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Cristianos y judíos: violencia y convivencia hasta en los días más oscuros de la España medieval

'El ángel apareciéndose a Zacarías', pintura de Domingo Ram prestada por The Metropolitan Museum

José María Sadia

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Recorriendo estos días la sala C del edificio Jerónimos del Museo del Prado no se pueden extraer conclusiones categóricas sin temor a equivocarse (y mucho). La realidad que vivieron nuestros antepasados en la España de los siglos XIII al XV fue tan compleja entonces como difícil es comprenderla desde el presente sin antes haberse parado a reflexionar. “Pensar que no hubo intercambios ni transferencias entre cristianos y judíos en aquella época porque hubiera dificultades es una simplificación muy fuerte, una banalidad”. Las palabras de Joan Molina, comisario de la exposición El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval (que se puede visitar hasta el próximo 14 de enero) es una advertencia seria para todo aquel visitante predispuesto a deducciones fáciles. Basta un ejemplo: incluso cuando se aproximaba el final del siglo XV —con la inminente expulsión de los judíos de España y el nacimiento de la idílica Sefarad en el exilio— se mantuvo el entendimiento entre ambas culturas. También entonces, en los peores momentos.

Pero, ¿cómo puede comprenderse que ese creciente, fatal, antijudaísmo coqueteara al mismo tiempo con el entendimiento? “Hay que entenderlo tal cual: convivencia y violencia son dos caras de una misma moneda, de una misma realidad”. Molina, que se ha sumergido en este difícil reto los dos últimos años, se refiere a que “la violencia sistémica ejercida en el ámbito social desde el siglo XIII por el supremacismo cristiano no es óbice para que también hubiera relaciones, convivencia, dentro de una realidad compleja, muy poliédrica, que no se puede valorar desde una perspectiva homogénea”. Una prueba más de que en este recorrido nada es lo que parece. Es sabido que, en la época, a los monarcas se les criticaba la protección, el favor hacia las comunidades judías. Sin embargo, las páginas de pergamino de las celebradas Cantigas de Santa María —una de las grandes aportaciones del rey castellano Alfonso X el Sabio— se abren en El Prado por una ilustración, La imagen profanada de la Virgen. “Al mismo tiempo, en esos manuscritos de la realeza se respiraba un cierto antijudaísmo a través de las imágenes: un ejemplo más de la complejidad de las relaciones entre ambas comunidades”, argumenta el comisario.

En la España medieval, los cristianos trabajaban para los judíos y viceversa. Así se “refleja” —la exposición juega con la recurrente metáfora del “espejo”— en buena parte de las 69 obras que dan vida a la muestra. “Las transferencias entre las dos culturas se observan, por ejemplo, en el profundo conocimiento que los cristianos tenían de los rituales hebreos, de los interiores de las sinagogas, de su indumentaria…”, asevera Molina, como queda de manifiesto en la sucesión de tablas y óleos del itinerario artístico. A tal punto que algunos autores llegaron a incorporar rituales de profunda raíz judía a escenas cristianas, como en el caso de la tabla Circuncisión, del Maestro de la Sisla, el que se puede advertir a Jesús sometido a esta práctica ritual bajo un prisma “cristianizado”.

El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval es un juego de ida y vuelta. Porque también hay obras confeccionadas por artistas hebreos que han respetado la huella cristiana. Es el caso de las tres hagadás —libro que recoge el relato del Éxodo, que ha de leerse durante la comida de la Pascua judía— que han viajado desde la Universidad de Mánchester y The British Library (Londres) a Madrid para ocupar otras tantas vitrinas. Aquí, la impronta de esas “fronteras porosas” de las que habla la exposición queda patente tanto en la forma de iluminar sus páginas, tomada de las técnicas cristianas, como en las ilustraciones de los rituales hebreos, que coquetean con la cultura visual de la cultura vecina.

Antijudaísmo y reafirmación cristiana

Mientras maduraba la exposición, los organizadores observaban cómo se consolidaba la tesis inicial del proyecto: el sentimiento antijudaico fue un método de reafirmación de las creencias y dogmas propios del cristianismo. “Antijudaísmo y reafirmación cristiana también son dos caras de una misma moneda”, revela el comisario Joan Molina, haciendo partícipe al visitante de una nueva perspectiva con la que observar la exposición. “De ahí que el título (El espejo perdido) se remita a una metáfora: es un reflejo de uno mismo que al mismo tiempo ya no es uno mismo, porque se está definiendo a la otra persona”, aclara. Esa otra persona es el diferente, el opuesto, que ayuda, al fin y al cabo, a construir la identidad propia. Una idea sostenida sobre los testimonios gráficos de secuencias que se repiten a lo largo del recorrido, como las profanaciones eucarísticas o las repetidas “hostias sangrantes” que delatan, apuntan, a los judíos.

