Hay exposiciones que un museo público debe hacer casi como obligación documental y otras que nacen de una idea no tan evidente ni necesaria pero ponen la piel de gallina y explican el sentir, ya no de un artista, sino de toda una época. Estos vienen a ser el caso de la recién inaugurada exposición con la que el Prado homenajea la obra de Luis de Morales (alias “el Divino”) y de Melancolía, que el día 12 cierra sus puertas en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid para continuar luego a Valencia y Palma de Mallorca.
Luis de Morales, nacido en Badajoz (o en Plasencia, dependiendo del catálogo) a principios del XVI (1510-11), fue uno de los pintores españoles de mayor éxito hacia mediados de ese siglo. En realidad se sabe bastante poco de su vida. Algún documento coetáneo dice que estudió en el taller de Pieter Kempeneer (rebautizado como Pedro de Campaña), pintor flamenco establecido en Sevilla en 1537 y que permaneció allí hasta 1562. Esto ha resultado siempre un poco extraño, puesto que para la llegada de Kempeneer a Sevilla, Luis de Morales tendría en cualquier caso más de 25 años, un poco mayor para entrar de aprendiz de oficio y en el taller de un recién llegado casi de su misma edad.
También se especula con que viajara a Portugal, otra tierra relacionada de siempre con Extremadura e incluso es posible que visitara Italia, más en concreto Milán. Pero todo esto son suposiciones de las cuales solo cabe deducir una certeza: Luis de Morales ejerció su profesión en Extremadura y se encontró inmerso en un mundo pictórico dominado por el manierismo italiano. Hasta Kempeneer, su presunto maestro, había adoptado ese estilo durante su (bien documentada) estancia en Italia. Es raro que su obra conocida comenzara casi a mediados de siglo, cuando ya contaría unos cuarenta años. Nada precoz parece, al menos como maestro.
Así las cosas, sabemos de cierto que Morales se estableció hacia 1539 en Badajoz, entonces una ciudad importante en plena tierra de re- y conquistadores. Y que desde allí desarrolló toda su actividad, aunque viajando con frecuencia para concertar, realizar y entregar encargos de numerosas ciudades y pueblos, la mayor parte en la zona de Extremadura.
Para el nacimiento de la España que surgió de la unificación de Reinos y del descubrimiento de América, la población de Extremadura había ido cayendo en la pobreza, al menos desde la conquista cristiana de la antigua taifa de Badajoz, allá por 1227. A cambio hubo burgueses, nobles de extensos latifundios y más tarde lo que luego se llamaría indianos. Se construyeron palacios, monasterios, iglesias… una ciudad como Plasencia tenía y tiene dos catedrales adosadas. Había mucho trabajo potencial y de prestigio para un pintor de la zona.
Divino, oportuno y peculiar Morales
Luis de Morales, quien pertenece a una tradición de artistas divinos que comienza en Miguel Ángel, aparece como uno de los principales en una amplísima nómina de pintores del XVI en España que trabajaban desde la periferia, a falta de una corte estable que comenzaría solo con Felipe II, ya mediada la vida del pintor.
En esta exposición se perciben bastantes peculiaridades de Morales. Por ejemplo, resulta evidente que no pinta de forma ni remotamente naturalista. Muchas vírgenes, de distinta denominación, son iguales a sí mismas y se ven santos muy diversos con el mismo rostro. Además se nota un trato, puede que curioso o deficiente, no solo de la perspectiva, sino del espacio mismo. Hay composiciones rarísimas como La Última Cena (1560-70), versión de una de Durero, donde Jesucristo parece estarle dando un codazo en la garganta a San Juan. Da mucho la impresión de que Morales se inspiraba en grabados de obras de pintores relativamente recientes, práctica absolutamente común y que le presenta como un profesional bien informado.
En realidad solo se entiende la innegable fama de Luis de Morales si se consideran las obras una a una. Todas de temática religiosa y en general de formato medio, son pinturas muy suaves, dulces, bonitas, más a la manera de Rafael que de Miguel Ángel. No hay casi nada de monumental en ellas, la composición del cuadro es sencilla, no hay mayor drama que el obligado cuando aparece la Cruz. Un mundo pictórico donde ni siquiera la luz juega un papel importante. Son, uno a uno, objetos satisfactorios que debían complacer al cliente. Algunos de esos encargos lo fueron en forma de retablos panelados, de los que se conserva íntegro el de Arroyo de la Luz, en Cáceres.
