El Weltkulturen Museum de Fráncfort conserva casi 70.000 objetos traídos de África, el Sudeste asiático, América y Oceanía. Es uno de esos museos coloniales que se fundaron para mostrar el mundo a través de sus objetos. Un capricho de la Ilustración, que pretendió crear una enciclopedia universal de artefactos de todo el globo. Midieron, clasificaron y exhibieron a los pueblos como si fueran bienes artísticos y bienes de consumo, y montaron un escaparate colonial.
Han pasado más de dos siglos y en el siglo XXI estos centros “continúan siendo una extensión del complejo régimen de gobernanza colonial y neocolonial”. ¿A qué museos se refiere la historiadora Clémentine Deliss? Al Museè du Quai Branly-Jacques Chirac de París, el Humboldt Forum de Berlín y el British Museum de Londres. También al Museum Weltkulturen de Fráncfort, en el que Clémentine Deliss fue nombrada directora en 2011 y despedida, dice, “de manera injusta”, en abril de 2015.
Cinco años después de su marcha publicó el ensayo El museo metabólico, en el que la historiadora cuestiona, entre otras muchas cosas, el “morbo” con el que se alimenta y se mantiene activo el museo colonial. Ahora, Caniche Editorial publica la traducción al castellano (realizada por Cristina Núñez Pereira) de un libro que muestra la insostenibilidad de museos que muestran “un patrimonio cultural y familiar secuestrado” como si fuera un centro comercial.
Adiós al morbo
“Me preguntaba si únicamente era yo, como profesional, la que se mostraba reticente al discurso autoritario del museo etnológico”, apunta Deliss tras chocar con los conservadores del museo de Fráncfort al poco de llegar. Y al abrir el libro de visitas y encontrarse con los comentarios: “¿Dónde están los pieles roja?” o “mi hija echa de menos la exposición de los pigmeos”. Buscaban el mismo morbo que los ciudadanos de hace dos siglos. Pero el morbo tiene los días contados y los pigmeos han vuelto a su tierra. En el año 2000, el Museo Darder de Historia Natural de Banyoles (Girona, Catalunya) devolvió los restos disecados del bosquimano que el centro exponía con popularidad.
“Por muy grotescos que estos testimonios de los visitantes puedan parecer hoy, estas ideas preconcebidas están amparadas por un tipo de museo etnográfico cuyas funciones habían sido alumbrar, cautivar y confundir al mismo tiempo”, resuelve la exdirectora. Esos museos decimonónicos ya no tienen encaje en la comunidad contemporánea, aunque la academia y una parte del público los defienda. Como explica Clémentine Deliss, estas instituciones sin revisar representan “la continuidad del emporio colonial como un lugar en el que regodearse y aparentar”.
Ella trató de neutralizar esas habitaciones de los horrores y del exotismo con colaboraciones con artistas contemporáneos, diseñadores, escritores, antropólogos y abogados. En el museo Weltkulturen de Fráncfort hay familias de piezas obtenidas “en cantidades desmesuradas gracias a las expediciones”, indica. Que luego fueron “intercambiadas entre museos para cubrir los huecos existentes en sus colecciones enciclopédicas”.
La atracción del fetiche
En 1992, durante su presidencia del International Council of Museums, el expresidente de la república de Mali, Alpha Oumar Konaré, sugirió que había que “matar” a los museos de África para permitir que prosperara un nuevo acercamiento a la cultura y el patrimonio. ¿Es posible rescatar una institución que ha sido cómplice con la violencia del colonialismo? Deliss responde: “Hoy, el trabajo de campo ya no tiene lugar en viajes a tierras lejanas, sino dentro del propio museo. Y en este sentido el diseño de nuestro museo debe reflejar los tipos de expediciones que podemos emprender hoy y las historias que esperamos poder contar en el futuro”.
La descolonización de un museo es una pelea contra la atracción de los objetos. “Son como atrapamoscas”, asegura la autora. Nos tientan, seducen nuestra imaginación con su lustre y su procedencia. Nadie puede escapar al fetiche, pero sí se le puede neutralizar. La propuesta del museo metabólico es comportarse “necesariamente hostil a la nostalgia y a la lealtad incondicional a la tradición”. Así que decidió reunir artefactos en nuevas agrupaciones, para activar transgresiones taxonómicas.
Siguiente paso, acabar con el aislamiento de los saberes, para ser reflejo de relaciones entre obras, pueblos, objetos, medios, equipos, experiencias, leyes, economías, afectos… Toda alianza es bienvenida para fulminar el fetichismo de lo exótico y mostrar que el museo decimonónico es una iniciativa inconclusa. No puede seguir justificándose como una representación imperialista europea. Por eso es imprescindible mostrar sensibilidad hacia las historias del pasado.
El objetivo del museo metabólico es construir un lugar abierto y sin ataduras, “sin sitios con vistas privilegiadas” y obras sin domesticar. Es crear otras formas de investigación, reconociendo la ética en esa construcción. Clémentine Deliss pone un ejemplo demoledor para desvelar la paradoja de la normalización cultural sin condiciones: “En la escuela de arte podríamos fabricar una bomba y nadie lo cuestionaría”.
No puede ser más clara cuando sostiene que en un museo etnográfico los relatos aún conservan las dialécticas de amo-esclavo propias de un lenguaje de control. Y plantea la gran pregunta sin resolver: ¿por qué quieren los museos europeos retener tantos millones de objetos extraídos sin piedad de sus países de origen? “Tanto si se trata de materia inanimada como si hablamos de imaginarios inmateriales, el proceso de extracción en el campo del arte es notablemente cercano al de los safaris ilegales de los traficantes de órganos”. Los órganos cruzan las fronteras de las instituciones, de la propiedad cultural, de las economías ilegales y de la soberanía personal y estatal. Se usurpa el cuerpo humano, se desmembra y se comercia con él de manera subrepticia“, cuenta. Los órganos se adquieren mediante coacción, engaño y consentimiento fraudulento.
La mentalidad de los responsables del Museum Weltkulturen de Fráncfort no estaba preparada para el museo metabólico de Deliss. Cuando estaba a punto de cumplir cuatro años en el puesto, su jefe le convocó a su despacho. “¿Dirige usted un hotel o un museo?”, le gritó. “¡Ha contratado a un cocinero! Si los periódicos se enteran, leeremos en los titulares: ¡Sodoma y Gomorra!”. Desde la llegada de la historiadora, la estructura del museo había cambiado notablemente. Tener residiendo en el museo a artistas y escritores exigía estar atento a sus necesidades y deseos. Y efectivamente, la directora había llevado a un gastroantropólogo, un becario Fulbright, que dirigía su exitosa escuela nocturna llamada The World in a Spoon.
El cocinero Sebastian Schellhass impartía seminarios y talleres de cocina en la encrucijada entre la ciencia y el arte, con exposiciones de utensilios culinarios y otros instrumentos de la colección del museo. “Yo era la novena directora en la historia de la institución, pero era la primera de fuera y fui la segunda consecutiva a la que despidieron. La historia de la intransigencia de este museo era conocida en la ciudad, pero no se podía hacer mucho. Mi intento de renovar esta institución y de reposicionar la investigación en sus colecciones mediante una metodología de remediación externa fue más de lo que la ciudad esperaba o deseaba”, afirma. Su despido improcedente fue la previsible respuesta de un “museo colonial necropolítico”.