Cuando los fauves buscaban la pureza en la pintura

A principios del siglo XX la pintura estallaba por todas sus costuras. Tras Gauguin y sobre todo Cezanne, al fin y a la postre más cercano y que no andaba perdido en islas del Pacífico, la insatisfacción con el impresionismo había encontrado puntos de apoyo muy sólidos desde los cuales lanzar nuevas exploraciones de orden estético. Es también un momento en el cual aún no había aparecido la abstracción, pero esta ya se encontraba indicada en la idea de Cezanne sobre que toda figura puede descomponerse en círculos, triángulos y cuadriláteros. De hecho, en 1917 el holandés Theo van Doesburg describió el proceso de abstracción de una vaca siguiendo más o menos ese método.

Es decir, tenemos la pintura en transición y dentro de ella la figuración, a punto de verse obligada a compartir su trono con esas formas sin referencia directa en la realidad que planteó sobre lienzo y por escrito Vasili Kandinsky hacia 1910.

Ahí es donde entran tanto los fauves como sus coetáneos y conocidos cubistas. De los dos estilos contemporáneos desarrollados en París, el más famoso hoy en día es el cubismo, pero aunque su influencia sea enorme y trascienda la pintura, los fauves escogieron otra vía, la del color y un determinado tipo de composición, también muy influyente y significativa.

La naciente influencia de Freud 

Los Fauves, que puede verse en la Fundación Mapfre de Madrid hasta el 29 de enero, explica a fondo en que consistió aquella búsqueda común que duró apenas entre 1904 y 1908 aunque tuviera un prólogo y un epílogo que lo extenderían entre 1900 y 1910, periodo que abarca esta exposición. Es una historia que incluye pintores fuera de categoría como Henri Matisse, otros de primera como Raoul Dufy, André Derain o Maurice de Vlaminck y a algunos como Henry Manguin o Charles Camoin, prácticamente desconocidos en España y que en vista de ello reciben sendos textos en el catálogo que les presentan un poco más en profundidad.

Lo que se va a ver no solo son colores chillones y aplicados casi directamente desde el tubo. Al fin y al cabo esto ya se había visto en momentos del impresionismo original y desde luego en el post-impresionismo de Van Gogh o Gauguin. La investigación de estos años pudo conducir a Matisse o a Derain a involucrarse incluso con un puntillismo tomado, no como efecto óptico sino aplicando el color de una forma casi estructural que entonces se llamaría teselada y hoy tal vez pixelada.

En estos principios de siglo ya se habían popularizado de forma explosiva y entre determinada sociedad los postulados de Sigmund Freud que conducirían entre otras cosas al descubrimiento del subconsciente, de la interpretación de los sueños o la represión y, en último término, al psicoanálisis. La influencia de Freud aparecería de forma mucho más evidente en el expresionismo nórdico y en el surrealismo, pero Cezanne hablaba de la “visión demasiado empírica del impresionismo” y eso parece indicar un camino en el cual ya no se trata de reproducir la impresión que causan los objetos y su circunstancia, sino uno donde el artista comienza a expresar sus inquietudes subjetivas a través de esos objetos o personas. Siguiendo probablemente a Nietzsche, Bergson o incluso Stirner. Es decir, la experiencia del individuo llevada casi al solipsismo.

Todo esto no pasa de ser suposiciones porque lo que movía a los fauves eran cuestiones tan formales como las que primaban en la pintura impresionista. De forma muy explícita según Matisse, “la búsqueda de la pureza en los medios”. En esa búsqueda visitaron tanto el arte clásico como el africano, a Manet, a Turner o al arte gótico y románico.

La luz, el color, el sur de Francia

A estas alturas tal vez haya quedado más o menos claro que estas aventuras de principios de siglo, precisamente por serlo, no tenían un programa definido y buscaban inspiración en los lugares más dispares. Otro de ellos y muy trascendente fue el descubrimiento de la luz del Mediterráneo, donde ya trabajaba el buen padre Cezanne. Desde un punto de vista óptico, la mejor luz para apreciar los matices en los colores es la no muy intensa del norte de Europa. Mejor aún ligeramente nublada.

Los fauves descubrieron en los pueblos sureños de Collioure en 1905 y luego Saint Tropez una luz cuya intensidad hacía vibrar los colores, que aparecían como manchas radiantes peleándose por un lugar en la retina. Se trata del mismo descubrimiento de la luz que en 1914 vivieron los pintores del Blaue Reiter alemán como August Macke en un viaje a Túnez con Paul Klee. Es curioso leer las cartas de los franceses y de los alemanes: describen de forma casi idéntica la impresión que les causó esa luz sobre esos colores.

Más aún que en el caso de los impresionistas, en los fauves no aparecen apenas referencias sociales. Exceptuando quizás a Dufy, a quien siempre le interesó la gente, desde el público del hipódromo hasta los vecinos de las plazas, aquí todo son paisajes genéricos, de pueblos o del campo, y figuras humanas casi siempre aisladas en colores estallantes aplicados sin grandes matices. Esto lo desarrollaría luego el Matisse post-fauve en grandes superficies de color plano, tan sin efectos de luz que a veces ni aparecen las sombras.

Si hubiera que destacar algo de lo que es una muy buena exposición, comisariada por María Teresa Ocaña, seguramente sería la sala de retratos y autorretratos de los protagonistas. Matisse, Derain, De Vlaminck et al. se pintan a sí mismos y a sus compañeros-amigos con una fuerza que no emana tanto de lo que suele llamarse profundidad psicológica como de lo rotundo y valiente de aplicarse el tratamiento fauve a sí mismos.

Por cierto, la Fundación Mapfre tiene en su página una visita virtual que funciona estupendamente y da una buena idea de qué van Los Fauves. No sustituye a lo -muy frecuentado- presencial. Pero casi.