La verdad es que Luis de Morales hacía su trabajo con gran solvencia, da la impresión de que no planteaba problemas y pintaba el motivo sin el tarantinismo propio de la época: si no se lee que un cuadro va de la Estigmatización de San Francisco (1553-54), sería difícil adivinarlo porque apenas se distinguen los estigmas. De hecho en esta exposición solo hay sangre cuando se trata de Cristo. Y la justa, ni una gota más. Tal vez este conjunto de características y de circunstancias llevaran a la fama a un pintor local que, comparado con muchos de sus coetáneos internacionales (en España el poco más joven El Greco) palidece en muchos sentidos.
Y sin embargo, está exposición debía hacerse. Luis de Morales tiene suficiente importancia, aunque solo fuera para saber lo que sucedió entre Pedro Berruguete y el Siglo de Oro. Una época particularmente convulsa en el Reino y también en lo pictórico, debido a la invasión de artistas flamencos o italianos que vivió la península. En fin, para esto está El Prado y desde luego la exposición, unas 50 obras, es agradable e instructiva. Si a ello se le une un bien documentado catálogo, esta exposición nace ya con un carácter referencial.
Mucho más excepcional: Melancolía
Poco más adelante, en el Siglo de Oro, se darían otras inquietudes, otra pintura. En el siempre impresionante Museo Nacional de Escultura de Valladolid se clausura el día 12 de Octubre la exposición Melancolía, llamada en realidad Tiempos de Melancolía, Creación y Desengaño en la España del Siglo de Oro. Esta es de aquellas exposiciones que recomiendan vivamente hasta el personal del museo, algo siempre a tener en cuenta. Melancolía comienza en lo literario y en lo gráfico con dos alemanes; uno un poco anterior a esta época, Durero con su Melancolia I y otro el gran tratadista moderno de la melancolía, Walter Benjamin, cuya frase “Quien se aproxima al abismo no debe sorprenderse de saber volar” (1930) abre la muestra.
La Melancolía, ya descrita por Hipócrates y Aristóteles como una enfermedad causada por un exceso de “bilis negra” era algo traducible a la moderna bipolaridad y se asoció siempre al genio artístico. Es más, sin melancolía, resultaría casi imposible el Gran Artista. Es curiosa esta visión, que se ha ido manteniendo, ya no a través de los siglos, sino de los milenios. La idea del artista cómo alguien raro está muy arraigada en nuestra cultura. Pero eso tal vez suceda porque, sobre todo en determinados momentos, es el conjunto de la sociedad, incluso del mundo conocido, la que vive momentos melancólicos.
Así establecida la cuestión, en unos términos que la hacen plenamente actual, puede adentrarse uno en la exposición propiamente dicha. Algo muy impresionante por lo que María Bolaños, directora del Museo de Escultura y comisaria hasta el detalle de la muestra debe estar muy satisfecha. Tampoco es que Melancolia sea enorme. Debe contener unas sesenta obras, no más. Pero define su punto a la perfección. Ya las divisiones componen un relato breve y tremendo: La melancolía, una fábula cultural, El poder imaginativo del melancólico, La melancolía en el escenario cristiano, Bajo el signo del desengaño, Nada.
Y esto viene ilustrado por cuadros fantásticos y siempre ajustados al tema. Solo con nombrar algunos de los artistas presentes uno se impresiona: Berruguete, Brueghel de Velours, Alonso Cano, el Greco, Juan de Juanes, Murillo, Ribalta, Van der Hamen, Ribera… Pero no solo eso, un cuadro como el Soldado Muerto de la National Gallery de Londres (de más o menos 1630) es casi más impresionante por permanecer aún anónimo. El nivel se mantiene porque obras que en otro contexto podrían parecer algo menores se despliegan aquí en todo su sentido.
La exposición tiene el detalle de incluir referencias a lo musical, tema que luego será desarrollado en el catálogo. Y es que sin un arte como la música sería muy complicado entender nada de la Melancolia de forma cabal. También de la literatura tiene su parte y aquí su lugar con citas de escritores o estudiosos. Porque y ese es un subtexto explícito, Melancolía pone en valor la melancolía española, tan influyente como la picaresca como un eje cultural europeo. Lo cual incluiría a nuestro país en una conversación supranacional sobre lo que en último término es una línea de pensamiento común que llega hasta nuestros días. Hay buenos argumentos para ello.
Es muy de agradecer que Melancolia vaya a otras ciudades. En Valladolid la han visto 30.000 personas, que para esa ciudad es una barbaridad. En Valencia o Palma pueden ser más. A veces no todo lo importante sucede en las urbes millonarias.