Y en esa diferencia, en esa dualidad, se ha colado en la muestra un personaje singular, puramente español. “El converso es el aspecto más original de la exposición: es un caso típicamente hispánico que solo se da en la península ibérica, en los reinos de Castilla y de Aragón, mientras que el antijudaísmo es algo mucho más generalizado”, precisa Joan Molina. Aunque, finalmente, uno deriva del otro: el converso y las dudas que se vierten sobre su honestidad son fruto del emergente antijudaísmo que se origina en la España del siglo XIII y que tiene su punto de ebullición en el decreto de expulsión firmado por los Reyes Católicos en 1492. “Es el cristiano nuevo, descendiente de judíos, sobre el que sigue existiendo la sospecha de judaizar por parte de los cristianos viejos”, explica Molina. Así se abre un conflicto, una persecución —la del criptojudío, el judío oculto— que sobrevivirá a la citada expulsión.

Como la muestra también explora el enorme poder de la imagen —acaso ese valor no ha perdurado hasta nuestros días—, los conversos también aparecen tratando de cobijarse bajo su manto. Hay, en este sentido, un ejemplo clave en la sala C del edificio Jerónimos de El Prado. Es el caso del icono cristiano que Antoniazzo Romano encargó al canónigo Juan López; una especie de salvoconducto, de certificado de identidad que Romano utilizó para afirmar su cristianismo y despejar las dudas sobre su supuesto criptojudaísmo. Pero no se fíen: a cada realidad, a cada ejemplo, su reverso. Aquí, tal y como indica el comisario, este se encuentra en una estampa de la Piedad incluida en un proceso inquisitorial que “refleja cómo las imágenes sirvieron para apuntar a los conversos de profanación de las imágenes, acusándolos de actitudes claramente negativas desde la perspectiva cristiana”, cita Joan Molina. El juego, de ida y de vuelta, en este caso, del poder de las imágenes.

El compromiso de Pedro Berruguete

Contrastes, dobleces, sorpresas. Hasta para los propios creadores de la propuesta. El comisario Joan Molina reconoce que la exposición ha cambiado su perspectiva del pintor castellano Pedro Berruguete, quien llevó a cabo la decoración de la iglesia de Santo Tomás en la ciudad de Ávila por encargo del inquisidor Tomás de Torquemada, y de cuya mano salieron varios de los óleos que ahora se pueden ver en El Prado. “Uno podía pensar que Berruguete era simplemente un pintor encargado para una misión, pero la sorpresa llega cuando descubres que en su testamento hace una donación a partes iguales entre su familia (su hijo y su mujer) y el propio convento de Santo Tomás”, lo que demuestra, a ojos de Molina, su estrecha vinculación a la propia Inquisición.

La otra sorpresa —sobre todo para el visitante— tiene que ver con una de las obras más extrañas de la exposición, cuya llamativa historia le ha permitido colarse entre preciosos retablos góticos y libros primorosamente iluminados. Es el caso del Cristo de la Cepa, “una pieza antiestética, bizarra”, en palabras de Joan Molina, quien destaca de este testimonio el “sorprendente culto” recibido en Valladolid gracias a su papel en la historia personal de conversión de un judío al cristianismo. Vestigios de un pasado que han llegado a Madrid procedentes del propio Prado y del MNAC de Barcelona, además de templos y colecciones privadas de toda la geografía nacional, especialmente de los antiguos territorios de Castilla y de Aragón. Imágenes que definen al cristiano por oposición al judío ante públicos muy diversos: de los fieles de una parroquia a las monjas cistercienses de un convento especialmente consagrado al culto de la eucaristía.

“La muestra está siendo un éxito, el público sale sorprendido”. Esta es la reacción de los miles de visitantes que han recorrido la propuesta de El Prado según sus responsables, pese a los vericuetos de la historia que narra. “Las cosas difíciles son un reto intelectual y profesional: hemos intentado hacer un discurso que aunara lo riguroso y lo divulgativo”, expone Joan Molina. “El espectador tiene la sensación de que avanza sobre un proyecto que le va nutriendo, estimulando a nivel visual e intelectual”, añade. Tras dejarse impresionar por las imágenes y leer las informaciones que narran cartelas y paneles informativos, el espectador —efectivamente— va construyendo otro reflejo en el polifacético espejo de esta propuesta: el visitante del siglo XXI observa la imagen de un ciudadano ajeno a la complejidad política, cultural, social y religiosa de un mundo —la España de la Edad Media— ya lejano, mientras, no sin esfuerzo, intenta identificar y comprender las múltiples aristas de otro no menos complicado: el actual.

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