y permite disfrutar de su alarmante atractivo
Para ser médico, sobre todo para ser cirujano, hay que conocer íntimamente la anatomía del cuerpo humano. Y para obtener este conocimiento es necesaria la práctica de la disección, como ya supieron los anatomistas griegos y renacentistas, que describieron en detalle la geografía de los cuerpos tanto sanos como enfermos. Pero como recurso educativo las disecciones no bastan: los detalles más intrincados son difíciles de observar o quedan destruidos al mostrar otras regiones, la anatomía patológica no siempre está disponible y algunas estructuras son imposibles de disecar, como la detallada arquitectura de los órganos de una mujer a punto de dar a luz. Por eso, cuando en el siglo XVIII se impulsó la formación de los médicos y cirujanos en España, se crearon para su ayuda unas increíbles ilustraciones de anatomía tridimensional en forma de esculturas en cera de apabullante detalle e intensa belleza.
A mediados del siglo XVIII en el Imperio español no se ponía el sol: el país era una importante potencia europea y dominaba las Américas, pero a pesar del cambio de dinastía y la llegada de los Borbones las estructuras sociales y de gobierno se estaban quedando atrás con respecto a los países del entorno.
Las ideas de la Ilustración se abrían paso por el continente, y las prácticas económicas previas a la revolución industrial estaban empezando a modificar el equilibrio de poderes. La España de Fernando VI empezaba a quedarse atrás y un grupo de nobles y potentados empezó a presionar para hacer reformas.
Se fundaron colegios y academias reales para mejorar la educación pública; se copiaron e incorporaron nuevas técnicas industriales, y se hicieron cambios en el modo de recaudar los impuestos. Aunque no sin resistencia esos cambios comenzaron a dar sus frutos y en algunos aspectos la nación avanzó, por ejemplo en las ciencias médicas a partir de la fundación de los Reales Colegios de Cirugía (1748, Cádiz; 1764, Barcelona; 1780, Madrid).
Será este último, el que se conoció como Real Colegio de Cirugía de San Carlos a partir de 1787 el que recogería y ampliaría las colecciones de esculturas anatómicas que pasaron desde el Gabinete Anatómico y Patológico al actual Museo de Anatomía Javier Puerta de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid.
Arte y carne: la exposición
Es a finales del siglo XVIII, la era de la Ilustración, de los viajes de descubrimiento y de los intentos de reforma cuando se elaboran estas esculturas rescatadas ahora en la exposición Arte y Carne que puede verse gratuitamente hasta el 31 de diciembre de 2016 en C-arte-C, junto al Museo del Traje en la Ciudad Universitaria de Madrid.
El recorrido destaca la íntima relación entre los intentos de modernización, la ciencia y el arte en aquella época a partir de una serie de objetos y grabados, y sobre todo de un excepcional conjunto de esculturas en cera usadas en la formación de futuros cirujanos y médicos.
Comisariada por el catedrático de paleoantropología Juan Luis Arsuaga, que incluso ha prestado algunas piezas, y con diseño expositivo de Elena Franco, la exposición utiliza grabados, instrumentos de disección, maquetas y otros materiales de la época para poner en contexto el conjunto de esculturas de cera que son el corazón de la muestra.
En estas reproducciones anatómicas la cera teñida de diferentes colores permite una reproducción alarmantemente real de los tonos y las texturas de la carne, las vísceras y los huesos, con su característica humedad y opalescencia.
Arterias, venas, nervios y los vasos del sistema linfático aparecen nítidos y detallados; en ocasiones un intestino o algún vaso sanguíneo están ligados como se haría en una disección real para evitar el vertido de su contenido. Las figuras, cuando corresponde, están en posiciones torturadas para ayudar a ver mejor las regiones anatómicas, pero su rostro aparece calmo, en paz, y no exento de detalles tanto escultóricos (poseen pelo, pestañas, cejas) como identificativos: no son seres genéricos sino caras individuales, personas. De hecho recuerdan a las tallas de santos de la tradición procesional española: esculturas laicas hechas para el aprendizaje en lugar de para la adoración.
Las más recónditas estructuras del cuerpo humano quedan aquí expuestas, desde la duramadre y sus orificios en el fondo de un cráneo hasta los detalles anatómicos de una garganta o las diversas posiciones del bebé en partos complicados. Quienes esculpieron estas figuras tuvieron necesariamente que presenciar decenas, quizá centenares de autopsias ya que como bien explica una cita de Leonardo Da Vinci en la exposición tanto conocimiento anatómico no se puede obtener en unas pocas disecciones. Pero no sólo eran grandes anatomistas e ilustradores; eran excepcionales artistas.
Acercándose a las esculturas, uno baja el tono de voz instintivamente para no molestar y sigue esperando al mirar en detalle el lento escurrir de un fluido, el palpitar de un vaso o el susurro de una respiración. No es una exposición para quien tenga problemas en soportar la realidad desnuda de la carne. Un vistazo a algunas de las esculturas más grandes puede bastar para indisponer cualquier estómago delicado.
El parto como una de las bellas artes
La colección ha sido rescatada de los fondos del Museo de Anatomía Javier Puerta y cuidadosamente restaurada, un trabajo especialmente complicado en el caso de la obra estrella: La Parturienta. Esta obra de Juan Cháez y Luigi Francheschi bajo la dirección del director anatómico del Real Colegio de Cirujanos de Madrid Ignacio Lacaba reproduce el interior del cuerpo de una gestante a término a tamaño real con un nivel de detalle casi insoportable.
Esta escultura, deteriorada por el paso de los años, los traslados y alguna restauración desafortunada en el siglo XIX, fue devuelta a su esplendor por un equipo dirigido por la profesora del Departamento de Pintura y Restauración de la Facultad de Bellas Artes Alicia Sánchez Ortiz, especialista en cera. Lo que vemos es una delgada capa de cera hueca ejecutada con moldes y dentro de cuyos huecos se hicieron rellenos de estopa encerada; es por tanto frágil y los barnices de colofonia decimonónicos habían ennegrecido oscureciendo los rasgos. Tras una cuidadosa limpieza y reparación de algunas fracturas se le ha devuelto su algo macabro esplendor original.
No es una exposición fácil para el visitante. Por más que se sepa que lo expuesto es cera el aspecto es tan realista que a veces es complicado evitar ese semiguiño de ojos que provoca la empatía; ese lento tragar saliva para mantener a raya la náusea. Los rostros, los colores, la textura de las superficies, todo evoca la cruda realidad de la carne; abierta, expuesta, literalmente con las tripas al aire con un exhibicionismo casi obsceno. Pero las esculturas no se regodean en lo carnal o lo tétrico, sino que analizan e iluminan: no pretenden provocar miedo o repugnancia, sino ayudar a que la razón comprenda.
Con todos sus ecos de imaginería barroca y su morbosa fidelidad a la chacinería la intención nunca es titilar, sino enseñar. Y así en esta mezcla de carne trémula, aunque sea fácsímil, y luz de la razón representan el retrato fiel de un momento histórico clave en el que España quiso empezar a ser moderna y descubrió que no iba a resultar tan fácil.